10 mayo 2006

Doce Meses

I

Y le dijo que era un demonio. Un ser desalmado y sin dolores de conciencia. Pero era un hombre. De carne y hueso como todos los pobres mortales que conocía. Permaneció de rodillas, con las mejillas quemadas por el paso ardiente de las lágrimas que también eran arrasantes.
Él permaneció inconmovible, como una roca. Eres una roca, insensible, nada te afecta, le dijo con palabras tropezadas y arduas. Peinó su cabellera larga, tan larga y vistosa que parecía una mujer. Encendió un puro y guardó silencio. Eres un demonio, le repitió. Su voz le partía el hueco de los oídos. Arregló el nudo de su corbata y miró a través de las persianas. Escuchó detenidamente el fragor de la lluvia que caía abierta sobre el follaje verde del jardín. Ella se deshizo en lágrimas. Su llanto estremecía los cimientos del aposento. Él la escrutó. La analizó con esa nostalgia que a veces se desflecaba en sus entrañas, allí, donde permanecían ocultos algunos rastrojos de la emotividad perdida. ¿Qué has hecho con mi vida? Preguntó. Estaba vestida con una bata transparente. Sus pezones y las vellosidades del pubis-siempre-humedecido-lo confundían ligeramente.
Era una mujer hermosa, con treinta y cinco años no consumidos y un cuerpo que comunicaba esencias y aromas lujuriosos. Independiente. Con una vida repleta de actividades, con un trabajo de alto nivel, que la envolvía en un clima de apetencias también de alto nivel.
Ella estaba realizada cuando la conoció.
Todo ocurrió un martes en uno de los cafés selectos de la capital. Ella llegó acompañada de un grupo de amigas liberadas, vestidas al último grito de la moda, lanzando risotadas estrepitosas que entorpecían la quietud de la gente. Se sentaron en el bar, en el mismo centro de atención. Él llegó envuelto en una estela de humo. Serpenteado con el haz multicolor de las luces, se detuvo frente al bar y pidió una Heineken. Acarició varias veces su melena recogida en una trenza, y con ademanes de alta graduación sacó un puro del bolsillo de la camisa, mordisqueó la punta y lo encendió alumbrando su rostro. Su mirada fue directa. Ella lo tropezó mientras bajaba por la garganta el líquido fresco de una Presidente. Sus miradas se toparon y se difundieron; ambos sintieron ese revoloteo desesperante y sudaron al sentir que sentían lo mismo. Él se rascó la frente y sonrió con esa carcajada callada e intimidatoria.

Dos horas fijas tropezando miradas, tomando cerveza e impregnando el entorno con su personalidad arrebatadora. Reía, enclavada en una especie de imbecilidad. Sus amigas se incorporaron, arreglaron sus atuendos y se marcharon zigzagueando disimuladamente.
Madonna entonaba una de sus primeras canciones. El café se exhibía repleto de gente que fumaba, retozaba y bebía entre sorbos.
Ella quedó sola en la mesa, desamparada y grandiosa. Parecía un espejismo, confesaría él doce meses después. Cuando apuró el último trago, la precisión matemática con la que actuó siempre, le hizo ver que el momento era propicio para abordar a la mujer y se acercó.
-¿Puedo acompañarte?- preguntó.
- Este lugar es público- respondió ella haciéndose la desinteresada.
-Y tú, ¿eres privada?
-Eso depende.
Quince minutos después salían juntos.
A partir de entonces quedaron entrelazados por una relación que nadie objetó. Organizaron una vida excesiva. Fabricaron nuevos códigos para conectarse en el sexo; reinventaron lo inventado para fortalecer el placer y no escatimaron esfuerzos para ser felices. Era lo que apreciaba la gente.

