12 julio 2006

Los Caníbales

“Las opiniones de los protagonistas vienen influidas, es lógico,
por su carácter particular y por la situación en que se hayan;
no han de ser consideradas, por lo tanto, como las mías propias.
Del mismo modo no debe extraerse de estas páginas ninguna
conclusión que pueda llegar a perjudicar doctrina filosófica
alguna.”
Mary Shelley. (Frankenstein)


Es su mirada. Penetra. Parece construida por una fuerza sofocante, que aturde y deja en estado de expectación, delirio y locura a quien lo mira directo a los ojos. Parece un pordiosero, pero tiene la creencia de que los hombres escogidos por Dios, los Mesías, los Cristos Redemptoris, parecen pordioseros, poderosos miserables que esconden entre sus miserias la suma de todas las virtudes milagrosas. Su ministerio es diferente. Aunque en esencia mantiene los mismos niveles de humildad y bajo perfil de otros escogidos providenciales, el suyo jamás ha sido convencional, rutinario, similar a los demás que hablan de la eterna pugna entre Dios y el diablo. Sin embargo, no lo criaron para eso. Lo criaron para fabricar dinero y más dinero, algo así como un magnate del tercer mundo.
Lo suyo era crear riquezas y gobernar entre los muros de la opulencia, mientras en las calles los hombres, las mujeres y los niños se caen en pedazos, se desmigajan, en la mierda de la pobredumbre. Él no lo aceptó. ¿Por qué lo aceptaría? ¿Por qué tanta pompa y tanta ceremonia de grandeza si la gente se muere de hambre, hambre, hambre, hambre?
No le interesan la teología ni las leyes escritas por los hombres, tampoco la autocompasión y, a diferencia de otros, que renegaban de la secular idolatría, adoraba la música de Elvis Presley y de Elton John.
La primera parte de su vida la dedicó a los estudios que ahora llama mundanales y profanos de las disciplinas universitarias y científicas. Logró completar cuatro carreras y de inmediato su padre planificó su futuro al frente de la compañía multinacional que la familia representaba en el país.
Lo hizo. Al poco tiempo todos descubrieron que se trataba de un caso excepcional, una especie como de genio de las finanzas que hacía multiplicar el dinero por arte de magia, con poco esfuerzo, y con unos cálculos y estudios tan excéntricos y rudimentarios que nadie cuestionaba.
Las empresas también se multiplicaban. Era uno de los hombres más ricos del continente y sus asesores se atrevían a decir que del mundo. Bill Gates, Donald Trump, Issi Yo Su, Ted Turner y otros magnates del ámbito habían urdido las más costosas estrategias para descubrir su secreto; contrataron espías , monitores de reflexión paradigmática de observación ultradigital y forjadores de chips de inteligencia para averiguarlo, pero los esfuerzos resultaron inútiles.
Los políticos trataron de atraerlo para ofrecerle candidaturas presidenciales o para que se uniera a sus campañas, porque decían que las luchas por el poder serían determinadas por el dinero más que por el liderazgo de otros tiempos.
Nadie en su entorno sabía cuál era el truco. El tipo llegaba a la oficina, se encerraba, no salía a ningún sitio, ni siquiera a la hora del almuerzo, no pedía café, ni agua, nadie lo vio nunca con un cigarrillo en la boca.
Las mujeres, esbeltas, espectaculares, los mejores culos, como decía su orgulloso padre, se metían en el despacho del joven ejecutivo y, caso raro, nadie lograba verlas salir.
Las especulaciones se regaron. Que el tipo tiene un pacto con el diablo, que nunca han visto nada parecido. El señor no se baña y siempre luce más acicalado que James Bond cuando lo interpretaba Roger Moore.
Que pasa el día metido en el despacho, se come a las mujeres después de poseerlas con sus cuatro miembros viriles y el pacto viene de generación en generación, etc.
Diez años después, hastiado de un tremedal de riquezas interminables, agobiado por el peso de la fama en el mundo financiero e imbuido por los azotes de los rumores, se encerró en su oficina con intenciones de no salir jamás. Un día tuvo una revelación. Vio a cientos de hombres volando sobre un río de azufre ebullente, caían y el azufre los despellejaba vivos.
Los gritos eran aterradores.

