29 noviembre 2006

EL BUEN DESEO DE JOAQUÍN

Cuento de Navidad

Bajas la cabeza y ocultas el rostro para que Joaquín no descubra ese torrente de lágrimas que deja una huella de fuego en tus mejillas. Él ignora que has llorado toda la mañana, desde el amanecer. No tiene por qué saber. El dolor es uno y él, con sus siete años de edad, tampoco entenderá mucho de las razones que tienen los adultos para llorar. Has llorado, llorarás, porque palpas en carne propia lo difícil que ha sido sobrevivir como madre soltera, pobre y sin esperanza, en ese pueblo donde la brisa sopla un polvazo caliente y la lluvia, ni siquiera aparece de vez en cuando.
Has padecido hambre en la piel y el estómago y estás a punto de colapsar. El niño, con sus ojazos negros grandes pasa por tu lado quitado de bulla, porque los niños nunca saben de pobreza y de riqueza, ellos viven, juegan con sus amiguitos, aunque sientan esos gruñidos en sus estómagos, que a veces braman, vacíos.
De repente se detiene. Los niños pueden ser inocentes pero observadores, y según has notado, es un niño observador, observador y curioso. Camina en círculos, imitando los sonidos de los autos que compiten en carreras y acelera, corretea, disminuye, se detiene en seco. Te mira y tú tratas de mirarlo, pero no puedes porque te hiere la tristeza. Él se coloca a tu lado, presiente tu dolor, porque tu dolor está regado en esas cuatro paredes descascaradas de la pieza en la que vives con más penurias que risas y risas.
Mirándolo a él también miras los dos panes duros que esperan a ser devorados sobre la mesa, y el plato de ensalada de mangos verdes que has preparado con algo de aceite de oliva, porque, por lo menos le darás algo similar, remotamente, a una ensalada.
Bien lo decía doña Anastasia, esa anciana enclavijada y huesuda que era tu madre: “no te aloques, muchacha, no andes por el mundo entregándote a cualquier hombre, busca responsabilidad, que los gusticos de cama, después duelen”. Pero tú, naturalmente, eras joven, con ganas y deseos de vivir, no querías estar en la vaina esa de la estudiadera, perdiendo tiempo metida en un liceo, si podías buscar un macho que te mudara y mantuviera.
Doña Anastasia no podía contigo. Tu padre menos. El viejo don José, curtido con el tizne de la experiencia, vivía escrutándote, analizándote. Se desarrollaba tu cuerpo. Tus senos se inflaban y se hacían protuberantes, tus caderas daban a tu cuerpo características de mujer golosa y apetecida, era algo en tu comportamiento: “esa muchacha está viviendo con un hombre”, le dijo una vez, de manera cortante a tu madre.
Cuando saliste embarazada no hubo forma de contenerlo:
-¡Se va de mi casa, carajo!
Doña Anastasia, con algo de esa sensibilidad desempolvada de madre, intentó intervenir:
-No puedes echarla, ¿de qué vivirá?
-Que busque al vago que le aventó la barriga y la mude.