Ella, incluso, casi perdía el juicio por él. Él la domaba y la exprimía. Le sacaba hasta la última gota del deseo.
Era un pintor sin recursos económicos que vivió una vida destemplada y miserable, hospedado en un estudio que había rentado en la parte alta de Santo Domingo. Ella lo ayudó a desempolvar sus obras. Montaron exposiciones individuales y colectivas, y en pocos meses él amasaba una importante fortuna. Varió su estilo de vida. Con la fama se amontonó el dinero y luego más dinero. Después los pleitos, las desavenencias, las infidelidades y los conflictos. No obstante, los momentos amargos siempre se endulzaban con sus argucias de galán adiestrado. Bebían juntos, veían televisión juntos, comían juntos.
Ella se desprendió de sus viejas amistades para seguirlo a tientas por el mundo convulso que ahora los amenazaba. De los itinerarios apasionantes y las esquelas amatorias promovidas durante el romance, él sacó la mejor parte.
Ella le ofreció toda la entrega de que era capaz una mujer enamorada. No puedes crear arte para beber cerveza en los cafés todo el tiempo, le diría.
Él que no. No podía aprovecharse de su bondad. Tenía un código de ética demasiado estricto, como para tomar de su dinero y satisfacer sus ambiciones artísticas.
No podía hacerlo. ¿Qué diría la gente, por Dios?
- Quiero ser tu socia- cortó ella, decidida- tú te encargas de pintar, de plasmar tu arte en obras hermosas y yo me encargo de los contactos, de las exposiciones, del mercadeo.
Él bajó la cabeza, afectado por la propuesta.
El éxito no se hizo esperar, las pinturas que exhibió en las salas de mayor relieve del mundo y las críticas de los expertos, los triunfos en bienales europeas y africanas, permitieron que su nombre retumbara con un eco sobrecogedor. A la parafernalia se sumaron los homenajes, las entrevistas en las revistas y publicaciones especializadas, las conferencias, las visitas a los palacios de gobiernos y los reconocimientos concedidos por universidades y las academias de esos países.

II

Y le dijo que se amarrara. Se desnudó. Buscó para ella una bata blanca de seda, removió sus ropas interiores y la dejó desnuda. Llovía. Un aguacero relamía los techos del barrio y resonaba como una cascadas hueca y definitiva. Él la miró enfoguecido. La sujetó del espaldar de la cama, vació sobre su cuerpo un frasco de vino.
Ella se adhería a los retorcijones del placer; se guarecía entre mares de sensaciones. Se le erizaba la piel. Parecía vulnerable a los toquecitos y vibraciones de su lengua. Él recogió la bata y la llevó hasta su vientre, lamió su ombligo y bebió del vino que se regó en su piel. Te amo, decía ella con la voz temblorosa. Con los labios calientes.
El hombre puso a funcionar el aparato de radio. Música instrumental, melodía fluyente. Lamió su piel. Definió en ella trucos excitantes que hacían convulsionar su cuerpo. Ella sintió el corrientazo sofocante. Y la escuchó gemir. En fugaces visiones ella se vio en las plazas amotinadas de gente, en compañía de hombres y mujeres de alcurnia que contemplaban la obra, sus fotografías ocupando las portadas de las revistas... el éxtasis.
Doce meses. Ella se retorcía. Sudaba copiosamente. Terminaron el ritual con las venas saturadas de sangre; las sienes latiendo, debatiéndose en el sudor, tocándose los labios fríos y agotados.
El pintor se vistió despacio. Ella estaba allí todavía.
Amarrada del espaldar de la cama, con la resaca de los temblores, los besos y las caricias impúdicas.
Encendió un puro que se gastaba lentamente. Bosquejó una sonrisa desatinada y terminó de ponerse la chaqueta.

Ella lo miraba, lo miraba con extrañeza. ¿Por qué te vistes? Preguntó tratando de desasirse del espaldar de la cama. La correa empezó a molestarla, a apretarle dolorosamente las muñecas. El sudor que bajaba a cántaros por su cuello también la molestaba. El puro del hombre que amaba...también.
-¿Acaso vas a salir?- volvió a preguntar. Él se peinaba con esmero, indiferente. Penetró al cuarto de baño, bajó la cabeza a la altura del lavabo y mojó su rostro.
-¿Por qué no respondes?- gritó exasperada.
La envolvió con su sonrisa impecable. Entonces lo recordó en el café, cuando sonreía como un conquistador acostumbrado y con aires de galán cinematográfico. Sus ojos emitieron un destello enceguecedor. Reía como enloquecido. Ella miraba los cambios en su rostro y las muecas de sus burlas, con expresión atónita. Presentía lo imprevisto.
-Desátame, por favor- clamó con la voz partida...entendiendo por fin que algo había cambiado...él se acercó, tocó la cara acalorada de la mujer y la levantó bruscamente. Luego la apartó con desdén.
-ME VOY- le dijo con una rudeza espantosa. Se dirigió hacia las persianas abiertas del aposento y respiró profundamente. Se insufló con aire altanero. Chupó el puro, revisó la hora en su reloj de pulsera de oro sólido.

