28 diciembre 2006

LA MUERTE NO CONOCE RETORNO

(Fragmento novela)

Lo que puedo decir es que me marcho lejos, Rosina. Ni un minutos más seguiré soportando esta situación que es dañina, muy perjudicial para todos. No estoy conforme y creo que nunca lo estaré; no lo estaremos. Tú, ustedes dirán que es incomprensible, sin lógica, pues, y se preguntarán si los años, los meses, las semanas, si el tiempo no cuenta.
Pero no es eso. Ni los años, los meses, las semanas, tienen nada que ver. Es un problema del entorno. De esta maldita sociedad que todo lo asume con hipocresía: repleta de prejuicios, inconsciente e irrespetuosa de la intimidad de los demás. ¿Por qué hurgar en la vida ajena y mantener esas expectativas insanas? De todas maneras, Rosina, hay cosas que jamás olvidaré. A ti, por ejemplo, te recordaré por los perfumes, la diversidad de perfumes y de aromas con que te rociabas el cuerpo desde que amanecía.
Esa sonrisa que es tan tuya, y que cuando se convierte en risotada puede hasta enloquecer al otro y contagiarlo de tu propia alegría. Recuerda mi dirección electrónica, mis tres correos. Espero recibir los mails dos y tres veces al día.
Sé que no tienes computadora, pero el centro de internet de la esquina es barato, 30 pesos la hora, por lo que es difícil que la distancia pueda convertir en hielo nuestra relación. Sabes que odio estas vainas de las despedidas y por eso te escribí esta carta: ¡ tampoco me gusta escribir!
Es la edad. Ya sobre los treinta se comienza a madurar: las cosas son vistas con un criterio distinto y a veces nos sorprende un período de crisis. A nosotras nunca dejará de enloquecernos una buena noche en el Malecón, bebiendo los tragos largos de cerveza fría, mientras se baila un buen merengue o una buena salsa.
Esta parte me llena de nostalgia, Rosina. Eras loca con los rumbones y con esas noches que nos dábamos con los muchachos. Cuando decidí marcharme me dije que lo haría en silencio y sin dolor; a puro silencio, sin decirle a nadie, pero es obvio que me asaltaría un mal de conciencia si no me despedía de ti, Rosina, mi única amiga. Y te lo digo: no es fácil despedirse aunque sea de lejos. Voy a quedar en la más perfecta o imperfecta soledad del tiempo y del espacio. Borraré un pedacito de este ahora que en pocos días será pasado. A los muchachos, sobre todo a él, diles que ni te imaginas mi paradero; además, para evitarte compromisos, tampoco te diré mi rumbo.
Chao.

1
La carta era así, con su tono alocado y sin firma. Parecía el texto de alguien que jugaba una broma pesada. Cuando la encontré no dudé en abrir el sobre: “para Rosina”, decía, escrita con un viejo y barato bolígrafo Paper Mate azul, que dejó dos o tres manchas de tinta regadas en la cabecera del papel del cuaderno en el que anotaba sus cosas. Desde las compras en la tienda de comestibles, hasta sus más íntimas reflexiones. Busqué en todas partes, por lo menos su nuevo e-mail, ya lo había cambiado quince veces y, como que el culo de una anciana es canoso, debía tener dos tres nuevas direcciones electrónicas: hotmail, yahoo, gmail, quién sabe cuáles más.
Busqué en todas partes porque necesitaba comunicarme, decirle que las decisiones no pueden ser tan apresuradas y que en toda relación hay etapas de crisis, de disfunciones, de mierdería sensibleras y otras perogrulladas más. Estoy seguro que lo lamentará. Es inexperta, no conoce del mundo más que aquellas cosas que le hemos enseñado los chicos y yo, nuestra cofradía, que es su cofradía y su propia amiga, Rosina.
Lo dejó todo: los dos perfumes Paloma Picasso, sus zapatos de Gucci e incluso la caja de cigarrillos Marlboro sin abrir que compramos anoche en el Hard Rock Café del parque Colón.
Imaginé su imagen: la desesperación viva que debía sentir para agarrar sus cosas y largarse de forma sorpresiva.
“Lo que puedo decir es que me marcho lejos, Rosina, ni un momento más seguiré soportando esta situación que es dañina, muy perjudicial para todos”. No entiendo a qué se refería con esas palabras. ¿Qué situación es dañina? Me senté en uno de los bordes de la cama, Rosina no tardaría en llegar de una de sus insospechadas diligencias. Era tan perversa que no guardaba las formas; sabía con exactitud que yo vendría por aquí y me guardó la carta, a propósito, con el único fin de hacerme ver que era un desgraciado. Un maldito sin remedio, capaz de provocar dolor intenso en segundos y terceros con mis acciones desmedidas. Pero esta vez no hice nada. Se marchó, porque, quizás, no soportó que la gente hiciera de juez y nos juzgara, que ella viviera conmigo sin estar casados, que nos reuniéramos a cualquier hora con los chicos y armáramos un bonche, una fiesta sin término de jueves en jueves, o que cantarámos desnudos bajo la lluvia, cuando los tragos nos alfombraban el espíritu. Quizás se cansó de esperar que la gente tuviera mente abierta en estos tiempos; porque el ser humano debe tener mente abierta para poder vivir en esta revolucióndiaria y cibernética, en estas ciudades que nos quitan la calma como rodillos y la gente no entendía que nosotros habíamos escogido el estilo de vida que más nos convenía.
¿Por qué hurgar en la vida ajena y mantener esas expectativas insanas?, se pregunta, casi filosóficamente, en la carta dirigida a Rosina.
No pude enterarme. Al parecer, no quería que me enterara. Es lo inexplicable, pero también es un proceso imperceptible, porque muy despacio noté un enfriamiento de nuestras relaciones. Asumo la responsabilidad: utilizo el cliché del trabajo, la atmósfera de los negocios y ese mundo exigente que cada día quiere más y más tiempo hasta robarnos la vida y el tiempo de los demás.
No lo dice en parte la carta dejada a Rosina, pero uno puede imaginarlo. Algo extraño: nunca me reclamaba y yo seguía como si nada. Quizás fue la falta de atención. La computadora, los archivos, los cidís y la oficina- además del café espeso y rancio-, lo han sustituido. La gente vivía de metiche, murmurando y murmurando; el tipo llega tardísimo en la madrugada, o tempranísimo en la madrugada y vuelve y se marcha en las primeras horas de la mañana. Además, no le pone seriedad a las cosas. Sale en pantalones bermudas y franelas deshilachada un lunes en la noche; se aparece en el supermercado junto a los amigos desaliñados y pecosos, que parecen drogadictos, porque fuman y beben cerveza como si se tratara de un rito de acercamiento a Dios, o quién sabe qué cosa. Que cuando viene a ver son hasta maricones y esas dos, incluían a Rosina en sus diatribas, son dos locas a las que ponen a hacer cositas malas y prohibiditas.
Y eso es todos los días. Esa mujer es joven y la piel de las mujeres jóvenes grita, clama por un buen polvazo; la piel de las mujeres se encandila, arde. Es injusto que no haya quien las atienda cada momento.
-Aquí estás-, dice Rosina, que llega con esa cabellera lloviendo sobre sus hombros y los labios carnosos, rojos y apetecibles, que llaman, dicen, ven, muérdeme macho, muérdeme joder. No puedo más que mirarla con duda y escepticismo. Puede ser, quizás, nadie sabe, una jugada maestra de ambas, para sacarme de la rígida cordura que me he impuesto durante todos estos años.
-Ni lo pienses siquiera- dice Rosina adivinando mis pensamientos, que al estar a su lado se tornan pecaminosos,-no tengo nada que ver con esa decisión.
Antes de levantarme del borde de la cama, lanzo la carta sobre la mesita de noche y me doy ánimo para encender un cigarrillo.
Ella es una mujer fuerte, voluntariosa y decidida, me acerca el fuego con su encendedor de muestra, metálico y me acorrala con una sonrisa suspicaz:
-Déjala ir-recomienda-, ni siquiera te menciona en la carta...
-No menciona a nadie...
-Sí, menciona situaciones, menciona circunstancias, incluso habla de sociedad de hipócritas.
No concibo esta situación. Rosina me provoca, me insta a pensar en las circunstancias:
-Todo está frente a tus narices-remata.
Entonces salgo apresurado de esa habitación. De la casa. Subo mi automóvil Mitsubishi Lancer y me desplazo sobre el lomo de la ciudad agujereada por la noche. No sé cómo se me ocurrió ir a la casa de Rosina; su mordacidad es mortal por naturaleza, no dice las cosas, pero las insinúa: “pone a trabajar las neuronas”.
-¿Por qué te interesas ahora si la tuviste cerca todos estos años?- me pregunta, más maldita que nunca, a través del teléfono móvil, cinco minutos después de salir enfogonado de su casa.
-Porque sí. Sin más explicaciones.
Conduje toda la noche. Los muchachos seguro ignoraban la novedad y quise decírselos, como nos decíamos todo siempre o la mayor parte de las veces, sin anestesia y con estilo directo. Llamé a Joaquín, a Renaldo y a Frank Félix y les pedí reunirnos en el Malecón, preferiblemente frente al hotel Hilton, que es una zona más discreta y menos bulliciosa en estos días. Son las diez de la noche de un viernes y no les importará conversar dos o tres horas, mientras bajamos el diálogo con un par de cervezas. Todos somos amigos; una gran cofradía desde los tiempos de la secundaria, la escuela de artes, los inventos, los experimentos ilícitos de todo tipo; a nadie le caerá el mundo encima por admitir que entre fiesta y fiesta también nos dábamos nuestros tabaquitos prohibidos. También son sus amigos: lo mismo de Rosina. Pero, en este momento prefiero no convocarla, porque noté una implacable llovizna de recriminación; tal vez sólo lo imaginé, porque entre nosotros existe una historia, pero noté que estaba como están las mujeres en sus períodos de luna llena. Es mejor hablar con los chicos. Ellos llegaron juntos en la antiquísima Van Ford Aerostar de Frank Félix, con el mismo desparpajo de siempre, desaliñados, con jeans gastados y polohirts recién comprados de Metallica y de AC-DC. No cambiaban, eran los mismos adolescentes, claro, ahora sobre los treinta y cuatro años, pero en esencia los mismos jevitos riquitos que nunca cambiaron ni cambiarían.
Nos saludamos con un cómo estás sereno, pero admonitorio de que algo “poco común” ha sucedido en nuestro círculo.
-Josefina se fue-, anuncié de golpe, cortando la respiración por tres minutos. Frank Félix terminó de consumir la última gota de una birra Presidente y mantuvo la vista en Joaquín y Renaldo, como preguntándose: “¿qué fue lo que dijo?”.
-¿Qué dijiste?-pregunta Joaquín, con ese rostro redondo y engrasado por el barro de la adolescencia que permaneció para siempre en su cara. No era que les interesara “el incidente” de una ruptura entre una mujer de trayectoria lunática y un hombre a quien nunca le importó nadie más que él mismo por encima de Dios y de todas las cosas, lo que les importaba, pero más que eso los impactaba, era saber que Josefina tenía la suficiente energía para zafarse de un tipo que sólo la tenía para echarle uno o dos polvos al mes y que lo hiciera sin mayores traumas.
-Que se marchó Josefina-vuelvo a decir. Yo mismo estoy enterado de que lo que busco es, probablemente, la complicidad de la comprensión liberadora, la exculpación de todos los pecados, para no sentirme culpable.
Necesito hacerles ver que no entiendo un pepino las razones de su partida. Nadie más que ellos puede iluminarme.
-Y Rosina, ¿qué te dijo?-. Pregunta inteligente de Frank Félix. Cuando se habla de Josefina en nuestro grupo, también debe hablarse de Rosina y viceversa; porque son como causa y efecto efecto y causa de un mismo argumento. Ellas dos iban más allá de nosotros, lo que si se analiza, resulta hasta lógico, porque son mujeres y entre mujeres existen ciertos códigos, complicidades que a nadie más atañe.
Rosina y Josefina son tan amigas que de inmediato supe: cuando quiera aparecer, o que la ubiquemos, será a través de ella.
-Le dejó una carta-revelé-. Una carta estúpida en la que le dice que se marcha porque no soporta más la situación dañina y perjudicial para todos; pero no entiendo.

26 diciembre 2006

ALGORITMO DE LA PARTIDA

Al principio de todas las cosas
donde intentas ocultar los inocultables
silbidos del recuerdo y del silencio,
me arrastran tu nombre y tu huella.

Sin consentir en falsas apariencias
Me descifro en ese rincón azul
del aposento
para inmiscuirme cada vez más
en los accidentes de tu cuerpo;
en las configuraciones de tu piel
y en cada resistencia rosa
en que se transforma tu gemido.

Al principio de todos los finales
me ahuecas los sentidos para
llevarme al instante muriente
de este minuto que es presente
incendiario y mestizo.

Sin consentir en falsas verdades,
Me detiene el rumbo una mirada
que frena en un instante
el vértigo de perderte.