¡Redemptoris! ¡Redemptoris!

Era una voz vibrante, sonora, como electrónica. Una especie como de letanía que lo aclamaba. De llamada que lo llamaba. De quejido sepulcral que sacaba una mano huesuda y le hacía señas: ven, ven, escuchaba, ven, te esperamos: déjalo todo, sed un pescador, sed un buscador de glorias e infiernos, sed un buscador de causas perdidas y apremiantes.

¡Redemptoris! ¡Redemptoris!

Desesperado por el silencio y la ausencia ya no parcial sino total del hijo afortunado, el padre decidió tocar la puerta del despacho. La tocó una, dos, tres, cuatro, trescientas cincuenta veces hasta percatarse de la fluidez viscosa y sanguinolenta que manaba de su diestra. El hijo, enterado de la angustia de su procreador la abrió.
Quedó impactado por la imagen que proyectaba el héroe de las finanzas. a quien todos los líderes del mundo de entonces como George W. Bush, Fidel Castro, Bill Clinton, Ugui Molongui, Francois Miterrand, Felipe González y hasta Changalu galú, habían pedido consejos para combatir con éxito el dolor de los incrementos en los precios internacionales del petróleo unos, y la situación de conflicto bélico, narcotráfico y ventiscas violentas internas otros.
El padre no soportó el fulgor de aquellos ojos fulminantes ni el irresistible y denso negro de sus barbas apocalípticas, condimentada la visión por el olor a bestias podridas imperante en el despacho, donde crecieron matas y arbustos silvestres, culebras nacieron y otros reptiles yacían en estado de incubación.
El padre no daba crédito a lo que palpaban sus ojos. Los ejecutivos y empleados de la compañía se aglutinaron para presenciar el histórico acontecimiento y fueron presa de la visión de aquel espectro que era una migaja de hombre, una presencia fantasmagórica, cuya decadencia se inició cuando las pesadillas dantescas invadieron el dominio de sus sueños.
Le puso una mano en la cabeza calva al padre y salió del edificio. Nadie entendió nunca lo sucedido. Salió flotando, sin mover un pie, sin reflejar la sombra que, humanamente, debía proyectarse con el contacto de las luces del edificio y de los rayos del sol.
Ya engullido por la vejez y con su natural debilidad de espíritu y contextura, corrió detrás del hijo y lo alcanzó en uno de los callejones que hacían de albergue de menesterosos y limosneros, a unas esquinas de su compañía.
-¿Qué haces?- le preguntó el viejo aturdido por la impotencia- ¿qué diablos se te ha metido en la cabeza con ese aire de enajenado mental?
El hijo se volvió despacio, reconoció en la voz pausada, diáfana y transparente el mismo tono que lo exhortó siempre a poner los pies en el camino del éxito. “No, padre. No es un aire de enajenado mental- le dijo- es el llamado para hacer algo más importante con mi vida”.
Ahora está ahí. Sentado en ese extremo de la bocacalle de los menesterosos, los huesudos y famélicos hijos de las desgracias humanas. Nunca ha leído un capítulo de la Biblia, mucho menos del Libro de Mormón ni de otro texto divino de idioma alguno, su fortuna, una imponente e incuantificable fortuna, fue donada a la coalición de los Estados Unidos y los países aliados para que sufragaran los altos costos de los planes de reconstrucción de Irak después de la estremecedora guerra.