En sus expresiones usaba un tono aguerrido, vengativo, de alguien que es liberado de una prisión.
-Te abandono- continuó- creo que tu ayuda fue valiosa, lo admito, ya no quiero estar contigo...no lo tolero.
Ella lo escuchó asombrada. Le producía asombro, a ella, una mujer liberada, en la plenitud de estos tiempos, que comprendía los distintos fenómenos que transformaban la esencia de algunos seres humanos en viles monigotes.
Aquello le parecía grotesco, una burla sádica no merecida.
-No estás hablando en serio...
-Ya no te necesito. Estoy harto de ti, de tu cuerpo y de tu compañía- fueron palabras secas, áridas y malintencionadas.

III


Y le dijo que era un demonio.
-Ahora comprendo- rezongó incrementando los esfuerzos por desatarse- debí suponerlo, es así...me utilizaste.
-Te diré algo- vociferó él con el rostro destemplado, maléfico- lo planifiqué desde el principio. Analicé todos tus movimientos.
Tus horarios, las rutinas huecas que cumplías ...por supuesto, estaba seguro de que eras rica. ¿Me entiendes? Es clásico de un patán.
La lluvia crecía. También su llanto. Quiso verlo todo como una broma de mal gusto.
-Y pensar que abandonaste todas tus rutinas, incluso a las amigas despistadas que tenías. Pobre infeliz.
Ella intentó desatarse una vez más. Escuchó sus pisadas como un eco que se alejaba por el pasillo, luego el rugido del motor de su automóvil y el sonoro rechinar de los neumáticos que marcaron el asfalto.
Ella bebió sus lágrimas saladas. Juró por Dios darle una lección inolvidable.
Pensó en todo, incluso en matarlo; pero fue una idea diabólica, y aunque contaba con los medios para hacerlo, pronto desistió de ella.
Ahí estaba el mundo. Con él o sin él lo viviría a plenitud.

02 mayo 2006

Dos Gotas de Agua

Sales apresurado y sin saber lo que harás. En ese momento no hay tiempo para reaccionar de la mejor manera; es mejor correr, intentar un distanciamiento, abandonar el mundo unos instantes, por lo menos hasta recuperar el aliento.
A veces ocurren esas cosas. Uno nunca cree que puede suceder; es como cualquier enfermedad o la muerte misma: se ve en los demás, incluso en seres queridos. Lo insólito, sin embargo, es pensar que puede pasarnos a nosotros. Es una historia común y corriente, nada extraordinario. Tu padre, por supuesto, va sobre los cincuenta años ya, no es viejo y se considera un muchacho mayor que, incluso, encanta a tus amigas de la universidad, con esa cabellera lacia y encanecida; vientre liso, acostumbrado a los poloshirts Polo, las esencias perfumadas tipo Fahrenheit de Dior, u Oscar de la Renta.
Has visto su magnetismo cuando sale a comprar los discos de moda y se carga a Alejandro Sanz, Juanes, Ricardo Arjona y la reacción Tsunami que inspira a las chicas insulsas de la clase de Publicidad cuando aterriza en el campus, batiéndose contra el mundo en su Mercedes deportivo, para decirte que se va de fin de semana a Punta Cana o Palm Beach.
Es adorable tu viejo, te dicen los escuálidos amigos y conocidos tuyos de la Facultad de Arquitectura, aunque a veces te incomodas, porque has repetido hasta la ronquera que tu madre se separó de él porque nunca tenía tiempo para estar juntos.
Te pareces a él. Hay una indiscutible combinación de rasgos físicos, gestos y ademanes de los que la familia se ha enorgullecido: ese hombre escupió al hijo, son igualitos, si hasta se diría que lo quería negar; repetía la abuela sin mancar cada vez que lo veía. Para
un chico de 20 años siempre es benéfico parecerse al padre, sobre todo si se trata de alguien con buen aspecto, educación y posición respetable.