Al mismo tiempo
como una gota perpendicular de
llanto
me desanima la debilidad de huirte
de mis brazos y de mi vida

¿Por qué te huyo cuando quien
debería huir eres tú misma?
por esas motivaciones grises
que huelen a lluvia
porque el llanto huele a lluvia
y a lágrima eterna
llorada por los ojos de Dios.

Definitivamente
al concluir en estos pensamientos
bañado de azul y de rojo vino
creo, recreo y revivo
la necesidad de volver
a recobrarme
en uno de tus besos.

21 diciembre 2006

Es difícil desear Feliz Navidad

tregua antiliteraria

Es difícil desear Feliz Navidad. Y lo es porque mi país está en una situación difícil, sumamente difícil, porque de los casi diez millones de habitantes que la pueblan, incluidos los más de dos millones de nacionales haitianos, más de la mitad subsisten en condiciones de extrema pobreza.
Para mí no es natural decirles Feliz Navidad a los niños desnutridos que pueden acudir a las escuelas a recibir la más elemental de las enseñanzas, en unos casos porque las escuelas no sirven o, mejor dicho, sirven para nada, y en otros porque los padres no tienen condiciones mínimas para enviar a sus hijos a recibir el pan de la enseñanza, ni siquiera tienen condiciones para comer un trozo de pan al mediodía, que ya es mucha maldita desidia.
Que se entienda algo: cuando digo que en gran medida los niños no pueden ir a las escuelas porque éstas no sirven, o mejor dicho, sirven para nada, me refiero a sus condiciones físicas mínimas. Cuando no son las aulas y los pupitres los que están deteriorados, son los sanitarios; no existe agua potable, aunque muchos de los profesores, que no maestros, intenten hacer un esfuerzo y, casi “a capella”, deban bregar con el oficio diario. Mi país tiene muchos problemas. Hay estrategias del gobierno que pretenden salvar la situación, pero esa situación está supeditada a mantener en balance la macroeconomía, que es un jodido término liberal, a través del cual se puede medir el crecimiento económico en forma global, pero que jamás en la vida puede traducirse en riqueza o bienestar para los menos afortunados, los más jodidos, los pobres o como ustedes quieran llamarlos, siempre pensando que se trata de seres humanos que no tienen a nadie que saque la cara por ellos.
No hay manera de que el clima navideño se instale en mis reflexiones, porque percibo que en mi país, en esta época se vive un falso clima, una atmósfera artificial, porque hay gente regada en las calles céntricas de la ciudad, mucha gente, un verdadero hormiguero de gente que ha salido en tropel a hacer compras y gastar y gastar los pocos recursos obtenidos en empleos abusivos que, entregan un sueldo trece llamado regalía pascual, con el efecto posible y nunca infaltable, de que en enero todos andamos con las manos en la cabeza, buscando para comer y para vivir a un día a día pedregoso y duro como una nevada en el desierto.
No me motiva la Navidad, sin hipocresía y sin los clisés de los supuestos intelectuales que ahondan en reflexiones tardías e insinceras, que especulan sobre las estadísticas frías e inhumanas que propagan la especie de que la pobreza siempre ha existido y no hay quien la detenga.
Y sí, es posible. Si se constriñen algunos gastos superfluos, eternos y desequilibrados y nos olvidamos de las prácticas del paternalismo político que en nada aportan al desarrollo socioeconómico del país, es decir, a las prácticas desde el poder que tienden a masificar la dádiva, la limosna de la entrega de unas pocas cosas en Navidad, para comer, cosas, generalmente insuficientes y demagógicas y se empeñan en crear un programa de desarrollo educativo a veinte años, con la ayuda de organismos como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) para que los niños y los jóvenes puedan formarse académicamente, entonces, habremos dado el primer paso hacia la salida de la encrucijada de la pobreza.
No puedo pensar en Navidad si no puedo ver que el pueblo no cuenta con los recursos esenciales para comer todos los días y además de comer todos los días, permitir la instrucción académica de todos, iniciando por los menores de edad y hasta los más grandecitos, porque comer un día o dos, no tiene ninguna importancia. Lo que se necesita es un plan integral académico y de estímulos para los jóvenes, para, saliendo de la pobreza ellos, salga de la pobreza el país y las futuras navidades nos dignifiquen y nos hagan quererlas, con mayor devoción.
No hay manera de poder gozar y disfrutar de una fecha que, por su significado cristiano de la Natividad del Hijo de Dios, debería tener una connotación distinta; pero no puedo evitar lamentarme cuando veo que en Santo Domingo, capital de República Dominicana, existen dos países, uno de pobres, gente muy pobre en los barrios marginados y periféricos del Distrito, la provincia Santo Domingo y zonas aledañas, que no pueden asistir a los hospitales públicos, porque estamos en épocas de huelgas médicas por el incumplimiento del pago a los médicos, la falta de medicinas o de aparatos para mantener o salvar la vida de un ser humano y otro de gente muy rica, demasiado rica que vive en torres y lujosos condominios o casas gigantescas e incluso de hombres que se trasladan a comprar un helado en helicóptero.

08 diciembre 2006

TAMBIÉN ODIAS EL CIGARRILLO

Me duele la nuca. Me duele el cuello. Me duele la boca. ¿Por qué tanto dolor en un inocente? ¿Qué hice? Pensé en los acreedores. La gente a la que debo dinero. La gente a la que nunca he pagado un centavo. Ese fue su método de sometimiento, esa fue la forma de despellejarme y sacarme el dolor. De agarrarme cuando llegaba a la casa. Entonces no soy un inocente, nunca he dicho que lo soy. He faltado a la verdad y a la moral. ¿Era para tanto? Sin embargo, supo que se trataba de profesionales. Le asestaron un golpe seco y paralizante que le hizo perder la conciencia; pero lo dejó vivo. Con dolor y fuertes retorcijones, pero vivo. Despertó con la boca amarga, una sed indeseable y un deseo incontenible de recobrar su libertad lo desesperaban. Una habitación sin ventanas- debía ser un depósito por las exageradas luces blancas, a lo mejor se trataba de una estrategia para dar calefacción permanente a alguien o a algo- sin ventilación; el clima áspero, la atmósfera asfixiante. Además no recordaba nada. Le dolía la cabeza. Flashes, recordaba flashes, multitudes, gente histérica que corría de un lugar a otro. Vehículos colisionados y explosiones mortíferas.

Entonces recordaba algo. Abrió los ojos en un intento por hacer más precisiones con la vista; cientos de cajas organizadas de forma rígida, en un desesperante conteo de orden y disciplina. Escuchó pisadas, pasos que llegaban desde la distancia y se incrementaban, tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tac tac tac tac tac, era su reloj. Las manecillas del reloj que irrumpían en el silencio. Tenía ganas de orinar, se levantó como pudo y se escondió entre cartones y lonas presintiendo lo peor. El hecho de desconocer las razones por las que permanecía allí, encerrado en un aposento gigantesco y sin ventilación era algo más que sospechoso. Las preguntas revoloteaban. ¿Por qué me dejaron vivo? ¿Por qué no me mataron de una vez? Se atemorizó, se descontroló y se escondió.
Sentí como si de repente perdiera algo. Quizás el oxígeno para respirar. Me asfixiaba, te asfixiabas, se asfixiaba. No sé si fue mi imaginación febril que le jugaba una broma a los nervios, pero escuché las sonatas de trompetas. Luego alaridos ensordecedores, galope de caballos y gritos desesperados. En medio de su larga espera no resistía las ganas de fumar. Toda su vida había fumado. En ese momento más que en ninguno requería de un Marlboro para calmarse.

Sólo sentía imprecisiones, un revoltillo de imágenes que llegaban de una distancia remota, cargando aires nostálgicos que proactivaron su maquinaria de lágrimas. Los pasos se acercaban, aumentaban, los gritos eran tan cercanos y humanos que herían sus oídos. Escuchaba también un galope de caballo por un lado, la Quinta Sinfonía de Beethoven por el otro, un estallido de disparos y muertes que él, de alguna forma, logró ver en detalle sobre las lonas que lo cubrían. ¿Qué hice? ¿Qué habré hecho? Las luces del depósito, creía al menos que era un depósito, habían subido el nivel de intensidad y penetraban los cartones y las lonas bajo las que se había escondido. Ruidos. Escuchaba ruidos. Voces de mujeres alegres y carcajadas y risas; luego Beethoven. Cuando trato de distenderme un poco para escrutar la situación desde un punto de vista lógico y racional no salgo del asombro. Tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac. Suda. Sudores. Sudores copiosos, su corazón agitado. La respiración agitada y unas diabólicas ganas de fumar. 30 horas. Pero nadie puede soportar tanto tiempo, es imposible, es imposible, es impensable pero no imposible. Sólo debemos asegurarnos de que los protones estén a la inversa de los neutrones y que los electrones no hagan contacto con la unidad celular del cromosoma X para no arriesgarnos a crearle una fisura cerebral.

Entonces llegaron detalles fragmentados de escenas e imágenes en las que aparecía su rostro risueño y maléfico; vestido de gabán con un cigarrillo metido entre los labios, calles mojadas, velocidad, personas, hombres corriendo con desesperación y él que sacaba de algún lugar un arma de fuego sofisticada y corta y disparaba con precisión y mataba. Los hombres caían muertos, ensangrentados, algunos daban vueltas y se arrastraban por el asfalto mojado de alguna bocacalle, él se arreglaba el sombrero y con la calma de Buda se alejaba del lugar. Se veía en el remiendo de luces incoloras de algún apartamento contando dólares, sacos de dólares, bajos fondos; el submundo del crimen, la sedición y los vicios.
Durante todo ese tiempo, 8 años completos, mató más gente que el virus del SIDA y el hambre en Etiopía. En las calles de Nueva York le temían por sus métodos malditos de eliminar los obstáculos. Luces, chirridos. Voces. Escucho que hablan de mí, palpo esa especie de repulsión en sus palabras; no pertenecía a ninguna pandilla ni estaba afiliado a la Mafia, era un mercenario que hacía sus trabajos de limpieza y luego cobraba en efectivo, y mucho, sin intermediarios. Fue un golpe rudo en la nuca que lo sacó de circulación. Necesitamos mayores detalles, no hay estabilidad, su espíritu libra una batalla de garras con la psique. Sólo destellos.


Volvían sobre su cabeza las explosiones, las muertes sangrientas y las exclamaciones de dolor. Tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tic tictictictictictictic. ¿Por qué la captura para dejarme vivo? Se preguntaba, quería fumar. El deseo irrefrenable lo impulsaba a la locura, porque incluso, entre las lonas y los cartones en que se guarecía crecía el fragante aroma de un cigarrillo encendido.
Las voces aumentaban. Alguien sobaba una pistola, lo discernía por el nítido claqueteo metálico, por la precisión dada por el silencio a los ruidos de menor intensidad. Escuchó su nombre. Una voz de mujer derramada en llanto, en dolor. Luego las pisadas, las brisas absurdas que comenzaron a bailotear en ese aposento-depósito donde las flatulencias arrojadas de sus intestinos no se diluían. ¿Por qué me han traído? Debo ser inocente de cualquier acción endilgada por mis secuestradores, supongo que se trata de un secuestro. Ejecutaba a las personas. Era un negocio despiadado que sólo había visto en las películas de Hollywood: el hombre descuartizaba a sus víctimas, las mutilaba y enviaba a sus clientes el dedo pulgar para sacarle las huellas dactilares como prueba de irrebatible cumplimiento del deber. Hay que inyectar mayor cantidad de AC-15, debemos disminuir la conturbación emocional que lo agita.

¿Qué dolencias presenta? ¿Ha variado su capacidad de asimilación de los acontecimientos? No. Sólo el dolor en la nuca. El dolor en el cuello, en la boca y unas ganas exasperantes de fumar. Bien, mientras presente esa perspectiva hay esperanzas. Los sudores me atormentan, siento escalofríos, mis dientes tiritan y una debilidad apremiante me nubla la cordura. Hombres que corren, saltan sobre verjas, rompen escaleras de emergencia, disparan entre sí, insistentemente, disparan entre sí y las cosas explotan y los automóviles se incendian y las mujeres del vecindario apartan con brusquedad a los niños, los quitan del camino, se meten debajo de las camas, la destrucción es expansiva. Los cadáveres son abandonados en cualquier lugar, la sangre pinta sus rostros, baña sus cuerpos inertes, inmovilizados para siempre. Movimientos estratégicos, cerco policial.
Abren baúles, fundas, bolsas, valijas y encuentran armas, dinero revuelto en fajos gruesos, incontables, interminables. Armas de fuego, cantidades industriales de objetos de uso bélico, arsenales, ametralladoras, pistolas de alta resolución y cañones anchos, minibazukas. La nuca. La boca amarga. ¿Qué hago aquí? Debe ser una estrategia de la gente a la que debo dinero, quieren que pague, pero los esfuerzos son vanos, soy un pobre diablo, un infeliz pobre diablo; estaba en mi casa. O fuera de ella. Supe de inmediato que se trataba de profesionales, de gente curtida en el oficio, conciente de lo que tenía entre manos, en esto no hay nada fortuito, nada se dejó al azar.

