24 abril 2007

Una mirada al dolor que nació para siempre

I
Te miro entre las sombras despedidas por el pedazo de noche que le queda a esta habitación fría. Casi no puedo distinguir tu rostro cruzado de lado por un imperceptible haz de luz que fluye de algún sitio, quizás de la luna que hoy es enorme, parece una esfera de cristal. Trato de ocultarme para que no sepas, o ignores que soy yo quien mueve las cortinas con la respiración fatigosa e infatigable. Estoy en silencio.

Tú también lo estás. Además no sabes que estoy en este aposento, escondido como un ladrón, observándote, observando el chorro de hebras que desciende desde tu cabeza hasta tus hombros y deja fluir esa cabellera suave, rubia, que se aposenta sobre tu cuello desnudo. Fumas. Fumas de manera nerviosa. Estás temblando, porque tal vez te has imaginado conmigo cerca robando algo parecido a un beso de tus labios carnosos y sin pintalabios, porque escuchas tu risa escandalosa y sin dolientes a cualquier hora de la madrugada por el pasillo largo y desnudo, sólo ataviado por el estante con la colección de libros del Gabo.

Te imaginas corriendo, fumando y descolchando champagne a las tres y cuarenta de la madrugada-los horarios son patológicos y planificaste un sistema inviolable para que el caño de las horas se frisara y congelara el tiempo con sus señas siempre implacables-; luego corrías, como una niña de cinco años que busca despistada lo que no se le ha perdido sólo para captar y, más que captar, concentrar mi atención, poco concentrada, atenta a mis minúsculas miserias y propiedades solitarias, hasta la hora de acostarnos, cuando llegaba el momento de explorarnos y la impaciencia te agobiaba.
Esto no durará para siempre.

Era tu frase lapidaria. Bendita. Sabías que existía algo en mí oscuro y nocivo, algo interior que a veces se manifestaba en mis gestos y en mi humor retorcido. Sabías que las cosas no funcionarían toda la vida y que no había un molde para acoplar voluntades y temperamentos. Era una decisión diaria y constante estrecharte con mi cuerpo y darte constancia de que, de todas maneras, no hay un ser humano perfecto y lo nuestro era irreversible.


No lo siento así.

Lo que más quise de ti fue tu total independencia de las vanaglorias y las vanidades del mundo. ¿Cómo amoldarse a un maldito antisocial como yo, cuando estabas hecha para ser la señorita simpatías y te gustaba una fiesta, un bonche y un can más que comer y dormir? En parte comprendí que se trataba de un asunto de tolerancia; de resistir las adversidades, no por un momento de sexo placentero o por echar un polvo cuando el cuerpo lo pida; se trataba de nuestras vidas, todas nuestras vidas puestas en nuestras manos, sin ninguna objeción, entendiéndonos, comprendiendo nuestras diferencias y valorando un poquitico más nuestras virtudes. Podías ser como fueras e incluso poseer tu temperamento; podías aparecer, como de hecho lo hacías, por la casa de Frank Félix, mi hermano mayor-que en realidad servía de base de operaciones para otros devaneos informales, que no por eso desapasionados, tenían lo suyo- y escrutar bajo la mesa del dominó, podías lanzar tus piernas largas y apetecibles hacia cada una de las habitaciones y revolverlo todo y tenías razón: cuando se ama a alguien hay que celarlo un poquitico; hay que hacer como que a uno le duele que el otro lo ignore, hay que pasar por pendejo y permitir que nos zarandeen, y mejor estas requisas que encontrarme trepado entre los muslos de alguna de esas mujeres de ocasión, que sabíamos, nunca terminarían, pues la condición de mujeriego empedernido es una enfermedad: sintaxis morfológica de la lujuria y de los vapores humectados del ser y la razón.

14 abril 2007

Viejas menudencias


He dejado en un rincón
la mochila todavía rota:
llegó conmigo cansada,
hace unos días.

He dejado en la mochila
parte de mi aliento que
fluye congelado y sudadopor el largo camino.

He variado la forma de
ver los minutos y tomarme
mi tiempo; sin prisas,
cansado en cualquier
trayecto... con mi mochila.