Ya no hay vuelta atrás y Joaquín está ahí, a tu lado, llenando esos espacios desolados con su risa de niño avispado. Que te mira. Quiere decir algo; algo y si fijas bien tus pupilas en las suyas te darás cuenta de que quiere decir algo coherente. Es el temor. Te embriaga el temor ahora: ¿y si pregunta algo para lo cual no estás preparada? ¿Si hace alguna de esas preguntas fundamentales, qué le dirás? No le dirás que su padre es un tecatico de Ciudad Nueva, que cuando supo del embarazo huyó a la tierra de sus tíos en Dajabón y se escondió entre los montes, y nunca quiso saber nada de él, de ti. Realmente no estás preparada para responderle. Sólo lo retratas con tu mirada y ves ese rostro de ángel, tan parecido a tu padre que es su abuelo y que nunca quiso saber nada, para no involucrarse, tampoco quiso que visitaras a tu madre, doña Anastasia estaba muy enferma y “ tu no me la matarás, maldita”.
Aunque lo has intentado no has logrado aligerar la carga. ¿Qué puede hacer una mujer que no sabe hacer nada, que no sea planchar, lavar o fregar en alguna casa de familia? Ya no hay manera de devolver la cinta. De hacer un stop a esa historia triste que cuentas sin mover los labios, esa historia triste que tu hijo está a punto de descubrir, porque se ha colocado a tu lado, con su pantaloncito corto marrón y su camisita de cuadros azules, obsequio de alguien que hoy no recuerdas y temes que abra la boca y haga una pregunta reveladora sobre tus padres, sobre sus abuelos, sobre su familia.
Joaquín vuelve a hacer con la boca un ruido de motor Yamaha, antes de acelerar y correr alborotado por toda la pieza. Los demás niños juegan frente a sus casas, también corren, sus madres han comprado algunos pollos para asar, otras guisan espaguetis y preparan arroz blanco, porque sus maridos han utilizado la poca ganancia de las chiripas del día, junto a otros ahorritos, para cenar en esa noche especial.
“Tanto que te lo dije, no jodas en la calle para que no sufras, muchacha”, le escribió doña Anastasia hace dos días, cuando le mandó un sobre con veinte pesos para que se ayudara en esos días festivos.
Tu padre no quiere saber nada. De noche se sienta en la entrada de la casa, bebe ron a pico de botella y te maldice, “esa vagabunda del diablo, no sirvió para nada”, dice cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo.
Ya no puedes ocultar más el llanto. Has desfigurado el cartón azul que llevaba impresa la imagen de la virgen de La Altagracia de tanto acariciarla y tu niño ha visto fijamente esas mejillas ardidas, con el fuego de las lágrimas, porque hoy es un día especial y no tienes lo más mínimo para brindarle, más que esos dos panes duros que amenazan sobre la mesa.
Las mujeres de los alrededores lavan sus casas, echan agua a sus plantas y reciben a sus maridos que se sientan en las salitas a echarse los tragos, a descansar y hueles la brisa, una brisa caliente que hoy ha variado ligeramente y tú te abrumas y lloras. Entonces, él, Joaquín, el hijo de tus entrañas, se acerca y por fin, mira hacia todos los rincones y suelta lo que tanto ha querido decirte:
-Feliz Navidad, mami.

25 noviembre 2006

No estás aquí

Me han dicho que no estás aquí
no estás aquí y todo se desvanece
se disipa como un golpe de aire
o de espuma o de silencio
o de bramido líquido.
No estás aquí y todo se desvanece
se deshace en una existencia
jamás existida ni soñada ni
mentida: falsa como la más falsa
de las falsedades de los
hombres y de la vida.
Me han dicho que dejaste de ser tú
para transformarte en lo que otros
piensan que eres
para despojarte de aquellos
que éramos más allá del labio astral
de tus besos y tus caricias blanquecinas
para despojarse de aquellos
que se comportaban como chicos sin sesos
en la entrada del subway.
Me han dicho que no estás aquí
y el aliento gélido del recuerdo
llega de golpe, como un golpe
de nieve lanzado a tu rostro
que fue el mío y luego de ambos
a la vez.

12 noviembre 2006

Espero

Me entristece verte así, como estás hoy, con el rostro lleno de sombras y los labios apretados, extenuando el aliento; matando esa risa tan tuya que, según creí, alguna vez fue mía. No puedo siquiera suponer que la distancia se extenderá sobre nosotros y marcará sus huellas hirvientes, por las brasas de las lágrimas, en este pedazo de existencia, que un poco dejó de ser vida cuando lo decidiste: partir desde el principio de nuestros amores y llegar al irreconciliable cerco de la separación.
Junto a ti, a tu recuerdo, quiero decir, me unto de esa nostalgia que irrumpe en la maquinaria de mis sentimientos y remueve las hojas secas de este árbol caído, dañado y sin sangre circulando que soy yo desde el ángulo no fortuito, sino premeditado de tu silencio.
Porque fuimos juntos muchas partes de ambos y de nosotros dos sin dividirnos, premeditándonos en cada movimiento, en cada mirada entrecruzada y en cada beso viajero que se enredaba más que a la lengua infinita de nuestros humores, al pánico agradable del descubrimiento de los primeros planos del amor o del sexo, de la lascivia y de la humanidad que nos arrastraba hasta sofocarnos en las sábanas blancas de las unificaciones y los bramidos y los resuellos desencadenantes de la hombría y la mujeritud que irradiabas en cada vapor de tus poros y tu piel.
Y ahora te decides a abandonar aquellas cosas impensadas, aquellas cosas que nos definen a los dos como si ambos fuéramos uno solo, que palpita y se desencadena en nosotros mismos, porque la confusión tiene sus momentos y los exalta y los enrosca y los envuelve en los abismos telúricos del daño y la traición.
Pero yo estaré allí, situado en el mismo lugar. Frente a la mesita de madera caoba donde montaba la copa de ron con Coca-Cola y fumaba mis cigarrillos precisos, escuchando quizás un poquitín la voz candencisa y desembarazada de José José y su anda y ve, te está esperando anda y ve, no lo hagas por mí, que al fin y al cabo, sólo soy tu amigo. Anda y ve, te veo nerviosa, anda y ve y que sientas con él, lo que en su día, tú sentías conmigo...
Mi trago que cae, se desliza por mi garganta, lenta y despaciosamente, mientras te espero y espero que dobles el rostro y olvides esas ideas y que esas ideas no sean malas ideas sino buenas ideas, al menos vinuculantes, memorativas, llenas de recuerdos del presente y de esos presentes que aún el reloj y el tiempo no han provocado.
Así que espero, espero.