Los hombres lo siguen. No les habla, no les refiere palabra salvadora ni hace promesas de liberación y proyectos redentores.
Sólo los acompaña en el desastre inhumano de la pobreza; la sufre con ellos, la palpa y la vive. ¿O la muere? Es su ministerio. Los días transcurren sin novedad. Se siente realizado con ese proyecto de religión que comenzó entre los don nadie y los sin rostro de la calle Veinte Piramidal. De nada han valido los ruegos del padre, ya eclipsado por la tormenta degenerativa del tiempo, las súplicas, las humillaciones. Desde gobernantes, industriales, intelectuales del snobismo progresista, poetas, fascistas, comunistas, letrados, ignorantes, maricones, putas, ascetas, filólogos, estetas, filósofos, tumbapolvos, vetraidiles, marihuaneros arrepentidos, hasta el más humilde de los hombres del pueblo, se solidarizaron con el padre e hicieron ingentes esfuerzos para convencerlo de abandonar la idea de redimir al mundo.
Ni siquiera los escuchó. Las cosas están decididas y nadie cuenta con la capacidad de arrastre suficiente para convulsionar ese llamado de silencio y providencia.
Ese rostro imantado cobró mayor intensidad el día que una anciana, con ambas extremidades mutiladas por las hojas metálicas de una taladora industrial de caña la dejó sin brazos ni piernas, en el central azucarero donde trabajaba.
La llevaron en son de broma, montada en una carretilla y vuelta una cosa humana, desmembrada, como si se tratara de una criatura de circo con un busto y una cabeza, y unos ojos y una nariz y unas orejas y una boca. El hombre la miró. Parecía un fenómeno, dejó caer una sonrisa, le hizo señas al tipo que empujaba la carretilla, para que acercara a la anciana, le tocó la frente sin decir nada, escupió un salivazo verdinegro y la multitud inquieta que había asolado el callejón, esperó exhalando el sudor nervioso de la incredulidad.
“Los milagros huelen a orines quemados”, pensó. Truenos y relámpagos surgidos de un momento a otro , precedieron los eventos. El cuerpo deforme de la mujer tembló, sudores agrios y apestosos y un calor de mil
demonios. “Morirá, morirá”, vociferó el hombre de la carretilla: si no callas, morirás tú, maldito. Dijo el santo.
Una brisa polvorienta y maloliente sopló. Dos minúsculos brazos con sus manos pequeñitas y un par de piernas con sus pies diminutos brotaron de las extremidades antes mutiladas de la mujer que aún temblaba y echaba espumarajos por boca y nariz.
Las piernas crecían, los brazos aumentaban y la multitud estupefacta lucía pasmada.
El fenómeno no se repetía desde los tiempos inmemoriales del Nuevo Testamento. Un verdadero e inobjetable milagro. Media hora después de haber llegado como fenómeno de circo, la mujer, con sus miembros rehabilitados se puso de pie encima de la carretilla y se sintió una ovación estrepitosa; toneladas de aplausos de hombres y mujeres podridos de miseria, que se arrodillaron para pedir vida eterna, junto al barbudo que había demostrado el poder de reconvertir las penas y dolencias en gracia humana.
El milagro lo catapultó a la categoría de mito. Sin embargo, su íntima convicción lo conducía a renegar del misticismo, para no caer en los percances apocalípticos y turbulentos que dieron fin a liderazgos mesiánicos que lo antecedieron, como ocurrió con Cristo El Hijo del Hombre, de la Biblia, con el hermano Francisco de la selva de Vargas Llosa y con el Mesías de Richard Bach, cuyos ministerios colapsaron con muertes espantosas.
Prefería ser un iluminado como Siddarta. Adorar las canciones otoñales de Elvis Presley y fumar de vez en cuando uno que otro tabaco de esos que dan risa, porque su objetivo no era la santificación de sus hechos ni la beatificación de su memoria.
A él le importaba poner a prueba su espíritu, que según Mahú Etsidam, gurú del Medio Oriente, es el único responsable de las penurias de la carne por sus aspiraciones a mantener siempre un estado de tentación y lascivia.
