25 diciembre 2007

Capítulo 1. Había una vez un asilo

Fragmento de mi novela inédita "Hecho de Sombras"




1

Despertó de un sueño mal dormido de media tarde con la boca amarga. Se sentó en la cama esperando que el mundo dejara de girar frente a su cabeza. Después de dormir en la tarde se sentía ofuscado; sin el sentido de la orientación. Antes, dormir en la tarde era cosa de vagos, imbéciles que no medían el valor del tiempo. ¿Quién lo diría? Pensó en escupirse el rostro. Rechazó la idea. Ya estaba bastante asqueado para continuar despoltronando contra sí mismo. Alcanzó los cigarrillos chamuscados en una vieja cajetilla Marlboro y encendió uno con una mano temblorosa que contribuía con su estado de autoconmiseración. Dos, tres, cuatro, las cinco de la tarde. La boca amarga. El sabor ingrato pero viciosamente necesario del cigarillo lo enervaba, lo levantaba, o levantaba su ánimo, o hacía que se soportara con menos odio y menos desidia. Ochenta años recién cumplidos se habían convertido en una pesadilla vaporosa, insufrible. Dispareja. Un hombre solo en medio de sus años y miserias. Enfermo y desconfiado. El último de los inquilinos del Asilo Tropical la Orden de Dios. A pesar de lo que se creía no había nada más crudo para él que el presente. Nadie se atrevió a compartir con él, a darle la mano en los últimos años, a buscarlo abiertamente, porque nadie estaba interesado en posar con un hombre hecho de sombras, de capítulos nublados, un hombre que muchos consideraban el vómito de la historia reciente.

Nadie se atrevió a respaldarlo ni a albergarlo en su casa cuando las cosas se descontrolaron y la gente decidió salir de la vaina que la mantuvo jodida durante décadas. No tuvo la capacidad de ver el futuro. Fumó en silencio. Siempre fumaba. Era un adicto servil a la nicotina. Se desplazó también en silencio hacia un extremo de la habitación, encorvado y con las manos temblorosas y puso a funcionar el tocadiscos. Una canción nostálgica. Nostálgica. Las seis de la tarde.
A esa hora las enfermeras acudían al aposento. María, Juana y Petronila, sus enfermeras asignadas, se turnaban en el día, la tarde y la noche para dispensarle sus cuidados. No les hablaba. Las consideraba unas entrometidas que podían incluso espiarlo y vender la información al mejor postor. Lo creía. Bajo sus temblores y sus resabios constantes el tipo tenía enemigos hasta en el aire. Desconfiaba de todo el mundo. Más que eso: no confiaba en nadie. María lo miró, lo divisó en el extremo más penumbroso de la habitación, en medio de una niebla de humo. Afilando los oídos para escuchar aquella canción que de tan antigua había perdido el color de su poesía.
Entró a la habitación en silencio. Tratando de incomodar lo menos posible al anciano que se ocultaba para no ensuciarse con el calor humano que emanaba la mujer. Ellas, María, Juana y Petronila, habían intentado ser agradables, serviciales y amables, porque a decir verdad, un viejito siempre nos recuerda a nuestro padre, o al abuelo, pero vaya con éste, un cascarrabias puro, puro mal genio. ¿Hay abuelos y padres tan cascarrabias y antisociales como ese anciano del cuarto 14?, se preguntaba María.
Lo veía de soslayo y contemplaba a un espectro brumoso detrás de un cigarrillo que miraba con pupilas apagadas e intrigantes.