11 noviembre 2006

La última evocación

Nunca, como en ese momento, deseó tenerla tan cerca. Un viento frío de nostalgia y evocación se metió primero en su estómago y luego en sus entrañas. De repente su mente quedó despejada: la necesitaba a su lado. Sólo para amortiguar el vacío y las brumas de esos últimos 80 segundos. ¿Por qué ahora? ¿Para qué la necesitaba en un momento tan crucial en su vida? Era una locura. Más de 25 años respirando su transpiración medicamentosa, contemplando su rostro señorial y escuchando las insufribles tonadas de sus ataques de tos en la madrugada, casi sufriendo un suplicio que sólo las escapadas milagrosas a los recintos prostibularios de ocasión amortiguaban.
Ella, su esposa, una de esas mujeres que en la juventud gastó su belleza y su vanidad en complacerlo en todos los caprichos y que, posteriormente, cuando el paso del tiempo dejó marcados estragos en su piel y en su espíritu, la calle, la vida alegre y las mujeres fáciles, fueron el precio que con su hombría imponente, pagó el inefable Federico Navarro.

Se convirtió en un hombre de la calle. En las noches, específicamente los lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábados, salía en su automóvil Lincoln negro y rechinaba los neumáticos, quemando el asfalto de las avenidas nocturnas y penetrando en los barrios céntricos de la ciudad, donde las mujeres, rebosantes y hermosas, feas, raquíticas o escuálidas- no había distinción- lo esperaban para, sin muchos ruegos ni esfuerzos superfluos, abrir sus piernas y darle, a cambio de buenos fajos de billetes, los placeres que ya no encontraba en el hogar.
Esa rutina, como se dijo, consagrada de lunes a sábado, era suficiente, pues los domingos estaban destinados a vomitar durante horas y a tratar de librarse de las resacas faraónicas que le cuarteaban la cabeza.
A pesar de su ingratitud en el hogar, odiaba a doña Miosotis Merejo de Navarro, su esposa, porque nunca pudo darle un hijo, aunque doscientos quince ginecólogos, refrendaron en todos esos años de búsqueda infructuosa que ella se encontraba en perfectas condiciones para la concepción. Permaneció atado al lazo matrimonial porque convenía a sus sagrados principios éticos y morales. En los minutos que pasaba en la casa la ignoraba. Sólo intercambiaba las palabras elementales y en una de esas madrugadas de domingo llegó a desear que un acceso de tos se la llevara definitivamente del mundo.