No obstante, descubres que los deseos e instintos primitivos todavía te sobreviven. No hiciste la declaración de principios ni ninguna aclaración de si la religión solitaria y sin gloria que habrías de fundar incluía la castidad y la pureza sin máculas del matrimonio que hacen los sacerdotes con Dios o si permitía la agrupación marital entre un hombre y una mujer, o un hombre y cuatro mujeres, como practicaban otras sectas y religiones aceptadas y tradicionales, eso estaba pendiente. Pero lo cierto es que, solo, en tu promontorio de vagos y menesterosos la suerte de los jeques llovió en el callejón. Desde todos los puntos del mundo las mujeres tiernas y jóvenes se expandieron como la verdolaga. Todas querían un hijo tuyo. Todas anhelaron invadir sus vientres con la semilla pontifical de tu rastro, de tu esencia, de tu origen sobrehumano. Llegaban en camiones repletos; vestidas, semivestidas y desnudas y con una rapidez pocas veces vista se arremolinaban en el callejón de los menesterosos, los quitaban del medio y hacían una fila india para que el barbudo las recibiera.
El barbudo, hijo unigénito de un gran señor de la fortuna, las pasaba por las armas sin rechistar, con esa capacidad bestial que sólo el placer de la lujuria cósmica y la ayuda imprescriptible de la divinidad hacían posibles.
En pocos días el callejón de olores sulfurados se transformó en un harén céntrico, en un muladar donde el sexo de mil mujeres edulcoradas se batía con la fiereza de un gurú mesiánico de nuevo cuño. El hombre, sorpresa repentina, pasaba entre 15 y 22 horas al día ejercitándose sobre sexos calurosos, inseminando su poder y vigor en vueltas repetidas con mujeres que, desolladas, al poco tiempo tuvieron que salir huyendo, ya que entre plegarias y exorcismos fundamentales, las rutinas y las posiciones, los rituales de todos los tiempos, épocas y eras, un monstruo descorazonado, provocaba infartos, paros cardíacos y espasmos fatales que ellas no pudieron aguantar.
Los pordioseros, habitantes naturales y primigenios de los ruinosos callejones capitalinos, formaron parte de su séquito de iluminados escogidos desde los orígenes de la agrupación santa. Ya no les daba hambre. El lugar parecía un campo de concentración: ancianos decrépitos y enfermos que descuajaban entre la fragilidad de la carne descompuesta y llagada, que luego, por el poder sagrado de la santidad quedaron liberados.
Fueron liberados, sanos y sanados, con la misión sin servidumbre pero de servicio a las cosas consagradas del Señor. Los milagros se siguieron uno tras otro. Mujeres que no tenían la gracia divina de la concepción vieron la realidad hecha sueño y sus sueños se hicieron realidad al alumbrar cuatrillizos, sextillizos y heptallizos en uno de los casos más resonados del mundo. Hombres de piel negra y bembones naturales pidieron un cambio radical del color racial y en un efectivo mutismo de luces se transformaron en seres con rasgos caucásicos, translúcidos, grises y albinos. Mujeres que trastocaron sus sexos, niños que crecieron y se hicieron hombres en dos minutos para reclamar herencias y sucesiones multimillonarias en la mayoría de edad. Homosexuales que prefirieron un ano espectacular y un sexo femenino en el bajo vientre, ladrones que reclamaban entre llantos, sollozos y mocos, puertas abiertas y sabiduría especial para descodificar las cajas fuertes y evadir a la policía a la luz del día en plena emboscada. También recibieron sus milagros hombres inadaptados, sin vocación y con aires despóticos, sin ilustración de ningún tipo que lograron escalar posiciones cimeras en gobiernos sucesivos y algunos de ellos, incluso, ocuparon la presidencia. Eran milagros. Repudiaba los milagros.
Repudiaba los milagros, pero decidió hacerlos cuando la opinión pública internacional y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas dudaron de su identidad sobrenatural y citaron los milagros de otros semidioses, elegidos y enviados que levantaron paralíticos y muertos e hicieron que mudos hablaran, sordos oyeran y gagos cantaran.
El día que el Papa lo visitó para comprobar la certeza de su existencia, sintió náuseas debido al pudridero en que habitaba el barbudo junto a su séquito de menesterosos ilustres. El Sumo Pontífice llegó en el papamóvil acompañado de los obispos más importantes del continente. Cuando el Vicario de Cristo lo vio de cerca y contempló que aquel hombre no era más que un pedazo de carne con ojos, un guiñapo intrascendente y sin un ápice de la santidad redentora, distante aún de asimilarse en la simple condición humana, lanzó una proclama que se propagó por los confines de la tierra: “no hay nada extraordinario en esa pobre criatura que pisa los umbrales de la locura sin enterarse siquiera”.
Mientras, él permanece inerte con la vista hacia el pavimento del callejón, y sin enterarse de que ese día memorable e histórico fue visitado por Su Santidad.