Era un matón. En su página negra, su web site personal de trabajos incodificables, lo presentaban como lo mejor de lo mejor. ¿Por qué no me mataron de una vez? ¿Quién soy? ¿Sabes que fue uno de los mejores policías de su tiempo? Cumplía a cabalidad con sus responsabilidades, sin lastres, inmaculado, un verdadero paradigma dentro de la institución. La ambición lo sacó de la fuerza; quería ganar dinero y fortuna, quería ganar dinero y fortuna, quería sacar dinero de su talento, quería recibir dinero por sus habilidades. Ahora vamos al proceso contrario: que los neutrones estén a la inversa de los protones y que la unidad molecular haga contacto con los electrones y el cromosoma X, esta vez el riesgo es necesario.
Siempre fue difícil su vida, esa mutación entre el bien y el mal se registró en el cambio de comportamiento de un policía intachable cuando dio el giro hacia el mundo del crimen. Se convirtió en el germen del cataclismo que lo llevó a la perdición. ¿Es insalvable? ¿Hay alguna esperanza? Me duele la nuca. Me duele el cuello. Me duele la boca. Es la reacción de lo sensitivo. Ahora, entre tantas horas de respirar esta atmósfera irrespirable y contaminada, de esperar impaciente por un cigarrillo para hacer volutas de humo, para disipar la angustia de este calor sofocante y para desviar mi atención de este encierro inexplicable, es que puedo recordar con claridad.

Recordar pero no divulgar. Simplemente decir que hay cosas inconfesables de mi vida que hoy fueron borradas, porque organismos e instancias sin rostro me quieren como proyecto, algo de seguridad nacional. ¿El dolor en la nuca, en el cuello y la sed enfurecida de salir del encierro? No los recuerdo. Ya no los siento. Los pasos se alejan, las voces se han callado y los sudores incontenibles han cesado de repente. Ya no escucharás más el tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tac tic tic tic tic tic tic, fueron extirpadas las angustias y saldrás a la calle en tu formato de hombre nuevo que nunca ha echado un coño, ni pronunciado una palabrota y para fines de una mejor vida tampoco recordarás nada de esto. No hubo habitación, aposento-depósito, nunca fuiste un mercenario...eres nuevo.

Ah...también odias el cigarrillo.

29 noviembre 2006

EL BUEN DESEO DE JOAQUÍN

Cuento de Navidad

Bajas la cabeza y ocultas el rostro para que Joaquín no descubra ese torrente de lágrimas que deja una huella de fuego en tus mejillas. Él ignora que has llorado toda la mañana, desde el amanecer. No tiene por qué saber. El dolor es uno y él, con sus siete años de edad, tampoco entenderá mucho de las razones que tienen los adultos para llorar. Has llorado, llorarás, porque palpas en carne propia lo difícil que ha sido sobrevivir como madre soltera, pobre y sin esperanza, en ese pueblo donde la brisa sopla un polvazo caliente y la lluvia, ni siquiera aparece de vez en cuando.
Has padecido hambre en la piel y el estómago y estás a punto de colapsar. El niño, con sus ojazos negros grandes pasa por tu lado quitado de bulla, porque los niños nunca saben de pobreza y de riqueza, ellos viven, juegan con sus amiguitos, aunque sientan esos gruñidos en sus estómagos, que a veces braman, vacíos.
De repente se detiene. Los niños pueden ser inocentes pero observadores, y según has notado, es un niño observador, observador y curioso. Camina en círculos, imitando los sonidos de los autos que compiten en carreras y acelera, corretea, disminuye, se detiene en seco. Te mira y tú tratas de mirarlo, pero no puedes porque te hiere la tristeza. Él se coloca a tu lado, presiente tu dolor, porque tu dolor está regado en esas cuatro paredes descascaradas de la pieza en la que vives con más penurias que risas y risas.
Mirándolo a él también miras los dos panes duros que esperan a ser devorados sobre la mesa, y el plato de ensalada de mangos verdes que has preparado con algo de aceite de oliva, porque, por lo menos le darás algo similar, remotamente, a una ensalada.
Bien lo decía doña Anastasia, esa anciana enclavijada y huesuda que era tu madre: “no te aloques, muchacha, no andes por el mundo entregándote a cualquier hombre, busca responsabilidad, que los gusticos de cama, después duelen”. Pero tú, naturalmente, eras joven, con ganas y deseos de vivir, no querías estar en la vaina esa de la estudiadera, perdiendo tiempo metida en un liceo, si podías buscar un macho que te mudara y mantuviera.
Doña Anastasia no podía contigo. Tu padre menos. El viejo don José, curtido con el tizne de la experiencia, vivía escrutándote, analizándote. Se desarrollaba tu cuerpo. Tus senos se inflaban y se hacían protuberantes, tus caderas daban a tu cuerpo características de mujer golosa y apetecida, era algo en tu comportamiento: “esa muchacha está viviendo con un hombre”, le dijo una vez, de manera cortante a tu madre.
Cuando saliste embarazada no hubo forma de contenerlo:
-¡Se va de mi casa, carajo!
Doña Anastasia, con algo de esa sensibilidad desempolvada de madre, intentó intervenir:
-No puedes echarla, ¿de qué vivirá?
-Que busque al vago que le aventó la barriga y la mude.

Ya no hay vuelta atrás y Joaquín está ahí, a tu lado, llenando esos espacios desolados con su risa de niño avispado. Que te mira. Quiere decir algo; algo y si fijas bien tus pupilas en las suyas te darás cuenta de que quiere decir algo coherente. Es el temor. Te embriaga el temor ahora: ¿y si pregunta algo para lo cual no estás preparada? ¿Si hace alguna de esas preguntas fundamentales, qué le dirás? No le dirás que su padre es un tecatico de Ciudad Nueva, que cuando supo del embarazo huyó a la tierra de sus tíos en Dajabón y se escondió entre los montes, y nunca quiso saber nada de él, de ti. Realmente no estás preparada para responderle. Sólo lo retratas con tu mirada y ves ese rostro de ángel, tan parecido a tu padre que es su abuelo y que nunca quiso saber nada, para no involucrarse, tampoco quiso que visitaras a tu madre, doña Anastasia estaba muy enferma y “ tu no me la matarás, maldita”.
Aunque lo has intentado no has logrado aligerar la carga. ¿Qué puede hacer una mujer que no sabe hacer nada, que no sea planchar, lavar o fregar en alguna casa de familia? Ya no hay manera de devolver la cinta. De hacer un stop a esa historia triste que cuentas sin mover los labios, esa historia triste que tu hijo está a punto de descubrir, porque se ha colocado a tu lado, con su pantaloncito corto marrón y su camisita de cuadros azules, obsequio de alguien que hoy no recuerdas y temes que abra la boca y haga una pregunta reveladora sobre tus padres, sobre sus abuelos, sobre su familia.
Joaquín vuelve a hacer con la boca un ruido de motor Yamaha, antes de acelerar y correr alborotado por toda la pieza. Los demás niños juegan frente a sus casas, también corren, sus madres han comprado algunos pollos para asar, otras guisan espaguetis y preparan arroz blanco, porque sus maridos han utilizado la poca ganancia de las chiripas del día, junto a otros ahorritos, para cenar en esa noche especial.
“Tanto que te lo dije, no jodas en la calle para que no sufras, muchacha”, le escribió doña Anastasia hace dos días, cuando le mandó un sobre con veinte pesos para que se ayudara en esos días festivos.
Tu padre no quiere saber nada. De noche se sienta en la entrada de la casa, bebe ron a pico de botella y te maldice, “esa vagabunda del diablo, no sirvió para nada”, dice cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo.
Ya no puedes ocultar más el llanto. Has desfigurado el cartón azul que llevaba impresa la imagen de la virgen de La Altagracia de tanto acariciarla y tu niño ha visto fijamente esas mejillas ardidas, con el fuego de las lágrimas, porque hoy es un día especial y no tienes lo más mínimo para brindarle, más que esos dos panes duros que amenazan sobre la mesa.
Las mujeres de los alrededores lavan sus casas, echan agua a sus plantas y reciben a sus maridos que se sientan en las salitas a echarse los tragos, a descansar y hueles la brisa, una brisa caliente que hoy ha variado ligeramente y tú te abrumas y lloras. Entonces, él, Joaquín, el hijo de tus entrañas, se acerca y por fin, mira hacia todos los rincones y suelta lo que tanto ha querido decirte:
-Feliz Navidad, mami.

25 noviembre 2006

No estás aquí

Me han dicho que no estás aquí
no estás aquí y todo se desvanece
se disipa como un golpe de aire
o de espuma o de silencio
o de bramido líquido.
No estás aquí y todo se desvanece
se deshace en una existencia
jamás existida ni soñada ni
mentida: falsa como la más falsa
de las falsedades de los
hombres y de la vida.
Me han dicho que dejaste de ser tú
para transformarte en lo que otros
piensan que eres
para despojarte de aquellos
que éramos más allá del labio astral
de tus besos y tus caricias blanquecinas
para despojarse de aquellos
que se comportaban como chicos sin sesos
en la entrada del subway.
Me han dicho que no estás aquí
y el aliento gélido del recuerdo
llega de golpe, como un golpe
de nieve lanzado a tu rostro
que fue el mío y luego de ambos
a la vez.

12 noviembre 2006

Espero

Me entristece verte así, como estás hoy, con el rostro lleno de sombras y los labios apretados, extenuando el aliento; matando esa risa tan tuya que, según creí, alguna vez fue mía. No puedo siquiera suponer que la distancia se extenderá sobre nosotros y marcará sus huellas hirvientes, por las brasas de las lágrimas, en este pedazo de existencia, que un poco dejó de ser vida cuando lo decidiste: partir desde el principio de nuestros amores y llegar al irreconciliable cerco de la separación.
Junto a ti, a tu recuerdo, quiero decir, me unto de esa nostalgia que irrumpe en la maquinaria de mis sentimientos y remueve las hojas secas de este árbol caído, dañado y sin sangre circulando que soy yo desde el ángulo no fortuito, sino premeditado de tu silencio.
Porque fuimos juntos muchas partes de ambos y de nosotros dos sin dividirnos, premeditándonos en cada movimiento, en cada mirada entrecruzada y en cada beso viajero que se enredaba más que a la lengua infinita de nuestros humores, al pánico agradable del descubrimiento de los primeros planos del amor o del sexo, de la lascivia y de la humanidad que nos arrastraba hasta sofocarnos en las sábanas blancas de las unificaciones y los bramidos y los resuellos desencadenantes de la hombría y la mujeritud que irradiabas en cada vapor de tus poros y tu piel.
Y ahora te decides a abandonar aquellas cosas impensadas, aquellas cosas que nos definen a los dos como si ambos fuéramos uno solo, que palpita y se desencadena en nosotros mismos, porque la confusión tiene sus momentos y los exalta y los enrosca y los envuelve en los abismos telúricos del daño y la traición.
Pero yo estaré allí, situado en el mismo lugar. Frente a la mesita de madera caoba donde montaba la copa de ron con Coca-Cola y fumaba mis cigarrillos precisos, escuchando quizás un poquitín la voz candencisa y desembarazada de José José y su anda y ve, te está esperando anda y ve, no lo hagas por mí, que al fin y al cabo, sólo soy tu amigo. Anda y ve, te veo nerviosa, anda y ve y que sientas con él, lo que en su día, tú sentías conmigo...
Mi trago que cae, se desliza por mi garganta, lenta y despaciosamente, mientras te espero y espero que dobles el rostro y olvides esas ideas y que esas ideas no sean malas ideas sino buenas ideas, al menos vinuculantes, memorativas, llenas de recuerdos del presente y de esos presentes que aún el reloj y el tiempo no han provocado.
Así que espero, espero.

11 noviembre 2006

La última evocación

Nunca, como en ese momento, deseó tenerla tan cerca. Un viento frío de nostalgia y evocación se metió primero en su estómago y luego en sus entrañas. De repente su mente quedó despejada: la necesitaba a su lado. Sólo para amortiguar el vacío y las brumas de esos últimos 80 segundos. ¿Por qué ahora? ¿Para qué la necesitaba en un momento tan crucial en su vida? Era una locura. Más de 25 años respirando su transpiración medicamentosa, contemplando su rostro señorial y escuchando las insufribles tonadas de sus ataques de tos en la madrugada, casi sufriendo un suplicio que sólo las escapadas milagrosas a los recintos prostibularios de ocasión amortiguaban.
Ella, su esposa, una de esas mujeres que en la juventud gastó su belleza y su vanidad en complacerlo en todos los caprichos y que, posteriormente, cuando el paso del tiempo dejó marcados estragos en su piel y en su espíritu, la calle, la vida alegre y las mujeres fáciles, fueron el precio que con su hombría imponente, pagó el inefable Federico Navarro.