A sus cincuenta se ha mantenido: no sale del Gold’s Gym, donde hace pesas, se ejercita los músculos y siempre está dispuesto a sacar la mejor partida a los congresos internacionales a los que asiste con cierta asiduidad.
Desde que viven solos en esa casa tipo palacete de los altos de Arroyo Hondo, su vida es más distendida, menos conflictiva y traumática que cuando estaba su madre.
El viejo lo ve, comparte, se toma unos tragos contigo, hablan de cosas; te facilita la vida, como ayer que te entregó una extensión de su Mastercard dorada para que compres cidís, libros o dividís y se interconecta, hay una empatía natural, por eso tu madre ni se molestó en preguntarte con quién te quedarías al sacar pie y borrar huella.
Es un tipo especial. Parecen hermanos; lo único que los diferencia es el ligero toque blanco de la cabellera encanecida a destiempo. Es un problema genético tan descomunal que tu pelo va por el mismo camino. En la fiesta del mes pasado te regaló una Hummer amarilla modelo 2005 que en el país sólo tenían ciertas personas del Jet Set internacional, funcionarios públicos y policías con asignaciones maravillosas.
Es su prédica de vida: el dinero debe vivirse, ponle cabeza.
Las cosas comenzaron a incomodarte el día que tu padre buscó dos guardaespaldas para que te acompañaran a todas partes: son tu protección, este país se está jodiendo y no podemos caminar en las calles desguarnecidos, te explicó: pero ¿ por qué? ¿Por qué debo andar con dos niñeros ahora? No son niñeros.: son profesionales preparados para salvar vidas. Y, el dinero, por eso debes andar protegido.
El viejo no pierde su gracia: ríe a carcajada como siempre, sale con modelos y mujeres que quieren su patrocinio para montar programas vacíos en la televisión, preparar calendarios que más que fechas, días y meses, muestran un decálogo para la masturbación gratuita de los hombres.
La seguridad, los circuitos de vigilancia y toda una parafernalia de dispositivos se extremaron en la casa. Lo peor fue cuando debiste interrumpir la asistencia a la universidad durante diecinueve días y salir con tu padre a unas improvisadas vacaciones en Cancún, México. Un resort cinco estrellas, la mejor vida del mundo: reuniones intempestivas de tu viejo con gente que nunca has visto en tu vida y salidas subrepticias que te mantuvieron en soledad todos esos días.
Hasta que, una noche en la que bebían Whisky a las rocas en la discoteca del hotel, recibió una llamada en el teléfono celular, desarrugando por primera vez en muchas horas el rostro petrificado por algo que dedujiste se parecía a la preocupación.
“Ya podemos irnos”, escuchaste que dijo.


-Ahí lo veo. Lo tengo en la mira...
-Pues, procede, cambio...
-No puedo, se ha movido...
-Pues esfuérzate, imbécil. Ese trabajo debe
hacerse hoy.
-Salí preparado, pero las malditas ramas de
las matas de plátano no me permiten precisar
la trayectoria...
-¿Qué?
-¿No has escuchado?
-Hay interferencias; estos radios están dañados.
¡Maldición!
-¿Con quién está?
-No sé. Hay un grupo de chicos. Deben ser siete
u ocho.
-¿Alguna maldita fiesta?
-Eso parece.

Las cosas se tranquilizaron, al menos, eso te pareció.
Tu padre recibía más llamadas telefónicas que de costumbre, se encerraba a discutir con visitantes repentinos y escuchas las discusiones prolongadas, los puñetazos sobre el escritorio, los coños reiterativos y las maldiciones vomitadas, traspasadas de una voz a otra, ¿reclamos? No lo supiste. No es tu problema, no es tu bronca, como dicen tus amigos mejicanos, no es tu bronca, buey.
Lo cierto es que el rostro del viejo ya no se veía tan feliz ni distendido. Sus sonrisas eran menos frecuentes, casi esporádicas. Fue asunto de días. De aquel hombre jovial que penetra a las tiendas de Madrid o París, y se sumerge en las galerías coloniales de Puerto Rico y Argentina para adquirir cuadros de colección y vídeos crudos de las películas europeas, que se sirve un Martí Davinon en cualquier reunión social, y se muestra libre y abierto hacia el mundo, queda poco.