¡Redemptoris! ¡Redemptoris!

Escucha las voces. Escucha las visiones. ¿Has escuchado el color de las visiones? Vio una estela blanca y refulgente entre la multitud de pordioseros de barbas blancas y una figura de rostro señorial y apacible; nunca lo supo. El Papa se le presentó en la guarida. No creyó en sus milagros porque yacía postrado, entregado a un mutismo tenebroso y hostil. Ahora tu mirada arde. Crepita. La boca amarga, por primera vez designios humanos. Sentimientos humanos, padecimientos humanos. Una barba hasta los pies. Una barba negra. Densa. Mal vista, contraria al estilo de occidente. Uno de esos días que definió de culminación de la razón fundamental de su ministerio, se sintió desganado y abúlico. El sol le molestaba y, por primera vez en su vida mesiánica, se quejó del hedor a ratas podridas de los pordioseros de su escuadrón de seguidores. Se arrodilló sobre el asfalto quemante del mediodía y lloró como un niño. Lo crees, puedes flaquear de repente, sentir que la debilidad de la piel y la carne podrán socavar la espiritualidad de tu misión y predestinación. Cayó desmayado. “Cristo también tuvo sus tentaciones”. Las resistió.
María Magdalena le lavó los pies con aceite, y aunque Nikos Kasantzakis en su novela La Última Tentación de Cristo habla del apasionamiento y del amor entre un hombre y una mujer; de la lujuria, el Hijo del Hombre resistió. También resistió al diablo dulzón. El diablo dulzón que lo tentó, le ofreció villas y castillas para que desertara de la razón divina y no lo venció. La debilidad llegó como una sombra espesa. Su espíritu de Elegido desparramado cayó en un trance doloroso. Quería abandonarlo todo. Apartarse de su condición, distanciarse, estaba confundido. La confusión es parte consustancial del espíritu humano que se desdobla. Todos se confunden. Confusión y destello irrefrenable. Tú te confundes. De repente los hombres, escuálidos gérmenes de su parasitismo final, se aglutinaron en torno a él. Descargaron en carretas cientos de Biblias, las distintas versiones acogidas por los evangélicos pentecostales, los Testigos de Jehová, los católicos, los mormones con su Libro de Mormón, Moroni y otros plagios bíblicos; los Testaferros de Cristo, los Redemptoris Baptist, Los Tragafuegos Célicos, los estrechos de sexos celestes y el libro de la lubricación vaginal greco-anglosajona y dos o tres horas después rociaron gasolina y prendieron fuego al montículo formado por las ediciones en rústica y pasta, que habían coleccionado sin leer una sola página en todo ese tiempo.
El rostro se ilumina con los colores crepitantes de la hoguera. Sonríe. Es una risa como de espíritu enloquecido y siniestro, las canas nacen sobre su cabeza y se multiplican en fracción de segundos y la barba de un negro espeso que le rueda al piso se tiñe de blanco. Un blanco nevado que hace resaltar su rostro desencajado y triste. Un griterío de gente desesperada y pasos multisonantes y multisonoros le taponaron los oídos. El poder divino lo abandona, lo siente en el corrientazo