Se convirtió en un hombre de la calle. En las noches, específicamente los lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábados, salía en su automóvil Lincoln negro y rechinaba los neumáticos, quemando el asfalto de las avenidas nocturnas y penetrando en los barrios céntricos de la ciudad, donde las mujeres, rebosantes y hermosas, feas, raquíticas o escuálidas- no había distinción- lo esperaban para, sin muchos ruegos ni esfuerzos superfluos, abrir sus piernas y darle, a cambio de buenos fajos de billetes, los placeres que ya no encontraba en el hogar.
Esa rutina, como se dijo, consagrada de lunes a sábado, era suficiente, pues los domingos estaban destinados a vomitar durante horas y a tratar de librarse de las resacas faraónicas que le cuarteaban la cabeza.
A pesar de su ingratitud en el hogar, odiaba a doña Miosotis Merejo de Navarro, su esposa, porque nunca pudo darle un hijo, aunque doscientos quince ginecólogos, refrendaron en todos esos años de búsqueda infructuosa que ella se encontraba en perfectas condiciones para la concepción. Permaneció atado al lazo matrimonial porque convenía a sus sagrados principios éticos y morales. En los minutos que pasaba en la casa la ignoraba. Sólo intercambiaba las palabras elementales y en una de esas madrugadas de domingo llegó a desear que un acceso de tos se la llevara definitivamente del mundo.

Ella nunca lo entendió ni entendió su actitud. No podía asimilar que él, que había desplegado esfuerzos inauditos para que la encumbrada familia de ella lo aceptara y aceptara que la hija unigénita se marchara vestida de mujer en sus brazos, tantos años después la rechazara con tal fiereza.
Ella se mantenía tranquila. Recibía en la casa a sus amigas de la alta sociedad a quienes atendía por su incondicional apoyo en las buenas y en las malas: “Miosotis, yo no quiero intranquilizarte, pero Polanco, el mecánico de Arturo, me dijo que vio a tu marido borracho, como con quince mujeres en el Malecón.” le decía Juana Aquelarre, una de sus más íntimas amigas, tan sincera y celosa de los engaños contra sus seres queridos. “Ay, pero Dios mío, lo levantaron de entre un charco de vómito y mierda, el muy asqueroso amaneció como un perro con el carro atravesado en el bulevar de la 27”, le recitaba Jacinta Paniatowska, sin el deseo de sembrar la discordia en el corazón abrumado de Miosotis Merejo.
Ella, con sus ataques de tos no había dejado de fumar nunca, y a veces, con el pretexto de cambiar las zapatillas, subía hasta su alcoba y lloraba, luego señalaba que el humo le irritaba los ojos.
A Federico Navarro le importaba poco el sufrimiento de su esposa. Tampoco le interesaba guardar las formas frente a la sociedad, porque consideraba que en su seno reposaba como en ningún otro lugar, la tara de la hipocresía.
Sabía llegar a las fiestas de los clubes exclusivos de la calle San Agustín y romper la melancólica monotonía en los conversatorios sostenidos por los ejecutivos de importantes corporaciones, con los chillidos y vociferaciones vulgares de las mujeres pornográficas de las que se hacía acompañar y, en ese plano, armaba los más sonados escándalos que eran el festín de los diarios y medios de comunicación presentes.
Muy tarde Federico Navarro comprendió que su esposa, lejos de ser una mujer anodina y sin carácter, poseía una fortaleza única.
Había sobrevivido a él. Con estoicismo, en silencio; sin romper un solo plato. No supo qué hacer: no tenía calidad moral ni siquiera para desear que en ese momento estuviera presente: pero la evocó sorprendido, le hacía falta, por primera vez en la vida, transpirar su aliento alcanforado.
Los 80 segundos transcurrieron . Miosotis no estaría junto a él. Las cosas se nublaron, se hacían espesas a sus ojos. Fue cuando la llamó. Desvalida, humillada y olvidada siempre. Mi Miosotis. Nunca como en ese momento deseó tenerla tan cerca, era un momento crucial en su vida. Deseó con todas las fuerzas de sus pulmones tenerla a su lado para pedirle perdón, para decirle que había sido un canalla, para reconocer ante ella su mezquindad.

La imaginaba. Seguro estaba en la casa, sentada leyendo el libro de los salmos en silencio y reflexión. Sus ojos se apagaban. Oscurecía.

REPORTE POLICIAL
El empresario Federico Navarro fue encontrado muerto en una de las habitaciones del hotel Cuasimodo Imperial, ubicado en las afueras de la ciudad de San Agustín del Río.
Al momento del hallazgo del cadáver los agentes de la Policía Nacional que patrullaban la zona en su rutina nocturna, informaron que junto a él había una botella de ron semivacía , una cajetilla de cigarrillos Marlboro sin abrir y varias monedas de cinco y un pesos.
La Oficina Nacional de Patología Forense, previo informe del Departamento de Balística, manifestó que el nombrado murió de inmediato por el impacto de un disparo en el pecho, que atravesó su corazón y dañó otros órganos vitales.
El arma utilizada corresponde a un revólver calibre 38, que había sido robado a un oficial de la Marina por la conocida como Juana La Treceojos, quien fue detenida luego de haber confesado la comisión del crimen por razones pasionales.

Sin mayores ponderaciones, por la contundencia de los resultados de la indagatoria, esta comisión sugiere traducir a la acción de la justicia a la inculpada, atendiendo su naturaleza reincidente con amantes que siempre resultan ser hombres ricos o políticos reconocidos.

10 noviembre 2006

El Regreso sin retorno

De ella había olvidado casi todas las cosas. Así lo confesó mientras bebía un café humeante en uno de los bares semioscuros de la ciudad colonial. Sin embargo, algo en su memoria luchaba por recordar su rostro. Cómo olvidarlo si su memoria era un ejemplo de capacidad portentosa, capaz de grabar imágenes, retratos superficiales que carecían del valor anidado en otras vitalidades como los olores, los lugares recorridos, las esencias respiradas en una habitación y las historias que tanto el espíritu como los instintos se empeñaban en crear, ¿o recrear?
Es por ello que al contemplarla- penetró al viejo café en penumbras, zambullida en un amago de timidez jamás admitida-, sólo levantó la cabeza por 30 segundos y luego la volvió a la taza de café capuchino humeante, con una sonrisa más de repudio, conmiseración y lástima que de alegría.
De todas formas su mirada era algo similar a una pared de concreto armado y las cosas estaban guardadas, metidas en un baúl sellado con el fierro del tiempo y con la desidia tormentosa de la voluntad.
Ella no lo había entendido. Cuando descubrieron su arribo a la Calle Veinte Piramidal del viejo barrio, los amigos comunes de aquellos tiempos insólitos se lo advirtieron con todas las fuerzas de su corazón: “no lo busques, ese hombre jamás volverá sobre los pasos que hace rato desanduvo”.

Era cierto. Se trataba de uno de esos intelectuales que vivían enterrados en sus proyectos literarios y filmográficos; un realizador que escribía y montaba sus historias para sumergirse, para ir lejos y no regresar a la realidad de los seres humanos. Ya no era ese hombre que una vez estuvo dotado de esa capacidad alucinante de amar a una mujer y que en ese momento, si se atrevía siquiera a pensar en el desenlace pagado por su entrega, perdía parte de aquello que, ocho años atrás, quedó bajo los escombros de una montaña de dolor apenas superado.
Es por ello que, aunque en un manotazo de lucidez reconoció gráficamente su rostro, no le confirió la más remota importancia y permaneció indiferente, abstraído, como siempre, en sus meditaciones condimentadas con el humo del cigarrillo.
Ella había olvidado. ¿Simulaba que había olvidado? Y él, absorto en mayores preocupaciones propias de sus características unipersonales, de su yoísmo incubado por el tiempo, no quería hacer el menor esfuerzo por recordar y, podía jurarlo, no lo haría, no movería un solo pensamiento para que se abriera una brecha de posibilidad.
Ambos habían vivido una vida de delirios y pasiones reconcentradas, nosotros éramos la uña y la carne del gran dedo del amor.

Nos amábamos, al menos yo creía eso, estaba consciente de sentirlo así, de creer que ella era la indicada, la mujer señalada por el destino y por Dios, porque sus características y perfiles de diva liberada, independiente y con ideas propias, la hacían propicia para cumplir mis propósitos en la vida.
Ahora te rechazará. Ya no es como antes. Antes tú, una aspirante a actriz con deseos e intenciones de modelar un cuerpo y un talento claramente dudosos en el cine y el teatro, y él, un incipiente escritor con mil historias y garabatos entretejidos para armar en escena, hacían una pareja infranqueable, arrebatada por las ansias de triunfo y de éxito.
Por supuesto que aquella misión sólo él pudo llevarla a cabo, aprovechando las oportunidades dejadas por otros. Pero debe entenderse.
Se trataba de un mundo diferente, de unas ideas que retrataban una circunstancia y una coyuntura dominada por la Guerra Fría y las utopías inalcanzables y por alcanzar. Por eso te marchaste, renegando de las andanzas y de los caminos recorridos, de los sueños empalmados por ambos, de las calles lluviosas del barrio y del parque en cuyos árboles mayores nos juramos permanecer juntos en las buenas y las malas.
Las malas significaron más para ti ; te dejaste vencer, caíste arrodillada. Claro, debías vivir, debías subsistir y mis ideas no eran capaces de alimentar tu estómago ni de proporcionarte las galas doradas que sólo el señor dinero es capaz de comprar por encima de coyunturas.


Por encima de las ideas y de esa mierda turbia que dieron en llamar ideología. Le decían Laura. Hermosa mujer. ¡Cuánta perfección! , sus muslos ¡Cuánta piel viva! La probaron en una gran diversidad de roles y algunos productores incluso la contrataron después de deleitarse con la fragorosidad agridulce de su sexo y las convulsiones madrugadoras de orgasmos prolongados e irrepetibles. Todo por llegar a la fama, decía ella. Bien me gozaron, bien me estrenaron, pero valió la pena, valió la pena, valió el tiempo y valió la gloria.
¿Recuerdas cómo lo dejaste? Se inició con una tanda de sueños, fue coherente en cubrir desde el principio todos los pasos para construir historias, que por su valor humano y perceptivo concitaron apoyo en las plazas donde se exhibían las cintas. Trabajó en las esquinas más populosas de la ciudad, en los oficios más demoledores; fue vendedor de frutas fragmentadas, cortador de carnes exudadas, encendedor de fuegos bucales y mago de amaneceres inciertos en el Malecón, todo, de manera decidida, para costear sus sueños de grandeza creativa. Ya era famoso. Soñaba con llevar a la pantalla historias de hombres , con el único efecto del llanto y la risa para herir la sensibilidad de los espectadores. De modo que, lo veo difícil. Para él quedaron borradas las nostalgias, las rememoraciones con sabor a recuerdos.

Y ni siquiera los momentos definidos alguna vez por ambos como próximos al encadenamiento apasionado pueden hacerlo rectificar.
No quiere recordar nada de ti, te borró de la faz de su mundo.
- ¿Y si recordamos aquellos momentos juntos?
-De nada servirá.
-Pero es un hombre abierto a los cambios y a las ideas nuevas, es liberal. No tiene prejuicios.
-Él te dijo eso en un tiempo. Pero olvídalo. Nunca lo creyó ni estuvo de acuerdo con ese liberalismo del que hablas.
-¿No puedes convencerlo?
-Sabes o debes saber que es imposible. ¿Ya no lo recuerdas? Su determinación es indoblegable. Tú deberías saberlo.
Laura, Laura, despierta. Recuerda mis labios con los tuyos, recuérdalos en tu boca, en tu cuello, en tus mejillas; recuerda su descenso por tu cuerpo acalorado, por tu busto, por las exuberancias de tus pechos, de esos senos, de esos pezones. Despierta que tu cuerpo suda, tus poros fibrilan azúcar, despiden néctar, me hacen enloquecer, me aturde el olor de tu sexo y me condensa los sentidos el sabor a melón de tu boca, recuérdame. Éramos así. Discutíamos hasta el amanecer si tal galardón fue adecuado o no, si tal actor merecía ese reconocimiento especial y si la academia se prejuiciaba o no por actitudes políticas o inclinaciones de por vida de los actores y las actrices escogidos o nominados. En esas discusiones fluía el reverbero de las cervezas, las montañas de colillas de cigarrillos se amontonaban y las madrugadas se detenían en un punto intermedio en que las horas se inmovilizaban. Despierta. Ábreme a los portales de tus deseos y regrésame a la seducción de tus axilas, de la piel sobre la piel, de las brisas y los estertores después de revivir cada muerte del éxtasis. Recuérdame en tus silencios, en tus relinchos de mujer amante, mezcla de sudores azucarados, de movimientos extenuantes, de posiciones indeseables y paradisíacas, Laura no olvides, Laura envuélveme, tráeme a tus atascaderos y devuélveme la gloria, Laura, Laura.
He regresado. Tantos años desperdiciados en una equivocación sin tiempo que desgarró cada minuto de mi vida. Jamás podrá perdonarte. He visto tantas humedades, lluvias y muertes diluvianas que mi capacidad de asombro fue relegada a un estado de sitio, a un punto convulso de olvidos insalvables. ¿Te conozco? Creo que, vagamente, tu rostro se hace conocido. Debió ocurrir hace mucho tiempo, ¿cierto? ¿O sería en uno de esos filmes malos y caseros exhibidos en el cine independiente? Pero delira, dice reconocerme vagamente.