-Si suelta la lengua serás el primero en caer.
-No creo que vaya a soltar la lengua...
su familia está en riesgo...
-A la familia le brindarán protección; sabes
cómo trabajan esos perros, tienen un olfato felino.
-Me preocupa mi hijo. No está acostumbrado a
este tipo de situaciones y sé que su vida corre
peligro.
-Dile lo que ocurre. De todas formas es tu hijo;
deberá comprender, entender que estás en el
negocio desde antes de que él naciera.
-No es tan fácil. No sabe nada.
- Ha sido un error de tu parte.

De un tiempo a esta parte tus amigos de la universidad te hacen reclamos, que por qué faltas tanto a clases, qué sucede que ya no puedes ni siquiera sentarte solo en la cancha, porque las dos niñeras de rostros petrificados no se apartan de tu lado.
Y tu padre, con esa sonrisa fascinante, que ni siquiera Tom Cruise acuña, te pasa a buscar por el campus en su Mercedes deportivo para invitarte al Country Club, porque quiere compartir contigo; estar más cerca de ti; hablar de hombre a hombre de las cosas

de la vida y si lo deseas puedes traer a Leticia, la rubia del cuerpazo que le presentaste la noche del sábado, pero no cabemos en el auto, bueno...
El viejo busca uno de los exitazos de Ricardo Arjona y tú prefieres a Miguel Bosé y él termina colocando a Aljadaqui, cruza sobre sus ojos las gafas Cartier bifocales y explaya su sonrisa. Detrás de ustedes un batallón de hombres armados hasta los dientes cuidan la espalda del viejo y te cansas y por primera vez en la vida le preguntas:
-¿Qué sucede, viejo, por qué tanto temor?
-Te lo dije el otro día: la situación del país no está nada fácil y la gente con dinero, notoriedad y posesiones corre el riesgo de ser secuestrada o asesinada por encargo de alguien.

-¡Dispara!
-Todavía debo ajustar el interruptor de mira, pero lo
resolveré de inmediato.
-Debes darte prisa, cambio. No tenemos todo el día.
-Un juego de golf tampoco termina en diez minutos.
-¡Hazlo ya! ¡Mátalo!

Tu madre apareció de repente por la casa. Extrañamente te abraza, una efusividad poco normal, ¿antinatural en ella?, y corre hacia tu padre, los ves juntos discutiendo por algo; lanzándote miradas de reojo, procurando no extender las palabras, evitando que te enteres de la conversación.

Él le pide que vayan al estudio. No lo oyes pero lo intuyes, algo se cuece, algo preocupante, algo sucede. Minutos después tu madre, es una mujer preciosa, más hermosa que tu padre, con dos hoyuelos que bordean su boca cuando sonríe, sale de la casa, entra. Como agobiada, desesperada.
Te marchas con tus niñeras al boulevard de la 27 de Febrero con Abraham Lincoln, donde los escuálidos de la universidad tienen un party, un bonche de último minuto. Una bebentina amenizada por un grupito de rock anónimo.
Es que algo sucede, le dice a una de las chicas que lo asedian con sus besos aromatizados de nicotina, lo presiento. No pasa nada, le responden sus carnales mexicanos, lo que ocurre es que tu viejo no quiere broncas, buey, que vaya a pasarte algo con tantos narcotraficantes y secuestradores sueltos.
En la noche, bueno, casi en la madrugada, se encuentra con la novedad, digna de la portada de The New York Times, o Le Monde, de que su madre ha regresado a vivir con él ¿y su padre?, bajo el mismo techo.
No hay explicaciones, realmente nunca las recibe. Su madre se acerca, enciende un cigarrillo y te dice, con esa parquedad en las frases, a manera de explicación, ¿o de consuelo?, que estará junto a ti unas semanas, te advierte, sin embargo, que nada definitivo, es, mientras se arreglan unos asuntos.
Los viejos te sacan de quicio, creen que sigues siendo un niño, que no entiendes nada y lo sospechas todo. Pero no lo admites. Es crudo admitirlo. No él. Tu padre es un tipo jovial, alguien adorable que no le haría daño a nadie; es tu apreciación, porque así lo has visto siempre, así lo recuerdas.