estomacal que lo perturba; lo siente en el aire, en el aura majestuosa de una nube negra que posa sobre sus ojos. Cae de bruces, la cara sobre la hoguera, los enclenques menesterosos de su bastión religioso lo arrastran, intentan salvarlo del siniestro de libros sagrados hechos cenizas. De niño era tan feliz. Me veía rodeado de cosas, todo lo que se me antojaba. Un niño rico que crecía y humillaba, que aplastaba a los débiles con un rodillo. Siempre escuché la excusa bíblica, según mi padre inventada por un pobre que dice: más fácil entra un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos. Me burlaba de esa apostasía. Mi padre se burlaba también. ¿Quién puede decirle a un maldito millonario que su dinero no puede comprarle un pasaje directo a la gloria? El mundo, el cielo y los demás reinos del universo están destinados a los ricos.
Mi padre se entretenía repitiendo con la voz alcohólica: “los pobres son el excremento del mundo, la pura mierda; una infección, un maldito error de la naturaleza.”
Mi padre no era malo. Yo tampoco. Sólo éramos aprendices de la fortuna que a veces descarna la humanidad del hombre. Nos resfriábamos cuando hacíamos contacto con los sirvientes de la casa. Con mi madre el caso se hacía extremo.
Los pordioseros de su equipo de apóstoles lo vieron concentrarse en las llamas devoradoras de libros sagrados y contemplaron con estupor el momento en que su trance registraba un desenlace final. Cayó tumbado con el rostro en la hoguera. Un torrencial aguacero se despeñó por el callejón, apagando en un tris el fuego devorador de libros y encharcando los rincones atestados de ratas. El grupo de menesterosos célicos se conmovió con la escena. Ese hombre era su mentor y guía. Les había enseñado el enclaustramiento en uno mismo y las leyes personales de la in- diferencia; la sugestión mental y su poderosa maquinaria de fabricación de milagros, las verdades hipnóticas de curaciones y milagros realizados por pastores de iglesias frente a multitudes embelesadas e imbéciles que tragaban el cuento y pagaban por ello.
Les enseñó todo. Curó gente como Cristo. Fue rechazado y minimizado por los representantes de las sectas tradicionales, que no aceptaban la existencia de un Mesías que les quitaba clientela en el negocio de la redención espiritual. Lo vieron allí, tumbado, con la barba y su nueva intensidad blanca interrumpida por un manchón de espumarajos esquizofrénicos. Se asustaron. El aguacero diluviano que apagó la hoguera era un presagio. Ellos continuaban allí con la indeterminación y la duda de seguir adelante o de dejar atrás los logros alcanzados con su salvador. Habían superado el estado inicial de simples infecciones en las calles moribundas de la ciudad para integrarse a una realidad espiritual que aunque nunca entendieron, los sacó del mundo de los parias. El maestro les enseñó todo. Sin hablarles, sin decirles una palabra; querían consagrarse con el poder de su clarividencia y en eso, más que en el hambre, fue que pensaron cuando decidieron comerse su cadáver.