Experimentó invariables experiencias. Experiencias disímiles y desahogos que a lo mejor no fueron otra cosa que una reacción a tu partida. ¿Te conozco? Estás parada ahí, obstruyendo la imagen de quietud y recogimiento buscados en este lugar y sólo en este lugar. Nunca quiero, jamás lo deseo, que me molesten. Sólo vengo a tomar mi café y de vez en cuando a ligar uno que otro trago de ron para difuminar los espectros de cualquier pasado no apetecido.
-Intercede, por favor. Habla con él, puedes hacerlo porque eres su mejor amigo. Estoy segura. A ti te escuchará.
-He conversado con él cuando ha habido crisis. En momentos de intolerancia política y de incomprensiones que han puesto en vilo sus intereses, y lo he convencido de tomar la decisión correcta, pero esto, esto es diferente. De pronto la mira. Se quita los anteojos y esgrime algo parecido a una sonrisa. La reconoce ligeramente. Nunca olvido un rostro, porque vivo de grabar imágenes, de retratar facciones, aunque no recuerde otra cosa. ¿Me dices que tu nombre es Laura, Laura, Laura, Laura? Si, soy Laura. Me han dicho más de mil veces que no me aceptarás; que después de tantos años se han frisado en tu memoria, como paredones de fuego y de olvido todas aquellas cosas, partículas o esencias que huelen a mí.
Tu memoria está en blanco y sin embargo, noto una irresistible locura en tu expresión. Has querido olvidar, las ilusiones, ¿las recuerdas?

Caminábamos por las calles de la ciudad intramuros , y tú, con tu pantalón fuerte azul y la chaqueta de cuero y yo con mi blusa provocativa y descarrilada, éramos dos locos con la juventud bullendo en las arterias. ¿Recuerdas? Comprábamos flores en cualquier esquina, rosas, orquídeas y las dejábamos pétalo a pétalo detrás de nuestros recorridos. Nos arrinconábamos en cada esquina y en cada punto donde las brumas permitían que aflorara eso que, lamentablemente parecía algo más que un capricho. ¿Recuerdas que nos queríamos en cualquier lugar, sin importarnos quiénes éramos ni quiénes eran las personas que ambulaban por esos lugares recónditos? ¿Cómo decir y hacer lo que es cierto de toda certeza? ¿Cómo olvidar momentos de tanta intimidad, de auscultarnos hasta los tuétanos como dos perfectos gozones del sexo y de la lascivia?
De pronto la mira. Se despoja de los anteojos y limpia los cristales despacio, con una calma casi desesperante; desesperante. Sonríe. El humo de cigarrillo flamea sobre su rostro. Las líneas circulares se despiden del tabaco con la misma parsimonia que utiliza él para hacerse el importante, o por lo menos ignorarla.
-¿Quién eres mujer?- le preguntó con la ligereza más auténtica de todos los tiempos- ¿Qué deseas? Dime, ¿qué buscas? ¿Por qué destapar una botella del pasado que no traerá nada bueno a ninguna de las partes?

Sabes que es una mujer grandiosa, que juntos ustedes eran seres multiplicadores, ejemplos de unión y de sentimientos diáfanos. Lo siento por ti, ese hombre no busca nada en su subconsciente, no hace el menor intento por recordar, por abrir el conducto de la sensibilidad y dejar salir el deseo y el recuerdo, pero es injusto, todos tenemos derecho a una segunda oportunidad; para ti no hay otras oportunidades, para ti no hay otro chance, debes hacerte a la idea de que aquellos años quedaron sepultados, bajo tierra, bajo tierra. Luces, personas tropezándose al caminar en el café. ¿Qué es lo que lo abstrae de la realidad humana? ¿Del perdón? Está concentrado en sus proyectos. No tiene conciencia ni tiempo para nada más. Es injusto que me hagas esto, ni siquiera has tenido la generosidad de prestarme atención; me has ignorado, me has avasallado, ¿quién crees que soy, quién crees que eres? ¿En serio buscas respuestas? ¿Deseas saber lo que pienso? Te despedazará si lo presionas mucho, al decir la verdad de su corazón suele ser inclemente, ¿quién te has creído con esas ínfulas y ese ardor de prepotencia? ¿Quieres saberlo, Laura, Laura? Quizás estás aquí, quizás no, depende de lo que creas por realidad, pero daré esto por terminado. Terminaré esto de manera abrupta, sin sentimentalismos. Quizás soy tu pasado y tú no eres mi presente, o tal vez, Laura, Laura, eres un personaje de ficción...y yo, Laura, Laura, el cagatintas que termina aquí tu historia.

08 noviembre 2006

Valores de la Literatura

Me he convencido de una cosa: la Literatura está influida de unos valores externos e internos que de una forma u otra obligan o responsabilizan al escritor, a tener en cuenta que una novela, un cuento, un poema o un ensayo, no pueden ser escritos sin el rigor técnico que ambos, desde sus propias perspectivas, implican.
No es que tomemos el formulismo del academicismo técnico para resaltar esos valores a la hora de escribir un libro o de entretejer la maraña primaria del argumento en el caso de la narrativa y de la sustancia esencial en el caso de la poesía y el ensayo.
No significa eso, porque el escritor verdadero más que formulismos academicistas y teoría científica debe escribir, y hacerlo bien no sólo ante la crítica sino ante el lector, que sabe deshacer de un golpe la magia que muchos encuentran en los egos crecientes.
Esos valores internos y externos que posee la Literatura tienen que ver con la naturaleza misma del texto,la concepción intencional que ha tenido un escritor a la hora de "idealizar" su objetivo.
Del mismo modo, esos valores de la Literatura, deberán definir su ámbito de acción o el aliento temporal al que aspiran para no quedar fuera del hueco histórico. Es decir, la Literatura originada por el escritor debe buscar la forma de desintegrar los accesorios,las formas a veces extraliterarias del texto, para concebir una obra no puritana, pero sí alentada en su esencia sustancial, aunque esta apreciación parezca exagerada.
Al mismo tiempo en que desmenuzamos esos valores externos e internos, debemos ir definiéndolos. Hay una poesía secular, otra lírica que busca el camino de la mitología y otra el misticismo. En en el caso de la narrativa, un autor debe partir de una concepción, de una raíz conceptual, o lo que es lo mismo de una corriente temática, más allá del simple caso ideológico, para dar cuerpo a su obra.
Hablando con el presidente de la Academia Dominicana de la Lengua, doctor Bruno Rosario Candelier, recientemente, éste intelectual criollo me entregó uno de sus libros en los que, como fundador y líder del Movimiento Interiorista de la Poesía, la Narrativa y la ensayística, un escritor aprende que se necesita partir de una concepción de plataforma conceptual de la obra.
De igual forma, en el ensayo de largo aliento recogido en el libro Creación Cosmpoética, del referido autor, se nos revela que la Literatura, aunque él se centra más en la poesía, posee un aliento cósmico, de creación universal que sobrepasa la capacidad externa del creador de la obra.
Es importante para el poeta retomar el influjo de la naturaleza para llevar a cabo su texto; la naturaleza conjugada con la creencia de que existe algo mágico, grande y desproporcionado que nos supera como creadores.
También es necesario que el narrador asuma un compromiso con la Literatura, no el, compromiso de las ideologías de otras décadas ya superadas, cuando se escribía, incluso, de manera panfletaria.
Es el compromiso con las nuevas modalidades sin perder la convicción del fondo filosófico.

No escribo para todo el mundo

Cuando decido publicar parte de mis textos en este blog, destinado en esencia a ser un vehículo difusor de mi literatura personal, lo hago porque es necesario sacar de adentro toda esa corriente que transita por mi sangre, para satisfacerme a mí mismo y a los lectores que me dispensan el favor de su atención.
Los que ejercemos el oficio de la Literatura estamos en la obligación de no quedarnos callados, de expresar nuestras ideas y de hacerlo de la manera más humilde posible, sin que con esto pretendamos mostrar una percepción confusa de cobardía o de genuflexión. El comentario viene a colación por los criterios expuestos por algunos de mis lectores. Unas veces me veo en la obligación de suprimir algunos, no por la inclemencia de los ataques hacia mis textos, sino por respeto a los verdaderos lectores.
Veo en este blog la posibilidad de publicar mis textos eminentemente literarios. Ni siquiera he querido desvincular su naturaleza con artículos periodísticos de actualidad noticiosa, como periodista que soy y que, gracias a Dios, me gano la vida hace más de ocho años, mala o medianamente, con los esfuerzos del periodismo, las crónicas y las entrevistas, es decir, con mi pluma. Y veo esta posibilidad como una alternativa educativa, por lo que no puedo responder a criterios agrios y ácidos de lectores inconsecuentes, que al menos, aunque sea para lanzar sus dardos me prestan atención, por lo que no puedo rebajarme hasta sus niveles, porque pretendo que este espacio sea fuente de educación, para quienes inician el camino.
Un blog debe tener como premisa fundamental la interactividad en el espacio, la formación de comunidades que además opinen sobre temas ligeros. Mi intención sin embargo, sale de esas pretensiones. Me gustaría escribir, para que otros lean y para que otros escriban, pero que escriban Literatrura. La red puede ser maravillosa en ese sentido.
Nunca me veré inclinado ante la insidia que desean imponer los vagos, nunca me veré arrodillado ante la cáfila de seres malignos que serpentean por este mundo amplio que es la supercarretera de la Internet. He descubierto que si bien la mediocridad campea con fuerza imbatible por estos lares, que hoy día se produce y consume de manera furibunda una literatura basura, sin la más remota presencia de la expresividad literaria ni su sustancia esencial y efectiva. He descubierto que hoy, a diferencia de otros tiempos y con el pretexto maldito del postmodernismo, una pléyade de aficionados oficiantes se lanzan al mundo editorial, con el consabido rechazo, por supuesto, de los lectores reales y que otros tantos intentan publicar sus arrebatos, que en la mayoría de los casos son verdaderos atentados contra el arte, la Literatura y la pasión literaria.
Lamento decirlo, pero creo que el exceso de vínculos y canales abiertos han contribuido en buena parte a esa masificación de la cultura. Hay verdaderas amas de casa escribiendo y publicando en portales de Internet; claro que la digna condición de ama de casa no le quita peso a la creatividad, pero tampoco podemos enfilar el camino hacia una ruta transgresora, en la que todos escriben, sin distinguir siquiera lo más elemental del difícil arte de la palabra.
No hay una edad para escribir, es cierto, pero más cierto es que el tiempo y la práctica larga y constante son las que determinan la calidad en un escritor y en su quehacer cotidiano. La madurez se logra con el tiempo con la praxis, como dicen los teóricos y nadie puede inventar, a menos que se trate de un genio de corto plazo, pues los genios son aquellos que trabajan y maduran con el tiempo.
Los genios no salen de lámparas mágicas ni de escuelas de retazos humanos.
Mientras, yo me muestro contento y por lo menos saludo la presencia de aquellos que se pasean por este, mi espacio, que es el de todos.

31 octubre 2006

Hay que seguir los consejos

Es cierto. He comprobado últimamente que el mundo editorial se torna cada vez más difícil para los escritores noveles que no encuentran la forma de romper las barreras y llegar, por lo menos al sueño de ver sus libros publicados. Y no justifico el apresuramiento ni la falta de valor literario de un gran montón de esas obras que producen jóvenes con aspiraciones, que como me dijo una amiga, están engañados por su propia vanidad y esa misma vanidad los enceguece, pues creen que recibir unos cuantos elogios, a veces interesados, justifica que se conviertan en padrotes de libracos y porquerías literarias sin ningún tipo de valor artístico.
Yo mismo no podía entender esa situación: me decían los que saben del asunto, o lo leía de aquellos que saben del asunto, que cuando uno escribe una novela, un libro de cuentos o un poemario, lo más recomendable es poner a reposar ese material escrito por un tiempo prudente. Luego de ese reposo lo más conveniente es buscar un escrutinio sincero y sin lisonjas entre los amigos y los familiares, quienes nos darán sus puntos de vista. Luego la fase misma de corrección y limpieza del texto, son fases lineales y paradigmáticas que debemos seguir, como forma de ir perfeccionando nuestras técnicas, porque la Literatura es, en mucho sentido arte y técnica.
Muchas veces hay aprendices de escritores que no acatan los consejos de quienes poseen mayores experiencias y mayores conocimientos, mayor apreciación de la teoría y la práctica literaria, se les toma en cuenta para leerlos, se pierde tiempo en la búsqueda de razones para encaminarlos, pero, insuflados por esa falsa dignidad de los inmediatismos, no hacen el menor caso y se condenan al fracaso. Es seguro que un escritor no adquiere niveles de calidad ni de reconocimiento si no perfecciona su estilo, maneja los criterios elementales de la lengua, domina la gramática en sentido general, porque es ahí donde se alimenta la creación literaria, no en la soberbia ni en los avasallamientos ególatras.
Mucho se critica a las editoras grandes que viven explotando un negocio más que un espacio consagrado a la Literatura y a la poiesis, se les acusa de bárbaros y mercenarios mercantilistas, pero, a la hora de la verdad, muchos de los autores que propugnan por ser publicados no reúnen los requisitos fundamentales para superar una criba seria.
Recuerdo un caso. Yo era un aficionado de las letras, todavía lo soy, pero con un poquito más de madurez, y redacté un cuento, envié una copia a uno de los mejores cuentistas dominicanos de todos los tiempos, Virgilio Díaz Grullón, gran narrador y maestro de jóvenes generaciones, ya fallecido. Me visitó personalmente a la empresa donde yo laboraba-nunca supe cómo averiguó la dirección- y me entregó el texto que parecía un arbolito de Navidad, lleno de correcciones hechas con un bolígrafo rojo.
Me dijo: Cuida la acentuación, cuida los puntos y las comas, esa es la parte técnica que debe dominar el escritor.
De manera que no es un capricho. Cuando le entregué el manuscrito me creía que "me la estaba comiendo" y sí me la estaba comiendo, pero la mierda. Uno nunca sabe nada hasta que alguien nos explica, Es bueno que los jóvenes y, coño, yo no soy ningún viejo, sepan acoger los consejos, porque así hasta las editoras nos harán caso.