¿Quién lo entendía? Un hombre antisocial, solitario y hosco no encajaba en aquel lugar, donde los ancianitos compartían una vida de frustraciones y abandonos, anestesiados por el dolor colectivo y el olvido de sus familiares. Porque muchos de ellos llegaban de sectores exclusivos de la capital, con una carta de recomendación bajo la manga de alguien que, en la mayoría de los casos resultaba ser un hijo, un nieto o un sobrino, que previa comunicación con la administradora, acordaban las condiciones de estadía y los compromisos futuros de ambas partes.
El viejito del cuarto 14 tenía ese hábito, esa mala costumbre. Lo demostraba en las ocasiones en que debía hacer galas de mayor educación: en las fiestas y comilonas organizadas por el asilo, en las actividades de recreación, en cada cosa resaltaba su malhumor.
-Limítense a hacer su trabajo- les advirtió la administradora a las tres mujeres, la tarde que el viejito cascarrabias sacó el pene descompensado frente a ellas para orinar una tarta helada que las muy intrusas le regalaron con motivo de su cumpleaños.
-Es un hombre extraño- continuó-, algo excéntrico, pero gracias a él se subvenciona el asilo y gracias a él todos tenemos un trabajo que agradecer, y lo último que queremos es que lo saquen y lo lleven a otro lugar.
La mujer escupía al hablar. Se enardecía. Las muchachas pensaban en comprar un paraguas para tenerlo cerca en aquellas ocasiones, la muy babosa no deja de escupir, pensaba Petronila. Loca por hacer pública esa declaración.
- Sólo queríamos agradarle-, se defendía María con ese acento cursi que sacaba del arsenal en momentos especiales.

La administradora, una mujer delgadísima, con rostro varonil y apariencia de bibliotecaria, se quitó los lentes recetados y las miró a las tres:
-Escuchen- masculló- no traten de intimar con él, ni de ganarse su aprecio; evítense sufrimientos, a ese hombre no le interesan las amistades.
María salió pensativa. Un desliz. Haber escuchado involuntariamente, siempre era involuntariamente, no por el chisme ni por amor a inmiscuirse en vainas ajenas, haber escuchado involuntariamente aquella conversación, dio pie al incidente. Una de esas tardes, mientras organizaba la habitación, llegaron unos hombres más jóvenes que maduros, con atuendos de gente de categoría y aunque hablaban susurrando, masticando las frases y simulando las oraciones, ella logró, involuntariamente y por casualidad, por supuesto, escuchar algunas cosas o creer que escuchaba algunas cosas; es decir, destapó los oídos sin disminuir el ritmo de lo que estaba haciendo.
“Mañana es su cumpleaños’’, fue la frase que escuchó, escupida en voz baja, dicha por uno de los hombres al viejito en esa nublada escena de humos, risas y maldiciones.
“Mañana celebraremos su cumpleaños. Es una lástima que no podamos volver, pero le aseguramos que todo saldrá a pedir de boca’’.

El día que llegó al asilo hubo mucho revuelo. La administradora ordenó que pintaran el plantel y que acondicionaran con un fervor casi obsesivo la habitación más amplia, donde horas antes operaban las oficinas. Violó los códigos internos elaborados por un consejo de asesores, que impedían los privilegios particulares, dotando el cuarto 14 con los favores de una suite presidencial.

Su habitación parecía entonces un oasis placentero. Una ducha, una tina de aluminio, un lavabo y un inodoro sin estrenar para el nuevo inquilino. También disponía de otras comodidades como agua caliente, equipo de música con componente estéreo, un televisor de 19 pulgadas y una alfombra esponjosa tendida a lo largo y ancho del aposento. Una cama postopédica y tantos almohadones como se hacía posible para reclinar el cuerpo y descansar la cabeza. Pero las cosas no quedaron ahí; un teléfono privado y una nevera surtida de jugos naturales, leche, queso blanco, almíbar, y otras delicias para satisfacción del anciano de estatura reducida, ojitos minúsculos y nariz de gente fina y perfilada. La envidia del lugar lo constituyó el sillón de leather mullido, donde desde que hizo acto de presencia acompañado de un puñado de hombres vigorosos, se sentaba a blasfemar y maldecir al mundo con sus glorias y penas.
Los jardines cobraron un verdor nunca antes visto; el frente exterior fue adornado con seis palmeras gigantescas, que afirmadas del suelo con tablas clavadas de soporte, anunciaban en un letrero de gran dimensión: Asilo Tropical la Orden de Dios. Ninguno de los viejitos que vivían en el albergue fue notificado de las transformaciones.