09 julio 2006

Fuera de orden

Lo que debe saber el
escritor de novelas

Antes de sentarse a escribir el autor de novelas debe tener pendiente elaborar una buena construcción de personajes que caracterice sus rasgos personales, sicológicos y hasta medioambientales, que es lo mismo que humanizar la trayectoria a recorrer a lo largo y ancho de la trama. No es el simple hecho de bosquejar unas actitudes, sino vivencias, que estarán enfocadas a despertar en el lector el interés por leer un texto que le recuerde en algún punto que la realidad de los personajes está vinculada, ya sea por las circunstancias o por determinadas tendencias, a la realidad vívida que se registra en la sociedad misma.
Bien han hablado algunos de los más importantes autores de nuestra época sobre los pasos que han seguido para el entramado de su obra. Unos, incluso han admitido que el proceso de creación de una novela puede resultar complicado, sobre todo si se trata de un argumento basado estrictamente en hechos históricos, o de novelas que toman aspectos de una realidad histórica determinada para crear una realidad fictiva nueva, sobre esas premisas. El mismo Gabriel García Márquez-aquí vuelvo a uno de mis autores preferidos para poner un ejemplo- explica en una parte anexa de su libro “El General en su laberinto”, que narra una etapa declinante en la vida del libertador venezolano Simón Bolivar, las consultas a documentos abrumadores, y a expertos en el tema, además de los contactos con historiadores amigos que tuvieron que ayudarlo en la labor exhaustiva que significó una empresa de tal magnitud. La misma situación, o algo similar vivió Mario Vargas Llosa para reconstruir un episodio del último tramo de la vida del dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo Molina, pues el novelista debió convertirse en un investigador que colectaba documentos, entrevistaba a sobrevivientes, para luego llevar al lenguaje literario más que narrativo esa obra, con las caracterizaciones de personajes reales, velados unos e inventados otros.
En otros casos, el novelista asume un tema de su interés, o del interés de la editorial-vamos a ser francos- y si bien es cierto que agota un proceso de investigación, el rigor, en este caso no es el mismo. En definitiva, una buena novela debe reunir en su integridad los variados puntos de vista de la narrativa moderna, que vincula la participación activa del autor-narrador-personaje, la descripción de los ambientes, como parte de la fotografía visual que hará que el lector “vea las escenas”; la caracterización de sus personajes con un buen retrato de su protagonistas, esto es, su descendencia, frustraciones, logros, aspiraciones, infancia y esos aditamentos nos hacen vernos en ellos e incluso recordar a personas conocidas en cada circunstancia. En la fase de condimentación no puede faltar una buena dosis de humor-los argumentos muy estrictos y cargados suelen arrojar resultados contraproducentes, el drama necesario como hilo conductor, aunque estas son apreciaciones generales de un aprendiz diario de la materia.
Estos patrones no son más que pinceladas generales de la gran preceptiva que han abordado especialistas en el tema, que no toman en cuenta aspectos fundamentales como los que asume la novela experimental, los contraluces sicológicos, los argumentos atemporales en los que el tiempo no es ni progresivo ni regresivo sino estático o no existe una ilación concatenada ni lógica en el hilo narrativo: caso fundamental de Rayuela de Julio Cortázar, que significó en su momento una ruptura con los cánones establecidos y que logra que unos capítulos sean independientes de otros de forma caótica, aunque, en la concepción característica de los personajes hay una perfecta caracterización.
En mi caso, que no es mucho, pero lo puedo citar para los novatos que como yo buscan el camino-y no lo encuentran-las dificultades surgen cuando intento romper esos esquemas vinculantes con el tradicionalismo lineal de nuestra forma de hacer novelas, pues, en nombre de una abigarrada modernidad podemos caer en la construcción de obras frívolas, que pueden hacernos morir de la risa o provocar alguna erección, sin que la profundidad permita que ese libro resultante supere la prueba de los años. Es ahí donde tengo cuidado. Observo todo cuanto se escribe para “ver” las tendencias y gozo mucho con la capacidad de inventiva de buenos autores y de otros que reconozco, siempre estarán insatisfechos.
Me ocurrió al escribir ¿Dónde está Johnny Lupano? Estaba el dilema de la atmósfera histórica que quería, una atmósfera cargada de una peligrosa ventisca política, de muertes y asesinatos en una dictadura; tópicos poco comerciales hoy en día y la utilización característica de los personajes: Johnny Lupano e Isabel Gutiérrez son dos personajes cándidos, inocentes a pesar de sus pecados y con sus antecedentes familiares establecidos, hay una caracterización, son personajes humanos, como cualquier otro, con una biografía y para mí, el haber logrado unificar ese esfuerzo, es algo que todavía creo un paso acertado. Creo, no obstante, que no es una novela al ciento por ciento perfecta, pero al menos, reúne esos elementos que indican que no he traicionado mi propia concepción sobre el arte de escribir.
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Acerca de mí

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Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.