28 octubre 2006

Internet nos ha salvado los sueños

Ya no hay vuelta atrás. Los escritores podíamos alegar hace unos años que estábamos condenados al ostracismo o al anonimato absoluto, por el difícil acceso al mundo editorial y las dificultades que de manera formal se plantean a la hora de intentar publicar algún texto literario.
La salvación ha sido Internet. Ese mundo amplio, la supercarretera digital ha creado el mecanismo para que un autor, aspirante o escribe cuartillas se comunique con miles de ciudadanos de todo el mundo, sin la necesidad de atravesar por una rigurosa criba selectiva, que siempre estará supeditada a los gustos y subjetividades de lectores profesionales de casas editoras.
Comparto el criterio esgrimido por muchos de que Internet permite que se publique todo sin una cualificación real de los contenidos y por eso tanta basura disfrazada de literatura, tantos seudoescritores llenando el espacio de bodrios y tantas conspiraciones contra la salud de la novela, la poesía y el cuento en sentido general. La masificación que permite Internet es un arma de doble filo. Permite que el escritor-vamos a ser caritativos y entendamos como tal a todo el que escriba con pretensiones literarias independientemente de sus valores intrínsecos- tenga la posibilidad que se le niega en el mundo editorial tradicional.
Las grandes casas editoras tienen un gran compromiso con sus accionistas y con los suplidores y con quienes producen la distribución y hacen las veces de entes corporativos, porque se trata de un negocio y un negocio desolador porque la Literatura debe ser buena, comercial y además responder a ciertos criterios extraliterarios, como son las apetencias de los propietarios, administradores y empleados. Es una maraña compleja. Literatura no es leche ni es pan ni es arroz frito; es Literatura y venderla es difícil, Lamento hablar así, ya que yo mismo soy un escritor que publica la mayoría de producciones en Internet, pues, nadie me hará acudir a la autoedición, ya bastante trabajo es concebir el libro, escribirlo, para también sufragar los gastos de su alumbramiento.
Lo que quiero decir es que la supercarretera es un gran invento para los creadores literarios. Incluso puedes transformar tu blog en una página web con ciertos recursos económicos, pero de manera primaria, un blog o un portal como Yoescribo.com, permite que uno se exprese. Permite ver la página, en este caso electrónica, en blanco y luego llena con nuestras creaciones malas, buenas, perectibles, pero creaciones al fin de cuentas.
No importa la cantidad enorme de malos escritores y malas escritoras, de gente que escribe sin saber distinguir lo que escribe de lo que no escribe, sion saber que sus producciones, en la mayoría de los casos no sirven para nada, pero están ahí. Pueden decir que sí, que existe una gran pizarra en la que se puede hacer literatura. Y hasta ahora, es lo mejor que ha podido ocurrir.
Lo que quiero decir es que no existe la excusa de que nos han cercenado el deseo de escribir, porque escribir y publicar además, podemos.
Además, Internet nos permite competir. Hay concursos literarios importantes de casas como Lengua de Trapo, en los que puedes participar sólo enviando tu manuscrito por mail. Las posibilidades se abren despacio. Muy despacio pero a ritmo indetenible. Creo que la visión literaria cobrará importancia y que editores y agentes volcarán su mirada a nuestras producciones, lo que en sí, ya es bastante, aleccionador.

16 septiembre 2006

Una Película de Vaqueros

Ronald Humphrey o Richard Princeton fumó el cigarrillo número cinco de la hora. Miró con la punta de sus ojos los rieles por donde debía cruzar el tren en los próximos diez minutos. Ese monstruo gigantesco, de hierro puro, tenía la misión de embestirlo en lo que significaba un acto de suicidio o un accidente fatal.
Horas antes seguía sin saber los lineamientos de su rutina: llegaba a la cantina del viejo bar, en el centro de un clásico pueblucho polvoriento, de asesinos, forajidos y pistoleros que no respetaban la ley. Como en todas las películas allí también aparecían cobardes que se meaban los pantalones cuando los mercenarios más crueles y reputados cogían a sus mujeres, las violaban o las hacían chupar sus pingas hinchadas y enardecidas en plena plaza pública. Bebía. Pequeños vasos de cristal rebosados de whisky escocés y fumaba con la expresión temeraria del arrancavidas que no le tenía miedo ni al diablo. Sabía hacerse respetar. Su fama aumentó el día que los lugareños y visitantes palparon en persona su valor, su arrojo, la destreza en el manejo de las armas, no en vano había matado entre 15 y 35 hombres la última semana. Lo hizo sin levantarse de la silla, desenfundando sus dos revólveres de forma casi imperceptible.

Era un azote. Nadie sabe con quién estaba, si con Dios o con el diablo. Le encantaba cazar rufianes y quedarse con sus mujeres no más de 24 horas, luego las devolvía a sus casas con el consejo de no salir a la calle y la advertencia de acribillarlas si las veía con sus maridos. Los ancianos del pueblo, unos carajos pendejísimos, incapaces de recoger su propia mierda cuando se cagaban de miedo, le pidieron resueltamente que aceptara el cargo western premium de comisario, con libertad para ser un dios y licencia para hacer desaparecer y desterrar a quien se le antojara.
Rechazó la oferta, alegó: “ yo puedo hacer eso y mucho más sin necesidad de un empleo público.’’ En aquel pueblo desolado y sin futuro había encontrado vida. Ronald Humphrey o Richard Princeton tenía fama. Se le reconocía a cientos de kilómetros a la redonda por su puntería y arrojo inigualables. Ni siquiera Billy the Kid contaba con una precisión tan perfecta en el manejo de las armas, hasta el extremo de la humillación en cinco competencias en las que se batieron conminándolo a irse del pueblo cabizbajo y desmoralizado. Un día el incomparable y legendario Búfalo Bill le envío un emisario con la consigna de que necesitaba verlo para aquilatar por su cuenta si era cierto lo que la gente decía.


Ronald Humphrey o Richard Princeton acudió a las colinas escarpadas, próximo al Gran Cañón, sólo por respeto a la tradición histórica que imponía la ley del más fuerte. Se reunieron en la falda rocosa de la Montaña Blanca, tierra de pieles rojas aguerridos que profesaban la devoción al cazador de búfalos. Pero se decepcionó. Búfalo Bill estaba marcado por los años, tenía la mirada más azul e intensa y lucía una barba blanca y amarillenta producto del tabaco y la desilusión.
-Quiero que me mates- le pidió secamente y sin saludarlo, éste sonrió despacio con esa sonrisa maldita tallada de ironía.
-Estás loco- dijo- decadente y lunático. Yo no puedo hacerte ese favor. ¿Qué motivos me inducirían a hacerlo? Pero si estás tan desesperado puedo presenciar tu suicidio y ser testigo del final de una leyenda.
Búfalo Bill, como había dicho, una leyenda del Gran Cañón y de las extensas praderas, enfiló la mirada azul, ígnea, y le hizo una propuesta que a Ronald Humphrey o Richard Princeton le pareció el colmo del descaro.
-Quiero que nos batamos en un duelo a muerte. O por lo menos que me des un tiro en un brazo y yo te daré uno en una pierna. Ambos estaremos orgullosos de haber herido al mejor, estaremos orgullosos de exhibir una herida legendaria.



-¿Una herida legendaria? Ciertamente te has vuelto loco. No me interesa hacerlo, Búfalo Bill, no me apetece.
Fumó el cigarrillo, montó su caballo y se retiró despacio. Antes pensó que hasta el cazador de búfalos buscaba adherirse a una parte de la historia de gloria que él forjaba por su cuenta. Al avistar la entrada del pueblo, batido por los silbidos terrosos del viento, se dio cuenta de su realidad. Detuvo la marcha, secó el rostro tiznado por la falta de aseo y el calor desértico del recorrido. Escupió un salivazo negro y recordó a Clint Eastwood en los roles de sus vaqueradas clásicas.
Desde niño se sintió atraído por el desierto, por los cactus y las cabezas calcificadas de los animales hundidos en los terrales blancos. Lo impactaban los trenes y las diligencias manejadas a toda marcha, y los asaltos violentos de los bandidos, las correrías y persecuciones a campo traviesa. Búfalo Bill estaba loco. ¿Por qué llamarlo para pedirle algo tan ridículo como batirse en un duelo? Recapituló. ¿Búfalo Bill estaba contento? No. Había en su rostro una expresión de abandono y desilusión. Nunca vio unos acantilados tan serenos y sin sentido. ¿Quería decirle algo aquel veterano de las planicies asoladas? ¿Y el emisario? Parecía extraído de una ilusión óptica, algo con aparentes formas humanas, pero irreal y espejeante...además, ni siquiera habló.


¿Cómo supo de qué se trataba si el tipo ni siquiera articuló palabras? Recapituló: Búfalo Bill le guiñaba los ojos, se afanaba. Se esforzaba en decirle algo, pero no lo hizo, quizás por saber que ambos eran observados, escrutados. “Quiero que me mates” le había pedido con el rostro, ¿suplicante?
Búfalo Bill quería morir o Erick Mckimson o Peter Flynt querían que Búfalo Bill muriera para continuar con vida, pero Ronald Humphrey o Richard Princeton no lo entendieron, o simplemente Ronald Humphrey o Richard Princeton no permitirían que Búfalo Bill muriera porque no era conveniente para nadie. En esas cavilaciones estaba cuando descubrió que no había en el pueblo una sola presencia con vida. Las pozas que servían de abrevadero a los caballos parecían retratos a blanco y negro, imágenes fijas e inmóviles. La cantina desierta. Destapó una botella de whisky escocés y al probar el primer trago, o lo que parecía un primer trago, su paladar se enteró de que era agua con un insulso colorante. Alguna maldita broma de alguien que se creía con potestad para joderle la paciencia. Se miró en el espejo, había un rostro, definitivamente era su rostro proyectado en el cristal, con un sombrero de vaquero y una cicatriz antiquísima, huella de una cicatriz abierta al terminar el primer año de arte dramático en la universidad de Princeton.

¿Impartían arte dramático en Princeton?

Ronald Humphrey o Richard Princeton era dueño de esa presencia agraciada y de rasgos varoniles acentuados, de esa personalidad arrebatadora y extrovertida, que además, no toleraba las bromas de mal gusto ni los juegos pesados y esta vez alguien le jugaba una mala pasada. Lo notaba en el aire congelado del pueblucho que debía ser caliente y polvoriento, en los espacios habitables, regularmente infectados de gente, de vagos, delincuentes, sacerdotes y cristianos inmigrantes. En la herrería no había herrero, el ruido frecuente de los golpeteos metálicos y las rutinas de las faenas parecían extintos, en los liquor stores no se veían las mujeres blondies y rozagantes que se buscaban la vida en el más viejo oficio del mundo. ¿Dónde se había metido la gente? Papeles oprimidos y vacíos se esparcían con la brisa, los forajidos, con todo y caballos y artillerías se habían esfumado de la faz de la tierra. El panorama sombrío terminaría de frustrar sus planes de comprensión lógica de los eventos de su entorno. Debía caminar y detenerse en los rieles por donde pasaría el tren a embestirlo, ¿sonaba lógico? ¿Era el destino? Estaba signado a sufrir esa muerte, programado para perecer aplastado por ese gigantesco monstruo metálico que, una vez en el lugar comprendió que no existía.


¿Por qué meterse en medio de las vías del tren para morir aparatosamente? Nada existía. Se sentó en el suelo y sacó sus dos revólveres tapiados de oro, para descubrir al instante, maldita suerte, que no era oro real, ni siquiera eran de verdad sus armas. ¿Qué diablos sucedía? Ronald Humphrey descubrió algo peor: su tiempo finiquitaba como había finiquitado el de Búfalo Bill cuando le pidió, le suplicó llevar a efecto un duelo mortal, o cuando le rogó que intercambiaran disparos para erigir la herida legendaria, pues, al parecer, el deseo velado consistía en dejar caer y fluir la sangre hasta desangrarse y morir. Richard Princeton lo aceptaría como lo aceptaría Erick Mckimson o Peter Flynt, aunque sería monstruosamente difícil decir lo mismo de Ronald Humphrey , porque también fue difícil con Búfalo Bill.
Nadie mejor que ellos para entender el compromiso y la adhesión decisoria con aquellos personajes legendarios. La situación se tornaba confusa. Ronald Humphrey o Richard Princeton dormitaba desganado en el momento de escuchar las pisadas de alguien que se detuvo frente a él. Un personaje refrescante y fosforescente que, de no asegurarse bien su buen temple, lo induciría a la locura.