Ella nunca lo entendió ni entendió su actitud. No podía asimilar que él, que había desplegado esfuerzos inauditos para que la encumbrada familia de ella lo aceptara y aceptara que la hija unigénita se marchara vestida de mujer en sus brazos, tantos años después la rechazara con tal fiereza.
Ella se mantenía tranquila. Recibía en la casa a sus amigas de la alta sociedad a quienes atendía por su incondicional apoyo en las buenas y en las malas: “Miosotis, yo no quiero intranquilizarte, pero Polanco, el mecánico de Arturo, me dijo que vio a tu marido borracho, como con quince mujeres en el Malecón.” le decía Juana Aquelarre, una de sus más íntimas amigas, tan sincera y celosa de los engaños contra sus seres queridos. “Ay, pero Dios mío, lo levantaron de entre un charco de vómito y mierda, el muy asqueroso amaneció como un perro con el carro atravesado en el bulevar de la 27”, le recitaba Jacinta Paniatowska, sin el deseo de sembrar la discordia en el corazón abrumado de Miosotis Merejo.
Ella, con sus ataques de tos no había dejado de fumar nunca, y a veces, con el pretexto de cambiar las zapatillas, subía hasta su alcoba y lloraba, luego señalaba que el humo le irritaba los ojos.
A Federico Navarro le importaba poco el sufrimiento de su esposa. Tampoco le interesaba guardar las formas frente a la sociedad, porque consideraba que en su seno reposaba como en ningún otro lugar, la tara de la hipocresía.
Sabía llegar a las fiestas de los clubes exclusivos de la calle San Agustín y romper la melancólica monotonía en los conversatorios sostenidos por los ejecutivos de importantes corporaciones, con los chillidos y vociferaciones vulgares de las mujeres pornográficas de las que se hacía acompañar y, en ese plano, armaba los más sonados escándalos que eran el festín de los diarios y medios de comunicación presentes.
Muy tarde Federico Navarro comprendió que su esposa, lejos de ser una mujer anodina y sin carácter, poseía una fortaleza única.
Había sobrevivido a él. Con estoicismo, en silencio; sin romper un solo plato. No supo qué hacer: no tenía calidad moral ni siquiera para desear que en ese momento estuviera presente: pero la evocó sorprendido, le hacía falta, por primera vez en la vida, transpirar su aliento alcanforado.
Los 80 segundos transcurrieron . Miosotis no estaría junto a él. Las cosas se nublaron, se hacían espesas a sus ojos. Fue cuando la llamó. Desvalida, humillada y olvidada siempre. Mi Miosotis. Nunca como en ese momento deseó tenerla tan cerca, era un momento crucial en su vida. Deseó con todas las fuerzas de sus pulmones tenerla a su lado para pedirle perdón, para decirle que había sido un canalla, para reconocer ante ella su mezquindad.

La imaginaba. Seguro estaba en la casa, sentada leyendo el libro de los salmos en silencio y reflexión. Sus ojos se apagaban. Oscurecía.

REPORTE POLICIAL
El empresario Federico Navarro fue encontrado muerto en una de las habitaciones del hotel Cuasimodo Imperial, ubicado en las afueras de la ciudad de San Agustín del Río.
Al momento del hallazgo del cadáver los agentes de la Policía Nacional que patrullaban la zona en su rutina nocturna, informaron que junto a él había una botella de ron semivacía , una cajetilla de cigarrillos Marlboro sin abrir y varias monedas de cinco y un pesos.
La Oficina Nacional de Patología Forense, previo informe del Departamento de Balística, manifestó que el nombrado murió de inmediato por el impacto de un disparo en el pecho, que atravesó su corazón y dañó otros órganos vitales.
El arma utilizada corresponde a un revólver calibre 38, que había sido robado a un oficial de la Marina por la conocida como Juana La Treceojos, quien fue detenida luego de haber confesado la comisión del crimen por razones pasionales.

Sin mayores ponderaciones, por la contundencia de los resultados de la indagatoria, esta comisión sugiere traducir a la acción de la justicia a la inculpada, atendiendo su naturaleza reincidente con amantes que siempre resultan ser hombres ricos o políticos reconocidos.

10 noviembre 2006

El Regreso sin retorno

De ella había olvidado casi todas las cosas. Así lo confesó mientras bebía un café humeante en uno de los bares semioscuros de la ciudad colonial. Sin embargo, algo en su memoria luchaba por recordar su rostro. Cómo olvidarlo si su memoria era un ejemplo de capacidad portentosa, capaz de grabar imágenes, retratos superficiales que carecían del valor anidado en otras vitalidades como los olores, los lugares recorridos, las esencias respiradas en una habitación y las historias que tanto el espíritu como los instintos se empeñaban en crear, ¿o recrear?
Es por ello que al contemplarla- penetró al viejo café en penumbras, zambullida en un amago de timidez jamás admitida-, sólo levantó la cabeza por 30 segundos y luego la volvió a la taza de café capuchino humeante, con una sonrisa más de repudio, conmiseración y lástima que de alegría.
De todas formas su mirada era algo similar a una pared de concreto armado y las cosas estaban guardadas, metidas en un baúl sellado con el fierro del tiempo y con la desidia tormentosa de la voluntad.
Ella no lo había entendido. Cuando descubrieron su arribo a la Calle Veinte Piramidal del viejo barrio, los amigos comunes de aquellos tiempos insólitos se lo advirtieron con todas las fuerzas de su corazón: “no lo busques, ese hombre jamás volverá sobre los pasos que hace rato desanduvo”.