“La agencia antidrogas de la nación norteamericana
logró capturar al presunto capo,luego de una labor de
inteligencia de dos años.
Ahora le toca al Tribunal Superior de Justicia
decidir, bajo los preceptos establecidos por el Có-
digo Procesal Penal, si extradita o deja en el país,
con los cargos señalados en su contra, al cabecilla
de la mayor operación de narcotráfico de la época’’.

Tu viejo es inmejorable, te repiten los chicos y las jevas una y otra vez, no te maltrata con rigurosos horarios y respeta tus decisiones. Además, te crió como un niño mimado, entregándote el mundo, con el alegato de que él careció de todo, hasta de agua para beber y de un inodoro para cagar. Pero hace mucho de eso. Mejor piensas en la fiesta de cumpleaños de mañana, quieres que sea discreta, pero no escasa. La botarás. Invitarás de emergencia a tu clan de la universidad, incluyendo a los mexicanos y a las chicas que se mueren por estar cerca del viejo; son unas viejólatras que te dicen que no es el dinero el interés de sus motivaciones, sino el encanto de tu padre. Son cosas que te hacen reír y bromear con el viejo y él siempre te dice que no está por criar más muchachos. Le preguntas si estará presente en la fiesta y te responde que por nada del mundo se perdería un aniversario de su hijo.
-Dispara
-Ya, un momento.
-Te estás tardando.
Desde ese ángulo podían ver a los chicos moviéndose de un lugar a otro alrededor de la piscina, compartiendo una buena fiesta de cumpleaños. Subieron al alto que está sobre la carretera, que por la aparente distancia no encerraba ningún peligro y los hombres de la vigilancia se concentraban en la parte interna de la casa y del exterior más cercano. Un gran e inexplicable descuido. Desde el lente de la Windsorf israelí reforzada, calibre alto de difusión 15-KC capaz de destrozar un objetivo a dos kilómetros de distancia, (con balas suspensivas de plomo y nitrato de carbono), Se podía divisar con auténtica cercanía la espalda de tu padre, que departía vestido de blanco con un grupo de sus colaboradores más cercanos, cambio.
-¡Dispara!
Fue un momento paralizante.

“Según las informaciones filtradas a los medios,
el supuesto capo de la droga, ordenó, luego de
de su captura, que sus socios más importantes
fueran eliminados por haber contribuido con su
detención’’.

Sólo sientes el ardor frío sobre tu cuello, un dolor agudo y un mareo; ni siquiera te enteras del desplome, caes, ensangrentado, tu padre sale de la casa vestido de negro. Corre, una estampida es lo que se forma cuando los invitados huyen, se esconden y tus amigos mexicanos te socorren. Tu padre te carga en sus brazos y sin esperar a nadie, no saben dónde se ha metido tu madre, enciende uno de los autos y a toda máquina, quemando el asfalto con los neumáticos incendiarios, llegan a la clínica.
Pero es tarde. Es tarde. Ahora que lo miras bien, una imagen algo difusa, la semejanza entre tú y tu padre es extraordinaria. El hombre cabecea con la cabeza de su hijo sobre su vientre; la madre llega gritando, lanzando improperios, dando manotazos sobre el pecho del hombre, enfurecida porque tú estás a punto de irte de este mundo y tu padre hace llamadas nerviosas a su celular; maldice, blasfema, llama a sus hombres, porque te han dado un balazo en la nuca que te tiene al borde de la muerte.
-¡Malditos! Fallaron.

La vida y la muerte se pelean por ti y sientes las manos de tus carnales mexicanos y los escuálidos compinches de la universidad, y las chicas que no miran a tu padre, sino a ti. Que imploran a Dios para que no mueras y tu padre frustrado, porque de nada sirvieron los dispositivos de seguridad ni los costos elevadísimos pagados para escoltas y guardaespaldas. Tu madre grita. Escuchas su voz, lenta, distante y por primera vez en tu vida sientes que tienes madre y ahora tu padre cambiaría lo que tiene, su dinero, sus propiedades, todo, por salvarte, por despojar a la muerte de tu vida.
-¡Fallaron, imbéciles!
-¿Cómo ocurrió?
Te dispararon a ti, hijo, pero me querían a mí. Escuchas al viejo, sulfurado en un mar de lágrimas, y aunque siempre estuviste orgulloso de poseer sus mismas características físicas, unos imbéciles confundieron el disparo y te mataron a ti en vez de a él.
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Acerca de mí

Mi foto
Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.