Poseía el mismo rostro de Búfalo Bill , pero rejuvenecido y sin la barba blanca y amarillenta adjudicada por el tabaco de los años. La misma intensidad en los ojos azules, esa mirada legendaria y mítica, inconfundible, firme y serena. Iba con una mochila y un pantalón jean moderno, el pelo recortado y una fragancia de ducha reciente, agradable a las fosas nasales. Ronald Humphrey o Richard Princeton lo miró perturbado. Tragó en seco antes de preguntar:
-¿Búfalo Bill?
El hombre tardó, es decir, se tomó su tiempo para responder.
-Búfalo Bill murió, hijo. Tarde pero seguro logró su objetivo.
Ronald Humphrey o Richard Princeton lo partió con la mirada, quería cruzarlo a tiros, pero sus revólveres eran de mentira.
-¿Qué diablos dices?- preguntó alarmado, con más precisión, intrigado.
El hombre frente a él, con una sonrisa perfecta, un poco doblada en los bordes de la boca, lo miró de hito en hito:
-Todo ha terminado Humphrey. ¿Crees que es casual este vacío y el abandono de ese pueblucho triste? ¿No has percibido algo anormal en todo esto, como un falso clima, un falso oxígeno? Te diré algo, hijo; debes dejar que Richard Princeton se vaya. Lo tienes atrapado, déjalo ir.

Búfalo Bill era alguien noble, de ahí su carácter legendario y el carisma histórico que lo hace tan atractivo después de tantas décadas. Buscó la forma de liberarme, lo entendió a tiempo, ya no es él quien te habla. Soy Erick Mckimson o Peter Flynt, pero Búfalo Bill no más.
-¿Dices que Ronald Humphrey, o sea yo, debo dejar partir a Richard Princeton que también soy yo mismo?
Estaba ofuscado. Era una maldita locura, no quería saber nada más. Era una maldita trampa lúdica, onírica. Irracional, alguien guisaba una broma de mal sabor.
-¿Quieres convencerte?
-Debo convencerme, ¿de qué?
-Yo no puedo explicártelo, pero vives una mentira que terminó, no para ti al parecer, no para Richard Princeton.
Caviló un momento.
-¿Por qué sólo Búfalo Bill, te quedan dos nombres?
-Escucha, algunos personajes son tan absorbentes , tan poderosos en la esencia de su identidad que llegan a ser un peligro para tu existencia, en mi caso necesité de una identidad adicional, Flynt, para sacar de mi piel, de mi pellejo a Búfalo Bill; en tu caso, Ronald Humphrey se empeña en matarte, bueno, es mejor decirlo de forma más elegante, se empeña en aniquilarte, en tragarte para siempre, se ha negado a liberarte.

El hombre se evaporó en cuestión de segundos. Ronald Humphrey o Richard Princeton se rascó la cabeza, lanzó un salivazo negro y le disparó a su caballo. El animal permaneció quieto. Pensó en todo, en la confabulación que existía para borrarle la existencia, caminó...nadie se lo dijo, vivía una mentira. Ronald Humphrey o Richard Princeton no lo lograría tan pronto. Para Búfalo Bill fue asunto de más de 30 años abrir los ojos y entender el enigma. Todavía el escenario permanecía frisado, Ronald Humphrey o Richard Princeton continuará con su vida de vaquero cinematográfico hasta que algún escritor disponga sacarlo de este cuento.

12 julio 2006

Los Caníbales

“Las opiniones de los protagonistas vienen influidas, es lógico,
por su carácter particular y por la situación en que se hayan;
no han de ser consideradas, por lo tanto, como las mías propias.
Del mismo modo no debe extraerse de estas páginas ninguna
conclusión que pueda llegar a perjudicar doctrina filosófica
alguna.”
Mary Shelley. (Frankenstein)


Es su mirada. Penetra. Parece construida por una fuerza sofocante, que aturde y deja en estado de expectación, delirio y locura a quien lo mira directo a los ojos. Parece un pordiosero, pero tiene la creencia de que los hombres escogidos por Dios, los Mesías, los Cristos Redemptoris, parecen pordioseros, poderosos miserables que esconden entre sus miserias la suma de todas las virtudes milagrosas. Su ministerio es diferente. Aunque en esencia mantiene los mismos niveles de humildad y bajo perfil de otros escogidos providenciales, el suyo jamás ha sido convencional, rutinario, similar a los demás que hablan de la eterna pugna entre Dios y el diablo. Sin embargo, no lo criaron para eso. Lo criaron para fabricar dinero y más dinero, algo así como un magnate del tercer mundo.
Lo suyo era crear riquezas y gobernar entre los muros de la opulencia, mientras en las calles los hombres, las mujeres y los niños se caen en pedazos, se desmigajan, en la mierda de la pobredumbre. Él no lo aceptó. ¿Por qué lo aceptaría? ¿Por qué tanta pompa y tanta ceremonia de grandeza si la gente se muere de hambre, hambre, hambre, hambre?
No le interesan la teología ni las leyes escritas por los hombres, tampoco la autocompasión y, a diferencia de otros, que renegaban de la secular idolatría, adoraba la música de Elvis Presley y de Elton John.
La primera parte de su vida la dedicó a los estudios que ahora llama mundanales y profanos de las disciplinas universitarias y científicas. Logró completar cuatro carreras y de inmediato su padre planificó su futuro al frente de la compañía multinacional que la familia representaba en el país.
Lo hizo. Al poco tiempo todos descubrieron que se trataba de un caso excepcional, una especie como de genio de las finanzas que hacía multiplicar el dinero por arte de magia, con poco esfuerzo, y con unos cálculos y estudios tan excéntricos y rudimentarios que nadie cuestionaba.
Las empresas también se multiplicaban. Era uno de los hombres más ricos del continente y sus asesores se atrevían a decir que del mundo. Bill Gates, Donald Trump, Issi Yo Su, Ted Turner y otros magnates del ámbito habían urdido las más costosas estrategias para descubrir su secreto; contrataron espías , monitores de reflexión paradigmática de observación ultradigital y forjadores de chips de inteligencia para averiguarlo, pero los esfuerzos resultaron inútiles.
Los políticos trataron de atraerlo para ofrecerle candidaturas presidenciales o para que se uniera a sus campañas, porque decían que las luchas por el poder serían determinadas por el dinero más que por el liderazgo de otros tiempos.
Nadie en su entorno sabía cuál era el truco. El tipo llegaba a la oficina, se encerraba, no salía a ningún sitio, ni siquiera a la hora del almuerzo, no pedía café, ni agua, nadie lo vio nunca con un cigarrillo en la boca.
Las mujeres, esbeltas, espectaculares, los mejores culos, como decía su orgulloso padre, se metían en el despacho del joven ejecutivo y, caso raro, nadie lograba verlas salir.
Las especulaciones se regaron. Que el tipo tiene un pacto con el diablo, que nunca han visto nada parecido. El señor no se baña y siempre luce más acicalado que James Bond cuando lo interpretaba Roger Moore.
Que pasa el día metido en el despacho, se come a las mujeres después de poseerlas con sus cuatro miembros viriles y el pacto viene de generación en generación, etc.
Diez años después, hastiado de un tremedal de riquezas interminables, agobiado por el peso de la fama en el mundo financiero e imbuido por los azotes de los rumores, se encerró en su oficina con intenciones de no salir jamás. Un día tuvo una revelación. Vio a cientos de hombres volando sobre un río de azufre ebullente, caían y el azufre los despellejaba vivos.
Los gritos eran aterradores.

¡Redemptoris! ¡Redemptoris!

Era una voz vibrante, sonora, como electrónica. Una especie como de letanía que lo aclamaba. De llamada que lo llamaba. De quejido sepulcral que sacaba una mano huesuda y le hacía señas: ven, ven, escuchaba, ven, te esperamos: déjalo todo, sed un pescador, sed un buscador de glorias e infiernos, sed un buscador de causas perdidas y apremiantes.

¡Redemptoris! ¡Redemptoris!

Desesperado por el silencio y la ausencia ya no parcial sino total del hijo afortunado, el padre decidió tocar la puerta del despacho. La tocó una, dos, tres, cuatro, trescientas cincuenta veces hasta percatarse de la fluidez viscosa y sanguinolenta que manaba de su diestra. El hijo, enterado de la angustia de su procreador la abrió.
Quedó impactado por la imagen que proyectaba el héroe de las finanzas. a quien todos los líderes del mundo de entonces como George W. Bush, Fidel Castro, Bill Clinton, Ugui Molongui, Francois Miterrand, Felipe González y hasta Changalu galú, habían pedido consejos para combatir con éxito el dolor de los incrementos en los precios internacionales del petróleo unos, y la situación de conflicto bélico, narcotráfico y ventiscas violentas internas otros.
El padre no soportó el fulgor de aquellos ojos fulminantes ni el irresistible y denso negro de sus barbas apocalípticas, condimentada la visión por el olor a bestias podridas imperante en el despacho, donde crecieron matas y arbustos silvestres, culebras nacieron y otros reptiles yacían en estado de incubación.
El padre no daba crédito a lo que palpaban sus ojos. Los ejecutivos y empleados de la compañía se aglutinaron para presenciar el histórico acontecimiento y fueron presa de la visión de aquel espectro que era una migaja de hombre, una presencia fantasmagórica, cuya decadencia se inició cuando las pesadillas dantescas invadieron el dominio de sus sueños.
Le puso una mano en la cabeza calva al padre y salió del edificio. Nadie entendió nunca lo sucedido. Salió flotando, sin mover un pie, sin reflejar la sombra que, humanamente, debía proyectarse con el contacto de las luces del edificio y de los rayos del sol.
Ya engullido por la vejez y con su natural debilidad de espíritu y contextura, corrió detrás del hijo y lo alcanzó en uno de los callejones que hacían de albergue de menesterosos y limosneros, a unas esquinas de su compañía.
-¿Qué haces?- le preguntó el viejo aturdido por la impotencia- ¿qué diablos se te ha metido en la cabeza con ese aire de enajenado mental?
El hijo se volvió despacio, reconoció en la voz pausada, diáfana y transparente el mismo tono que lo exhortó siempre a poner los pies en el camino del éxito. “No, padre. No es un aire de enajenado mental- le dijo- es el llamado para hacer algo más importante con mi vida”.
Ahora está ahí. Sentado en ese extremo de la bocacalle de los menesterosos, los huesudos y famélicos hijos de las desgracias humanas. Nunca ha leído un capítulo de la Biblia, mucho menos del Libro de Mormón ni de otro texto divino de idioma alguno, su fortuna, una imponente e incuantificable fortuna, fue donada a la coalición de los Estados Unidos y los países aliados para que sufragaran los altos costos de los planes de reconstrucción de Irak después de la estremecedora guerra.