Era cierto. Se trataba de uno de esos intelectuales que vivían enterrados en sus proyectos literarios y filmográficos; un realizador que escribía y montaba sus historias para sumergirse, para ir lejos y no regresar a la realidad de los seres humanos. Ya no era ese hombre que una vez estuvo dotado de esa capacidad alucinante de amar a una mujer y que en ese momento, si se atrevía siquiera a pensar en el desenlace pagado por su entrega, perdía parte de aquello que, ocho años atrás, quedó bajo los escombros de una montaña de dolor apenas superado.
Es por ello que, aunque en un manotazo de lucidez reconoció gráficamente su rostro, no le confirió la más remota importancia y permaneció indiferente, abstraído, como siempre, en sus meditaciones condimentadas con el humo del cigarrillo.
Ella había olvidado. ¿Simulaba que había olvidado? Y él, absorto en mayores preocupaciones propias de sus características unipersonales, de su yoísmo incubado por el tiempo, no quería hacer el menor esfuerzo por recordar y, podía jurarlo, no lo haría, no movería un solo pensamiento para que se abriera una brecha de posibilidad.
Ambos habían vivido una vida de delirios y pasiones reconcentradas, nosotros éramos la uña y la carne del gran dedo del amor.

Nos amábamos, al menos yo creía eso, estaba consciente de sentirlo así, de creer que ella era la indicada, la mujer señalada por el destino y por Dios, porque sus características y perfiles de diva liberada, independiente y con ideas propias, la hacían propicia para cumplir mis propósitos en la vida.
Ahora te rechazará. Ya no es como antes. Antes tú, una aspirante a actriz con deseos e intenciones de modelar un cuerpo y un talento claramente dudosos en el cine y el teatro, y él, un incipiente escritor con mil historias y garabatos entretejidos para armar en escena, hacían una pareja infranqueable, arrebatada por las ansias de triunfo y de éxito.
Por supuesto que aquella misión sólo él pudo llevarla a cabo, aprovechando las oportunidades dejadas por otros. Pero debe entenderse.
Se trataba de un mundo diferente, de unas ideas que retrataban una circunstancia y una coyuntura dominada por la Guerra Fría y las utopías inalcanzables y por alcanzar. Por eso te marchaste, renegando de las andanzas y de los caminos recorridos, de los sueños empalmados por ambos, de las calles lluviosas del barrio y del parque en cuyos árboles mayores nos juramos permanecer juntos en las buenas y las malas.
Las malas significaron más para ti ; te dejaste vencer, caíste arrodillada. Claro, debías vivir, debías subsistir y mis ideas no eran capaces de alimentar tu estómago ni de proporcionarte las galas doradas que sólo el señor dinero es capaz de comprar por encima de coyunturas.


Por encima de las ideas y de esa mierda turbia que dieron en llamar ideología. Le decían Laura. Hermosa mujer. ¡Cuánta perfección! , sus muslos ¡Cuánta piel viva! La probaron en una gran diversidad de roles y algunos productores incluso la contrataron después de deleitarse con la fragorosidad agridulce de su sexo y las convulsiones madrugadoras de orgasmos prolongados e irrepetibles. Todo por llegar a la fama, decía ella. Bien me gozaron, bien me estrenaron, pero valió la pena, valió la pena, valió el tiempo y valió la gloria.
¿Recuerdas cómo lo dejaste? Se inició con una tanda de sueños, fue coherente en cubrir desde el principio todos los pasos para construir historias, que por su valor humano y perceptivo concitaron apoyo en las plazas donde se exhibían las cintas. Trabajó en las esquinas más populosas de la ciudad, en los oficios más demoledores; fue vendedor de frutas fragmentadas, cortador de carnes exudadas, encendedor de fuegos bucales y mago de amaneceres inciertos en el Malecón, todo, de manera decidida, para costear sus sueños de grandeza creativa. Ya era famoso. Soñaba con llevar a la pantalla historias de hombres , con el único efecto del llanto y la risa para herir la sensibilidad de los espectadores. De modo que, lo veo difícil. Para él quedaron borradas las nostalgias, las rememoraciones con sabor a recuerdos.