A nadie se le ofreció una explicación. La administradora dijo: Los ancianos no piden explicaciones. Sólo les importa que los alimenten, que les den sus medicamentos, y cagar luego de las comidas.
Para culminar con la etapa de remodelación, la administradora realizó una gran fiesta. Allí se desbordaron los ánimos con vinos añejos, comida abundante y música en vivo con un grupo de cámara. Un compendio de viejitos ebrios que mal durmieron por el inusitado hartazgo y la larga espera del nuevo inquilino, que nunca apareció en el festín.

-Es un maldito pedante-,escupió Otto Valencia al percatarse del desplante hecho por el anciano del cuarto 14-. Ni siquiera tuvo la amabilidad de venir a su fiesta de bienvenida.
La administradora hizo una mueca con el rostro. Un mohín de esos característicos de su personalidad de trepadora:
- Sí - admitió-, pero gracias a él no tendremos que quejarnos de necesidades durante mucho tiempo.
Otto Valencia, el presidente del consejo de asesores del Asilo Tropical la Orden de Dios, la miró con ganas de darle una bofetada. Se bebió con el trago de whisky sus intenciones, sonrió y le dijo:
- Tienes toda la razón, como siempre.

La música surgía y resurgía del fondo de la habitación. El anciano, vestido con una bata de estar marrón, a cuadros, calzando unas zapatillas de piel, negras, se servía whisky. Reclinaba la cabeza y escuchaba la melodía de las canciones antiquísimas, evocadoras de un tiempo, su tiempo…un tiempo. Allí estaba, solo.
Se sentía más solo que la una de la tarde, entre las brumas del cuarto apagado y las volutas zigzagueantes del humo del cigarrillo.
Llegaba a cualquier lugar rodeado de hombres celosos, enfoguecidos, locos por protegerlo del universo de enemigos que se gastaba. Los periodistas sudorosos se tropezaban, desesperados por entrevistarlo sobre cualquier tema. Era un hombre de tal importancia que lograr una exclusiva convertía al reportero y a su medio en santos del prestigio nacional periodístico.

Los simios ametrallados de su escolta impedían el acercamiento. Pero valía la pena recibir un puñetazo, un codazo o una bofetada si se alcanzaba el propósito. Lo perseguían. Las mujeres lo respetaban con miedo, odio, amor, rencor y los demás hombres o se rendían a sus pies o lo aborrecían, porque removía pasiones. Era de esos hombres carismáticos, incontrolables; magnéticos. Desfilaba junto al presidente, se reunía con congresistas, mediaba en los conflictos con los empresarios.
Las explosiones. Los gritos. La noche encendida por la balacera y los atentados en los que estuvo a punto hasta de perder las nalgas, de ser borrado de la faz de la tierra. De cruzar a la próxima ciudad sin pagar peaje.
Los hombres de su seguridad hacían un círculo cerrado para protegerlo. Muchos de ellos morían, caían abatidos a tiros al formar una pared de contención e impedir su asesinato. Pero, efectivamente, eran gajes del oficio. Enemigos peligrosos por doquier, gente desquiciada que se resiste a los cambios y a los logros de nuestras ejecutorias. Luego la violencia se incrementaba. La tensión mezclaba la política con el bajo mundo. Desfiles, carnavales, andanzas, oropeles, gloria, poder. La música lo adormecía y él reía con sus vestiduras engalanadas, con las mujeres flotando sobre sus piernas, besuqueándole el rostro, la boca, mordiendo sus orejas…
En los bajos fondos se decía que él era el poder. Gobernaba, llevaba la batuta, conducía las estrategias, el poder detrás del trono. Ni él ni el Presidente lo ratificaron o lo negaron nunca. Era bueno mantener en vilo a la gente. Era saludable la especulación.

Sicario de sicarios. Matón de matones. Liquidador de liquidadores. Gritos. Es un mundo de gritos. De llantos descojonantes, de torturas sangrientas y matanzas. Una lucha de poder y el poder es violencia, desgarro, imposiciones, el poder es él.