He flojado los músculos,
deshilado la mochila y
respirado la media tarde
de ayer. Me embriaga
la tristeza, una tristeza larga,
metálica, gris, mohosa
que también se deshila
por la pena.

El camino ha sido largo
muy largo para reflexionar;
para humedecer la lluvia seca
y mojar la sequía imposible
que no ha dejado de existir.

Me han
dicho que un hombre puede
esparcirse con el viento;
desgranarse en una noche serena
y desconvertirse
en cualquier posibilidad
de lo que hubo de ser.


No he mirada hacia atrás
para no cargar con las brumas
para no ensombrecer el camino
sin luces
para no convencer al olvido
de sus olvidos constantes,
de su indisciplina cruel...
mi mochila en un extremo.
Llegó rota a mi lado;
víctima de un viaje largo:
trayecto de polvo, sol y cactus

He podido aferrarme
a los designios de la carne:
magia rústica de cuerpos
allanados en los terrales del
olvido.
He descendido al tiempo,
al minuto incipiente del llanto,
de la penumbra: de los odios
lastimados y verdes.

11 abril 2007

Génesis de metal de un amor de lluvia

La buscó entre las sábanas de la cama, donde el calor incrementaba la temperatura de sus cuerpos. Hubo besos. Caricias, uno que otro quejidito. El aposento se mantenía tibio, el techo de zinc siempre dejaba fluir un vapor caliente en las noches, por el sol recogido en el asueto de los días felices. No habían comido nada. Tampoco bebido. No tenían un reloj para ver la hora, por lo que el tiempo pasaba de largo.

Luego de hacer el amor encendieron un cigarrillo, mejor dicho, cada uno encendió un cigarrillo y cada uno fumó. Quisieron poner a funcionar el tocadiscos, pero no tenían energía eléctrica para hacerlo; ella cantó.

Necesitaban una canción y no había ni tocadiscos, ni electricidad, sí una habitación oscura y caliente que los hacía sudar a cántaros. La última vez que salieron el día estaba soleado. Fue ese mismo día.

Ambos sintieron un olor a flores frescas. Ambos también contemplaron que una rara intensidad sombreaba el cielo, entorpecía el tránsito de las nubes. Estaban unidos entre ellos: habían comprendido la situación y se dedicaron a vivir.


Se lo propusieron y lograron apagar los teléfonos celulares. No contaban ni con radio, como se ha dicho, aunque se dijo tocadiscos, ni un aparato televisor para ver las noticias, para ver el acontecer del mundo con sus inquietudes y sus vapores demoníacos, no estaban interesados en nada; tampoco estaban desinteresados, sólo querían vivir. Retornar a la condición anterior del hombre y la mujer, cuando el hombre debía buscar qué comer para sobrevivir sin el stress, sin las presiones de un maldito jefe apurándolos para entregar un informe para ayer a las dos de tarde.

Fumaron y se mantuvieron tranquilos. Casi ensordecían al escuchar la espesura del silencio, un silencio agrietado por el silbido de las aves, por los retozos de las aves y los animales que brotaban como los arbustos del bosque.
La decisión fue tajante: abandonaremos el mundo para vivir, para respirar. Atrás quedó el edificio de apartamentos con sus comodidades, su intercom, su escalera de emergencia, su ascensor y su conserje para encargarse del mantenimiento.

Ella volvió a meterse entre las sábanas, él la siguió. Se miraron despacio los cuerpos desnudos y casi perfectos: no importaban las libritas de más, allí estaba la perfección, entre ellos, abandonados a la vida y la vida abandonada para ellos.


Volvieron a pegar sus labios, a suavizar el beso, a amarrar sus lenguas en un intenso intento por romper la tregua y reanudar el rito amatorio. Se amaron. Hasta el amanecer. Cuando la lluvia se sintió intensa sobre el techo de zinc y los estimuló, se besaron cada porción de sus cuerpos, cada poro de su piel, se lamieron cada resquicio.
Vivieron unas horas indescriptibles, en la mañana, ambos estaban muertos, antes de morir, se juraron no volver a sufrir...jamás.
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Acerca de mí

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Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.