Y ni siquiera los momentos definidos alguna vez por ambos como próximos al encadenamiento apasionado pueden hacerlo rectificar.
No quiere recordar nada de ti, te borró de la faz de su mundo.
- ¿Y si recordamos aquellos momentos juntos?
-De nada servirá.
-Pero es un hombre abierto a los cambios y a las ideas nuevas, es liberal. No tiene prejuicios.
-Él te dijo eso en un tiempo. Pero olvídalo. Nunca lo creyó ni estuvo de acuerdo con ese liberalismo del que hablas.
-¿No puedes convencerlo?
-Sabes o debes saber que es imposible. ¿Ya no lo recuerdas? Su determinación es indoblegable. Tú deberías saberlo.
Laura, Laura, despierta. Recuerda mis labios con los tuyos, recuérdalos en tu boca, en tu cuello, en tus mejillas; recuerda su descenso por tu cuerpo acalorado, por tu busto, por las exuberancias de tus pechos, de esos senos, de esos pezones. Despierta que tu cuerpo suda, tus poros fibrilan azúcar, despiden néctar, me hacen enloquecer, me aturde el olor de tu sexo y me condensa los sentidos el sabor a melón de tu boca, recuérdame. Éramos así. Discutíamos hasta el amanecer si tal galardón fue adecuado o no, si tal actor merecía ese reconocimiento especial y si la academia se prejuiciaba o no por actitudes políticas o inclinaciones de por vida de los actores y las actrices escogidos o nominados. En esas discusiones fluía el reverbero de las cervezas, las montañas de colillas de cigarrillos se amontonaban y las madrugadas se detenían en un punto intermedio en que las horas se inmovilizaban. Despierta. Ábreme a los portales de tus deseos y regrésame a la seducción de tus axilas, de la piel sobre la piel, de las brisas y los estertores después de revivir cada muerte del éxtasis. Recuérdame en tus silencios, en tus relinchos de mujer amante, mezcla de sudores azucarados, de movimientos extenuantes, de posiciones indeseables y paradisíacas, Laura no olvides, Laura envuélveme, tráeme a tus atascaderos y devuélveme la gloria, Laura, Laura.
He regresado. Tantos años desperdiciados en una equivocación sin tiempo que desgarró cada minuto de mi vida. Jamás podrá perdonarte. He visto tantas humedades, lluvias y muertes diluvianas que mi capacidad de asombro fue relegada a un estado de sitio, a un punto convulso de olvidos insalvables. ¿Te conozco? Creo que, vagamente, tu rostro se hace conocido. Debió ocurrir hace mucho tiempo, ¿cierto? ¿O sería en uno de esos filmes malos y caseros exhibidos en el cine independiente? Pero delira, dice reconocerme vagamente.

Experimentó invariables experiencias. Experiencias disímiles y desahogos que a lo mejor no fueron otra cosa que una reacción a tu partida. ¿Te conozco? Estás parada ahí, obstruyendo la imagen de quietud y recogimiento buscados en este lugar y sólo en este lugar. Nunca quiero, jamás lo deseo, que me molesten. Sólo vengo a tomar mi café y de vez en cuando a ligar uno que otro trago de ron para difuminar los espectros de cualquier pasado no apetecido.
-Intercede, por favor. Habla con él, puedes hacerlo porque eres su mejor amigo. Estoy segura. A ti te escuchará.
-He conversado con él cuando ha habido crisis. En momentos de intolerancia política y de incomprensiones que han puesto en vilo sus intereses, y lo he convencido de tomar la decisión correcta, pero esto, esto es diferente. De pronto la mira. Se quita los anteojos y esgrime algo parecido a una sonrisa. La reconoce ligeramente. Nunca olvido un rostro, porque vivo de grabar imágenes, de retratar facciones, aunque no recuerde otra cosa. ¿Me dices que tu nombre es Laura, Laura, Laura, Laura? Si, soy Laura. Me han dicho más de mil veces que no me aceptarás; que después de tantos años se han frisado en tu memoria, como paredones de fuego y de olvido todas aquellas cosas, partículas o esencias que huelen a mí.
Tu memoria está en blanco y sin embargo, noto una irresistible locura en tu expresión. Has querido olvidar, las ilusiones, ¿las recuerdas?

Caminábamos por las calles de la ciudad intramuros , y tú, con tu pantalón fuerte azul y la chaqueta de cuero y yo con mi blusa provocativa y descarrilada, éramos dos locos con la juventud bullendo en las arterias. ¿Recuerdas? Comprábamos flores en cualquier esquina, rosas, orquídeas y las dejábamos pétalo a pétalo detrás de nuestros recorridos. Nos arrinconábamos en cada esquina y en cada punto donde las brumas permitían que aflorara eso que, lamentablemente parecía algo más que un capricho. ¿Recuerdas que nos queríamos en cualquier lugar, sin importarnos quiénes éramos ni quiénes eran las personas que ambulaban por esos lugares recónditos? ¿Cómo decir y hacer lo que es cierto de toda certeza? ¿Cómo olvidar momentos de tanta intimidad, de auscultarnos hasta los tuétanos como dos perfectos gozones del sexo y de la lascivia?
De pronto la mira. Se despoja de los anteojos y limpia los cristales despacio, con una calma casi desesperante; desesperante. Sonríe. El humo de cigarrillo flamea sobre su rostro. Las líneas circulares se despiden del tabaco con la misma parsimonia que utiliza él para hacerse el importante, o por lo menos ignorarla.
-¿Quién eres mujer?- le preguntó con la ligereza más auténtica de todos los tiempos- ¿Qué deseas? Dime, ¿qué buscas? ¿Por qué destapar una botella del pasado que no traerá nada bueno a ninguna de las partes?