El cuarto 14 a oscuras. En los pasillos de la galería los demás ancianos dormitaban o jugaban barajas, o escuchaban algún programa en un rústico radio de transistor. Otros hablaban consigo mismos, se preguntaban cosas; movían los labios, derramaban palabras, se pedían explicaciones y se respondían con naturalidad. María, Juana y Petronila caminaban en silencio, como celadoras de una prisión sin motivos, pasillando, desviando su atención para atender al viejito tal con un ataque de asma, a Pascual con náuseas y vómitos provocados, o a Juan para cambiarle el pañal porque había evacuado una diarrea delgada por quinta vez en el año.
La administradora detenía su magra contextura física frente al ventanal que daba al pasillo central, desde donde asumía el control de la perspectiva visual y vigilaba el más leve movimiento de la tarde. El suyo era un oficio arduo. Lo primero que hacía desde que el mundo se aclaraba con la luz del día era formar a las enfermeras en dos filas frontales y advertirles, sobre las obligaciones de la jornada. El mismo mensaje, las mismas amenazas y el mismo rostro avinagrado y macho que las mujeres soportaban porque necesitaban la limosna que recibían de salario. Después, unas llamadas obligatorias a los familiares de pacientes- así llamaban a los ancianos-, que ella sabía obedecían más a una mofa de la hipocresía que al sentimiento filial que profesaban a voz de cuello.


Aunque pasaban inadvertidos, diez hombres se guarecían en las cinco garitas disfrazadas por los arbustos, tres en el frente y dos en el patio. Ocupantes armados, con equipos sofisticados dispuestos para preservar la integridad física de ese vejete que subsumía el tiempo y la capacidad de respuesta de los antiguos habitantes del asilo.
Mientras atravesaba la ciudad, el periodista fue picado por la curiosidad de la transformación del Asilo Tropical la Orden de Dios. Luego quiso indagar sobre los motivos de la remodelación, con la intención de elaborar un reportaje para la edición dominical del periódico en el que laboraba.
-No te metas en eso- le advirtió su editor- te lo aconsejo.
A pesar de la advertencia, el periodista intentó coordinar una entrevista con la administradora, y ésta, siempre indispuesta a dar la cara, buscó mil excusas para evadirlo y ante la negativa no confesada, optó por el uso de métodos menos convencionales para lograr su propósito. Se disfrazó de pastor evangélico y apareció en el ancianato predicando la palabra de Dios, lanzando advertencias sobre el apocalipsis y la guerra del Armagedón. Su verbo florido, sus palabras incendiarias y su atractivo porte físico, convocaron la atención de los ancianitos que, incrédulos, lo escucharon y aplaudieron hasta el dolor.
Fue ovacionado. Sus palabras fluyeron con un dramatismo electrizante. Los viejitos se murmuraban cosas a los oídos, reían a carcajadas, levantaban las manos y uno de ellos se quitó el sombrero de fieltro que llevaba puesto, hizo una colecta de dinero y entregó al predicador la cantidad recaudada.

En la tarde, la mujer de rostro varonil y cuerpo delgadísimo salió con discreción en su herrumbroso automóvil Chevrolet Impala hacia un destino fuera de agenda. Pensó más de una vez en cambiar de vehículo, soñaba con un Mercedes Benz y, si bien es cierto que el nuevo clima económico del asilo favorecía ese propósito, fijó en su cabeza la idea de que nadie creería que se sacó la lotería y se evidenciaría lo que se trataba de ocultar por todos los medios.
Se detuvo frente a un parque de la calle Veinte Piramidal, una zona residencial donde los niños corrían y jugaban a toda hora, vigilados desde prudente distancia por los padres; la mayoría de las veces la madre, que junto a ellos salía a coger el fresco de la tarde. En ese parque una limosina aguardaba a la administradora. La mujer salió de su monstruo metálico y mirando a un lado y a otro penetró en el vehículo que esperaba con una de sus portezuelas abiertas. Los niños correteaban.Un perrito poodle y un salchicha daban vueltas maromas, corrían, ladraban, mientras, los niños celebraban sus piruetas. Una ambulancia se desplazó como bólido por la avenida, seguida de dos patrullas policiales y dos automóviles negros en fila.
Una trifulca entre dos de los infantes fragmentó la tranquila conversación de las madres, que aceleraron las pisadas para separar a los peleadores revueltos en la arena.
Los perritos continuaban correteando y ladrando y meneando sus rabos como si nada ocurriera.
En el Asilo Tropical la Orden de Dios hasta el viento se detenía cuando la administradora no estaba.