Los hombres lo siguen. No les habla, no les refiere palabra salvadora ni hace promesas de liberación y proyectos redentores.
Sólo los acompaña en el desastre inhumano de la pobreza; la sufre con ellos, la palpa y la vive. ¿O la muere? Es su ministerio. Los días transcurren sin novedad. Se siente realizado con ese proyecto de religión que comenzó entre los don nadie y los sin rostro de la calle Veinte Piramidal. De nada han valido los ruegos del padre, ya eclipsado por la tormenta degenerativa del tiempo, las súplicas, las humillaciones. Desde gobernantes, industriales, intelectuales del snobismo progresista, poetas, fascistas, comunistas, letrados, ignorantes, maricones, putas, ascetas, filólogos, estetas, filósofos, tumbapolvos, vetraidiles, marihuaneros arrepentidos, hasta el más humilde de los hombres del pueblo, se solidarizaron con el padre e hicieron ingentes esfuerzos para convencerlo de abandonar la idea de redimir al mundo.
Ni siquiera los escuchó. Las cosas están decididas y nadie cuenta con la capacidad de arrastre suficiente para convulsionar ese llamado de silencio y providencia.
Ese rostro imantado cobró mayor intensidad el día que una anciana, con ambas extremidades mutiladas por las hojas metálicas de una taladora industrial de caña la dejó sin brazos ni piernas, en el central azucarero donde trabajaba.
La llevaron en son de broma, montada en una carretilla y vuelta una cosa humana, desmembrada, como si se tratara de una criatura de circo con un busto y una cabeza, y unos ojos y una nariz y unas orejas y una boca. El hombre la miró. Parecía un fenómeno, dejó caer una sonrisa, le hizo señas al tipo que empujaba la carretilla, para que acercara a la anciana, le tocó la frente sin decir nada, escupió un salivazo verdinegro y la multitud inquieta que había asolado el callejón, esperó exhalando el sudor nervioso de la incredulidad.
“Los milagros huelen a orines quemados”, pensó. Truenos y relámpagos surgidos de un momento a otro , precedieron los eventos. El cuerpo deforme de la mujer tembló, sudores agrios y apestosos y un calor de mil
demonios. “Morirá, morirá”, vociferó el hombre de la carretilla: si no callas, morirás tú, maldito. Dijo el santo.
Una brisa polvorienta y maloliente sopló. Dos minúsculos brazos con sus manos pequeñitas y un par de piernas con sus pies diminutos brotaron de las extremidades antes mutiladas de la mujer que aún temblaba y echaba espumarajos por boca y nariz.
Las piernas crecían, los brazos aumentaban y la multitud estupefacta lucía pasmada.
El fenómeno no se repetía desde los tiempos inmemoriales del Nuevo Testamento. Un verdadero e inobjetable milagro. Media hora después de haber llegado como fenómeno de circo, la mujer, con sus miembros rehabilitados se puso de pie encima de la carretilla y se sintió una ovación estrepitosa; toneladas de aplausos de hombres y mujeres podridos de miseria, que se arrodillaron para pedir vida eterna, junto al barbudo que había demostrado el poder de reconvertir las penas y dolencias en gracia humana.
El milagro lo catapultó a la categoría de mito. Sin embargo, su íntima convicción lo conducía a renegar del misticismo, para no caer en los percances apocalípticos y turbulentos que dieron fin a liderazgos mesiánicos que lo antecedieron, como ocurrió con Cristo El Hijo del Hombre, de la Biblia, con el hermano Francisco de la selva de Vargas Llosa y con el Mesías de Richard Bach, cuyos ministerios colapsaron con muertes espantosas.
Prefería ser un iluminado como Siddarta. Adorar las canciones otoñales de Elvis Presley y fumar de vez en cuando uno que otro tabaco de esos que dan risa, porque su objetivo no era la santificación de sus hechos ni la beatificación de su memoria.
A él le importaba poner a prueba su espíritu, que según Mahú Etsidam, gurú del Medio Oriente, es el único responsable de las penurias de la carne por sus aspiraciones a mantener siempre un estado de tentación y lascivia.
No obstante, descubres que los deseos e instintos primitivos todavía te sobreviven. No hiciste la declaración de principios ni ninguna aclaración de si la religión solitaria y sin gloria que habrías de fundar incluía la castidad y la pureza sin máculas del matrimonio que hacen los sacerdotes con Dios o si permitía la agrupación marital entre un hombre y una mujer, o un hombre y cuatro mujeres, como practicaban otras sectas y religiones aceptadas y tradicionales, eso estaba pendiente. Pero lo cierto es que, solo, en tu promontorio de vagos y menesterosos la suerte de los jeques llovió en el callejón. Desde todos los puntos del mundo las mujeres tiernas y jóvenes se expandieron como la verdolaga. Todas querían un hijo tuyo. Todas anhelaron invadir sus vientres con la semilla pontifical de tu rastro, de tu esencia, de tu origen sobrehumano. Llegaban en camiones repletos; vestidas, semivestidas y desnudas y con una rapidez pocas veces vista se arremolinaban en el callejón de los menesterosos, los quitaban del medio y hacían una fila india para que el barbudo las recibiera.
El barbudo, hijo unigénito de un gran señor de la fortuna, las pasaba por las armas sin rechistar, con esa capacidad bestial que sólo el placer de la lujuria cósmica y la ayuda imprescriptible de la divinidad hacían posibles.
En pocos días el callejón de olores sulfurados se transformó en un harén céntrico, en un muladar donde el sexo de mil mujeres edulcoradas se batía con la fiereza de un gurú mesiánico de nuevo cuño. El hombre, sorpresa repentina, pasaba entre 15 y 22 horas al día ejercitándose sobre sexos calurosos, inseminando su poder y vigor en vueltas repetidas con mujeres que, desolladas, al poco tiempo tuvieron que salir huyendo, ya que entre plegarias y exorcismos fundamentales, las rutinas y las posiciones, los rituales de todos los tiempos, épocas y eras, un monstruo descorazonado, provocaba infartos, paros cardíacos y espasmos fatales que ellas no pudieron aguantar.
Los pordioseros, habitantes naturales y primigenios de los ruinosos callejones capitalinos, formaron parte de su séquito de iluminados escogidos desde los orígenes de la agrupación santa. Ya no les daba hambre. El lugar parecía un campo de concentración: ancianos decrépitos y enfermos que descuajaban entre la fragilidad de la carne descompuesta y llagada, que luego, por el poder sagrado de la santidad quedaron liberados.
Fueron liberados, sanos y sanados, con la misión sin servidumbre pero de servicio a las cosas consagradas del Señor. Los milagros se siguieron uno tras otro. Mujeres que no tenían la gracia divina de la concepción vieron la realidad hecha sueño y sus sueños se hicieron realidad al alumbrar cuatrillizos, sextillizos y heptallizos en uno de los casos más resonados del mundo. Hombres de piel negra y bembones naturales pidieron un cambio radical del color racial y en un efectivo mutismo de luces se transformaron en seres con rasgos caucásicos, translúcidos, grises y albinos. Mujeres que trastocaron sus sexos, niños que crecieron y se hicieron hombres en dos minutos para reclamar herencias y sucesiones multimillonarias en la mayoría de edad. Homosexuales que prefirieron un ano espectacular y un sexo femenino en el bajo vientre, ladrones que reclamaban entre llantos, sollozos y mocos, puertas abiertas y sabiduría especial para descodificar las cajas fuertes y evadir a la policía a la luz del día en plena emboscada. También recibieron sus milagros hombres inadaptados, sin vocación y con aires despóticos, sin ilustración de ningún tipo que lograron escalar posiciones cimeras en gobiernos sucesivos y algunos de ellos, incluso, ocuparon la presidencia. Eran milagros. Repudiaba los milagros.
Repudiaba los milagros, pero decidió hacerlos cuando la opinión pública internacional y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas dudaron de su identidad sobrenatural y citaron los milagros de otros semidioses, elegidos y enviados que levantaron paralíticos y muertos e hicieron que mudos hablaran, sordos oyeran y gagos cantaran.
El día que el Papa lo visitó para comprobar la certeza de su existencia, sintió náuseas debido al pudridero en que habitaba el barbudo junto a su séquito de menesterosos ilustres. El Sumo Pontífice llegó en el papamóvil acompañado de los obispos más importantes del continente. Cuando el Vicario de Cristo lo vio de cerca y contempló que aquel hombre no era más que un pedazo de carne con ojos, un guiñapo intrascendente y sin un ápice de la santidad redentora, distante aún de asimilarse en la simple condición humana, lanzó una proclama que se propagó por los confines de la tierra: “no hay nada extraordinario en esa pobre criatura que pisa los umbrales de la locura sin enterarse siquiera”.
Mientras, él permanece inerte con la vista hacia el pavimento del callejón, y sin enterarse de que ese día memorable e histórico fue visitado por Su Santidad.

¡Redemptoris! ¡Redemptoris!

Escucha las voces. Escucha las visiones. ¿Has escuchado el color de las visiones? Vio una estela blanca y refulgente entre la multitud de pordioseros de barbas blancas y una figura de rostro señorial y apacible; nunca lo supo. El Papa se le presentó en la guarida. No creyó en sus milagros porque yacía postrado, entregado a un mutismo tenebroso y hostil. Ahora tu mirada arde. Crepita. La boca amarga, por primera vez designios humanos. Sentimientos humanos, padecimientos humanos. Una barba hasta los pies. Una barba negra. Densa. Mal vista, contraria al estilo de occidente. Uno de esos días que definió de culminación de la razón fundamental de su ministerio, se sintió desganado y abúlico. El sol le molestaba y, por primera vez en su vida mesiánica, se quejó del hedor a ratas podridas de los pordioseros de su escuadrón de seguidores. Se arrodilló sobre el asfalto quemante del mediodía y lloró como un niño. Lo crees, puedes flaquear de repente, sentir que la debilidad de la piel y la carne podrán socavar la espiritualidad de tu misión y predestinación. Cayó desmayado. “Cristo también tuvo sus tentaciones”. Las resistió.
María Magdalena le lavó los pies con aceite, y aunque Nikos Kasantzakis en su novela La Última Tentación de Cristo habla del apasionamiento y del amor entre un hombre y una mujer; de la lujuria, el Hijo del Hombre resistió. También resistió al diablo dulzón. El diablo dulzón que lo tentó, le ofreció villas y castillas para que desertara de la razón divina y no lo venció. La debilidad llegó como una sombra espesa. Su espíritu de Elegido desparramado cayó en un trance doloroso. Quería abandonarlo todo. Apartarse de su condición, distanciarse, estaba confundido. La confusión es parte consustancial del espíritu humano que se desdobla. Todos se confunden. Confusión y destello irrefrenable. Tú te confundes. De repente los hombres, escuálidos gérmenes de su parasitismo final, se aglutinaron en torno a él. Descargaron en carretas cientos de Biblias, las distintas versiones acogidas por los evangélicos pentecostales, los Testigos de Jehová, los católicos, los mormones con su Libro de Mormón, Moroni y otros plagios bíblicos; los Testaferros de Cristo, los Redemptoris Baptist, Los Tragafuegos Célicos, los estrechos de sexos celestes y el libro de la lubricación vaginal greco-anglosajona y dos o tres horas después rociaron gasolina y prendieron fuego al montículo formado por las ediciones en rústica y pasta, que habían coleccionado sin leer una sola página en todo ese tiempo.
El rostro se ilumina con los colores crepitantes de la hoguera. Sonríe. Es una risa como de espíritu enloquecido y siniestro, las canas nacen sobre su cabeza y se multiplican en fracción de segundos y la barba de un negro espeso que le rueda al piso se tiñe de blanco. Un blanco nevado que hace resaltar su rostro desencajado y triste. Un griterío de gente desesperada y pasos multisonantes y multisonoros le taponaron los oídos. El poder divino lo abandona, lo siente en el corrientazo estomacal que lo perturba; lo siente en el aire, en el aura majestuosa de una nube negra que posa sobre sus ojos. Cae de bruces, la cara sobre la hoguera, los enclenques menesterosos de su bastión religioso lo arrastran, intentan salvarlo del siniestro de libros sagrados hechos cenizas. De niño era tan feliz. Me veía rodeado de cosas, todo lo que se me antojaba. Un niño rico que crecía y humillaba, que aplastaba a los débiles con un rodillo. Siempre escuché la excusa bíblica, según mi padre inventada por un pobre que dice: más fácil entra un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos. Me burlaba de esa apostasía. Mi padre se burlaba también. ¿Quién puede decirle a un maldito millonario que su dinero no puede comprarle un pasaje directo a la gloria? El mundo, el cielo y los demás reinos del universo están destinados a los ricos.
Mi padre se entretenía repitiendo con la voz alcohólica: “los pobres son el excremento del mundo, la pura mierda; una infección, un maldito error de la naturaleza.”
Mi padre no era malo. Yo tampoco. Sólo éramos aprendices de la fortuna que a veces descarna la humanidad del hombre. Nos resfriábamos cuando hacíamos contacto con los sirvientes de la casa. Con mi madre el caso se hacía extremo.
Los pordioseros de su equipo de apóstoles lo vieron concentrarse en las llamas devoradoras de libros sagrados y contemplaron con estupor el momento en que su trance registraba un desenlace final. Cayó tumbado con el rostro en la hoguera. Un torrencial aguacero se despeñó por el callejón, apagando en un tris el fuego devorador de libros y encharcando los rincones atestados de ratas. El grupo de menesterosos célicos se conmovió con la escena. Ese hombre era su mentor y guía. Les había enseñado el enclaustramiento en uno mismo y las leyes personales de la in- diferencia; la sugestión mental y su poderosa maquinaria de fabricación de milagros, las verdades hipnóticas de curaciones y milagros realizados por pastores de iglesias frente a multitudes embelesadas e imbéciles que tragaban el cuento y pagaban por ello.
Les enseñó todo. Curó gente como Cristo. Fue rechazado y minimizado por los representantes de las sectas tradicionales, que no aceptaban la existencia de un Mesías que les quitaba clientela en el negocio de la redención espiritual. Lo vieron allí, tumbado, con la barba y su nueva intensidad blanca interrumpida por un manchón de espumarajos esquizofrénicos. Se asustaron. El aguacero diluviano que apagó la hoguera era un presagio. Ellos continuaban allí con la indeterminación y la duda de seguir adelante o de dejar atrás los logros alcanzados con su salvador. Habían superado el estado inicial de simples infecciones en las calles moribundas de la ciudad para integrarse a una realidad espiritual que aunque nunca entendieron, los sacó del mundo de los parias. El maestro les enseñó todo. Sin hablarles, sin decirles una palabra; querían consagrarse con el poder de su clarividencia y en eso, más que en el hambre, fue que pensaron cuando decidieron comerse su cadáver.
Powered By Blogger

Acerca de mí

Mi foto
Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.