Sabes que es una mujer grandiosa, que juntos ustedes eran seres multiplicadores, ejemplos de unión y de sentimientos diáfanos. Lo siento por ti, ese hombre no busca nada en su subconsciente, no hace el menor intento por recordar, por abrir el conducto de la sensibilidad y dejar salir el deseo y el recuerdo, pero es injusto, todos tenemos derecho a una segunda oportunidad; para ti no hay otras oportunidades, para ti no hay otro chance, debes hacerte a la idea de que aquellos años quedaron sepultados, bajo tierra, bajo tierra. Luces, personas tropezándose al caminar en el café. ¿Qué es lo que lo abstrae de la realidad humana? ¿Del perdón? Está concentrado en sus proyectos. No tiene conciencia ni tiempo para nada más. Es injusto que me hagas esto, ni siquiera has tenido la generosidad de prestarme atención; me has ignorado, me has avasallado, ¿quién crees que soy, quién crees que eres? ¿En serio buscas respuestas? ¿Deseas saber lo que pienso? Te despedazará si lo presionas mucho, al decir la verdad de su corazón suele ser inclemente, ¿quién te has creído con esas ínfulas y ese ardor de prepotencia? ¿Quieres saberlo, Laura, Laura? Quizás estás aquí, quizás no, depende de lo que creas por realidad, pero daré esto por terminado. Terminaré esto de manera abrupta, sin sentimentalismos. Quizás soy tu pasado y tú no eres mi presente, o tal vez, Laura, Laura, eres un personaje de ficción...y yo, Laura, Laura, el cagatintas que termina aquí tu historia.

08 noviembre 2006

Valores de la Literatura

Me he convencido de una cosa: la Literatura está influida de unos valores externos e internos que de una forma u otra obligan o responsabilizan al escritor, a tener en cuenta que una novela, un cuento, un poema o un ensayo, no pueden ser escritos sin el rigor técnico que ambos, desde sus propias perspectivas, implican.
No es que tomemos el formulismo del academicismo técnico para resaltar esos valores a la hora de escribir un libro o de entretejer la maraña primaria del argumento en el caso de la narrativa y de la sustancia esencial en el caso de la poesía y el ensayo.
No significa eso, porque el escritor verdadero más que formulismos academicistas y teoría científica debe escribir, y hacerlo bien no sólo ante la crítica sino ante el lector, que sabe deshacer de un golpe la magia que muchos encuentran en los egos crecientes.
Esos valores internos y externos que posee la Literatura tienen que ver con la naturaleza misma del texto,la concepción intencional que ha tenido un escritor a la hora de "idealizar" su objetivo.
Del mismo modo, esos valores de la Literatura, deberán definir su ámbito de acción o el aliento temporal al que aspiran para no quedar fuera del hueco histórico. Es decir, la Literatura originada por el escritor debe buscar la forma de desintegrar los accesorios,las formas a veces extraliterarias del texto, para concebir una obra no puritana, pero sí alentada en su esencia sustancial, aunque esta apreciación parezca exagerada.
Al mismo tiempo en que desmenuzamos esos valores externos e internos, debemos ir definiéndolos. Hay una poesía secular, otra lírica que busca el camino de la mitología y otra el misticismo. En en el caso de la narrativa, un autor debe partir de una concepción, de una raíz conceptual, o lo que es lo mismo de una corriente temática, más allá del simple caso ideológico, para dar cuerpo a su obra.
Hablando con el presidente de la Academia Dominicana de la Lengua, doctor Bruno Rosario Candelier, recientemente, éste intelectual criollo me entregó uno de sus libros en los que, como fundador y líder del Movimiento Interiorista de la Poesía, la Narrativa y la ensayística, un escritor aprende que se necesita partir de una concepción de plataforma conceptual de la obra.
De igual forma, en el ensayo de largo aliento recogido en el libro Creación Cosmpoética, del referido autor, se nos revela que la Literatura, aunque él se centra más en la poesía, posee un aliento cósmico, de creación universal que sobrepasa la capacidad externa del creador de la obra.
Es importante para el poeta retomar el influjo de la naturaleza para llevar a cabo su texto; la naturaleza conjugada con la creencia de que existe algo mágico, grande y desproporcionado que nos supera como creadores.
También es necesario que el narrador asuma un compromiso con la Literatura, no el, compromiso de las ideologías de otras décadas ya superadas, cuando se escribía, incluso, de manera panfletaria.
Es el compromiso con las nuevas modalidades sin perder la convicción del fondo filosófico.