El silencio abrumaba. El reguero de ancianitos dormía o dormitaba o echaba una pavita, al tiempo que María, tan impertinente como siempre, intentaba agradar al viejito del cuarto 14 con un cenicero nuevo; bronceado, que había comprado en el Mercado Modelo de la avenida Mella, usando parte de sus impúdicos recursos económicos.
A las 7:00 de la noche las luces del parque de la calle Veinte Piramidal se lucieron; una claridad de neón fulgurante iluminó el área. La administradora salió de la limosina, abordó su viejo Chevrolet y vomitando un humazo negro por el muffler tomó el camino de regreso.

Néstor Medrano

22 diciembre 2007

EL BUEN DESEO DE JOAQUÍN

Este cuento, publicado por primera vez en la Navidad del 2006, es mi forma de desear a mis lectores unas pascuas felices, de renovación, paz y alegría a todos los dominicanos.
(foto de Leonardo Pérez Bravo)

Cuento de Navidad

Bajas la cabeza y ocultas el rostro para que Joaquín no descubra ese torrente de lágrimas que deja una huella de fuego en tus mejillas. Él ignora que has llorado toda la mañana, desde el amanecer. No tiene porqué saber. El dolor es uno y él, con sus siete años de edad, tampoco entenderá mucho de las razones que tienen los adultos para llorar. Has llorado, llorarás, porque palpas en carne propia lo difícil que ha sido sobrevivir como madre soltera, pobre y sin esperanza, en ese pueblo donde la brisa sopla un polvazo caliente y la lluvia, ni siquiera aparece de vez en cuando.Has padecido hambre en la piel y el estómago y estás a punto de colapsar. El niño, con sus ojazos negros grandes pasa por tu lado quitado de bulla, porque los niños nunca saben de pobreza y de riqueza, ellos viven, juegan con sus amiguitos, aunque sientan esos gruñidos en sus estómagos, que a veces braman, vacíos.De repente se detiene. Los niños pueden ser inocentes pero observadores, y según has notado, es un niño observador, observador y curioso. Camina en círculos, imitando los sonidos de los autos que compiten en carreras y acelera, corretea, disminuye, se detiene en seco. Te mira y tú tratas de mirarlo, pero no puedes porque te hiere la tristeza. Él se coloca a tu lado, presiente tu dolor, porque tu dolor está regado en esas cuatro paredes descascaradas de la pieza en la que vives con más penurias que risas y risas.Mirándolo a él también miras los dos panes duros que esperan a ser devorados sobre la mesa, y el plato de ensalada de mangos verdes que has preparado con algo de aceite de oliva, porque, por lo menos le darás algo similar, remotamente, a una ensalada.Bien lo decía doña Anastasia, esa anciana enclavijada y huesuda que era tu madre: “no te aloques, muchacha, no andes por el mundo entregándote a cualquier hombre, busca responsabilidad, que los gusticos de cama, después duelen”. Pero tú, naturalmente, eras joven, con ganas y deseos de vivir, no querías estar en la vaina esa de la estudiadera, perdiendo tiempo metida en un liceo, si podías buscar un macho que te mudara y mantuviera.Doña Anastasia no podía contigo. Tu padre menos. El viejo don José, curtido con el tizne de la experiencia, vivía escrutándote, analizándote. Se desarrollaba tu cuerpo. Tus senos se inflaban y se hacían protuberantes, tus caderas daban a tu cuerpo características de mujer golosa y apetecida, era algo en tu comportamiento: “esa muchacha está viviendo con un hombre”, le dijo una vez, de manera cortante a tu madre.Cuando saliste embarazada no hubo forma de contenerlo:-¡Se va de mi casa, carajo!Doña Anastasia, con algo de esa sensibilidad desempolvada de madre, intentó intervenir:-No puedes echarla, ¿de qué vivirá?-Que busque al vago que le aventó la barriga y la mude.Ya no hay vuelta atrás y Joaquín está ahí, a tu lado, llenando esos espacios desolados con su risa de niño avispado. Que te mira. Quiere decir algo; algo y si fijas bien tus pupilas en las suyas te darás cuenta de que quiere decir algo coherente. Es el temor. Te embriaga el temor ahora: ¿y si pregunta algo para lo cual no estás preparada? ¿Si hace alguna de esas preguntas fundamentales, qué le dirás? No le dirás que su padre es un tecatico de Ciudad Nueva, que cuando supo del embarazo huyó a la tierra de sus tíos en Dajabón y se escondió entre los montes, y nunca quiso saber nada de él, de ti. Realmente no estás preparada para responderle. Sólo lo retratas con tu mirada y ves ese rostro de ángel, tan parecido a tu padre que es su abuelo y que nunca quiso saber nada, para no involucrarse, tampoco quiso que visitaras a tu madre, doña Anastasia estaba muy enferma y “ tu no me la matarás, maldita”.Aunque lo has intentado no has logrado aligerar la carga. ¿Qué puede hacer una mujer que no sabe hacer nada, que no sea planchar, lavar o fregar en alguna casa de familia? Ya no hay manera de devolver la cinta. De hacer un stop a esa historia triste que cuentas sin mover los labios, esa historia triste que tu hijo está a punto de descubrir, porque se ha colocado a tu lado, con su pantaloncito corto marrón y su camisita de cuadros azules, obsequio de alguien que hoy no recuerdas y temes que abra la boca y haga una pregunta reveladora sobre tus padres, sobre sus abuelos, sobre su familia.Joaquín vuelve a hacer con la boca un ruido de motor Yamaha, antes de acelerar y correr alborotado por toda la pieza. Los demás niños juegan frente a sus casas, también corren, sus madres han comprado algunos pollos para asar, otras guisan espaguetis y preparan arroz blanco, porque sus maridos han utilizado la poca ganancia de las chiripas del día, junto a otros ahorritos, para cenar en esa noche especial.“Tanto que te lo dije, no jodas en la calle para que no sufras, muchacha”, le escribió doña Anastasia hace dos días, cuando le mandó un sobre con veinte pesos para que se ayudara en esos días festivos.Tu padre no quiere saber nada. De noche se sienta en la entrada de la casa, bebe ron a pico de botella y te maldice, “esa vagabunda del diablo, no sirvió para nada”, dice cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo.Ya no puedes ocultar más el llanto. Has desfigurado el cartón azul que llevaba impresa la imagen de la virgen de La Altagracia de tanto acariciarla y tu niño ha visto fijamente esas mejillas ardidas, con el fuego de las lágrimas, porque hoy es un día especial y no tienes lo más mínimo para brindarle, más que esos dos panes duros que amenazan sobre la mesa.Las mujeres de los alrededores lavan sus casas, echan agua a sus plantas y reciben a sus maridos que se sientan en las salitas a echarse los tragos, a descansar y hueles la brisa, una brisa caliente que hoy ha variado ligeramente y tú te abrumas y lloras. Entonces, él, Joaquín, el hijo de tus entrañas, se acerca y por fin, mira hacia todos los rincones y suelta lo que tanto ha querido decirte:-Feliz Navidad, mami


Néstor Medrano

17 diciembre 2007

Huellas de agua

Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas, el que cuaja los trigos, el que tuerce las algas, hizo tu cuerpo alegre, tus luminosos ojos y tu boca que tiene la sonrisa del agua. .. Poema 19: 2o Poemas de amor y una canción desesperada (Pablo Neruda)

Volví sobre mis pasos esa misma noche. Había residuos de lluvia en los adoquines de la calle El Conde, y las huellas huidizas de tus pisadas se habían borrado con la misma lluvia que todo lo envolvía en su aura de nostalgias, chasquidos y pasos acelerados de gente que prefería guarecerse a hacerme compañía bajo el chaparrón.