No escribo para todo el mundo

Cuando decido publicar parte de mis textos en este blog, destinado en esencia a ser un vehículo difusor de mi literatura personal, lo hago porque es necesario sacar de adentro toda esa corriente que transita por mi sangre, para satisfacerme a mí mismo y a los lectores que me dispensan el favor de su atención.
Los que ejercemos el oficio de la Literatura estamos en la obligación de no quedarnos callados, de expresar nuestras ideas y de hacerlo de la manera más humilde posible, sin que con esto pretendamos mostrar una percepción confusa de cobardía o de genuflexión. El comentario viene a colación por los criterios expuestos por algunos de mis lectores. Unas veces me veo en la obligación de suprimir algunos, no por la inclemencia de los ataques hacia mis textos, sino por respeto a los verdaderos lectores.
Veo en este blog la posibilidad de publicar mis textos eminentemente literarios. Ni siquiera he querido desvincular su naturaleza con artículos periodísticos de actualidad noticiosa, como periodista que soy y que, gracias a Dios, me gano la vida hace más de ocho años, mala o medianamente, con los esfuerzos del periodismo, las crónicas y las entrevistas, es decir, con mi pluma. Y veo esta posibilidad como una alternativa educativa, por lo que no puedo responder a criterios agrios y ácidos de lectores inconsecuentes, que al menos, aunque sea para lanzar sus dardos me prestan atención, por lo que no puedo rebajarme hasta sus niveles, porque pretendo que este espacio sea fuente de educación, para quienes inician el camino.
Un blog debe tener como premisa fundamental la interactividad en el espacio, la formación de comunidades que además opinen sobre temas ligeros. Mi intención sin embargo, sale de esas pretensiones. Me gustaría escribir, para que otros lean y para que otros escriban, pero que escriban Literatrura. La red puede ser maravillosa en ese sentido.
Nunca me veré inclinado ante la insidia que desean imponer los vagos, nunca me veré arrodillado ante la cáfila de seres malignos que serpentean por este mundo amplio que es la supercarretera de la Internet. He descubierto que si bien la mediocridad campea con fuerza imbatible por estos lares, que hoy día se produce y consume de manera furibunda una literatura basura, sin la más remota presencia de la expresividad literaria ni su sustancia esencial y efectiva. He descubierto que hoy, a diferencia de otros tiempos y con el pretexto maldito del postmodernismo, una pléyade de aficionados oficiantes se lanzan al mundo editorial, con el consabido rechazo, por supuesto, de los lectores reales y que otros tantos intentan publicar sus arrebatos, que en la mayoría de los casos son verdaderos atentados contra el arte, la Literatura y la pasión literaria.
Lamento decirlo, pero creo que el exceso de vínculos y canales abiertos han contribuido en buena parte a esa masificación de la cultura. Hay verdaderas amas de casa escribiendo y publicando en portales de Internet; claro que la digna condición de ama de casa no le quita peso a la creatividad, pero tampoco podemos enfilar el camino hacia una ruta transgresora, en la que todos escriben, sin distinguir siquiera lo más elemental del difícil arte de la palabra.
No hay una edad para escribir, es cierto, pero más cierto es que el tiempo y la práctica larga y constante son las que determinan la calidad en un escritor y en su quehacer cotidiano. La madurez se logra con el tiempo con la praxis, como dicen los teóricos y nadie puede inventar, a menos que se trate de un genio de corto plazo, pues los genios son aquellos que trabajan y maduran con el tiempo.
Los genios no salen de lámparas mágicas ni de escuelas de retazos humanos.
Mientras, yo me muestro contento y por lo menos saludo la presencia de aquellos que se pasean por este, mi espacio, que es el de todos.
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Acerca de mí

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Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.