No me quedó más alternativa que sacar la cajetilla de cigarrillos Marlboro e intentar fumar, pero, estaba chamuscada y los fósforos inservibles. Ese pequeño desastre estimuló mis instintos y la ansiedad me hizo correr, correr, hasta llegar al punto donde siempre llegábamos en aquellos tiempos, cuando todavía éramos apenas dos ramas de un mismo árbol, o letras de una misma sílaba, que nos moríamos y nos vivíamos, nos compenetrábamos y nos olvidábamos de que a nuestro alrededor, existían otras personas.



Pero ese punto, al parecer había desaparecido, lo había borrado la lluvia o el sol antes de existir la lluvia, o tú misma con esa negativa permanente a quererte hasta el infinito y dejarme quererte a ti hasta el infinito o que me quisieras hasta el infinito y nos quisiéramos ambos hasta el infinito, hasta reducirnos al fruto de uno, despejarnos hasta que no existieran los cuerpos y que sólo quedara en la cama el resto seminal de nuestra huella marcada de...humedad.


Caminé empapado. La mirada caminaba sobre las paredes amarillentas de las antiguas casonas de Las Damas; los colmados abiertos, el tigueraje en su rutina de ron y dominó y de algún lugar desguarnecido el reguetón rompía los espacios de una armonía perdida, que, caso extraño, también sonaba bien, porque traía recuerdos, recuerdos verdes y azules mezclados con tu sonrisa, con un t-shirt que se ceñía a tu cuerpo y dibujaba de manera perfecta esos senos que, personalmente Dios había colocado sobre tu pecho para hacerlos la fruta perpetua de algún bendecido que, quizá, alguna vez pude haber sido yo o fui yo o lo seré, porque en este plano todos los posibles se confunden y se hacen verdades y mentiras, mentiras y verdades que ambos, los dos desconocemos o desconocíamos y que, ahora me instiga la soledad a seguir corriendo, persiguiendo tu olor en estas viejas calles tantas veces desandadas, recorridas y descorridas; plazas, moteles, lugares conocidos y por conocer, el daiquiri a medianoche el cigarrillo en nuestros labios, el humo en nuestras bocas y nuestras lenguas atascadas en esa danza del amor que... aún no sabemos si está por nacer o... si murió.


Me detuve de repente. Nuevamente me disfrazaba de lluvia, paralizado como estatua, diluyéndome entre la línea de luces de neón recién encendidas y en el aroma de tu cuerpo desnudo que gravitaba en todas partes. Cerré los ojos y recuperé mi mirada y mi quietud, porque las había perdido, también la serenidad, la poca emoción de saberme solo en el constante bullicio de una ciudad aspirante perpetua a metrópoli, con sus miserias, sus humedales de discordia, sus tarantines y sus fritangas, sus tapones malditos y endiablados. Me detuve a pensar en ti, en todo lo que eres, todo lo que eras, todo lo que serás, todo lo que es tu sonrisa, todo lo que es tu pelo, todo lo que es tu mirada; todo lo que será tu sonrisa, todo lo que será tu mirada, cuando esa misma distancia nos duela a los dos...por tantas cosas. Mientras, en el colmado, mirando de reojo al tigueraje, encendí un cigarrillo recién adquirido.



Néstor Medrano

09 diciembre 2007

Nostalgia al humo de cigarrillo


Hoy a las cinco de la tarde encendí un cigarrillo y dejé que la mirada de mis ojos se marchara por las paredes históricas de la Ciudad Colonial, traspasara las paredes del Alcázar de Colón y volviera por el camino de la explanada donde algún día quise que pisáramos juntos, compartiendo quizá, un nosotros, para luego ir, desde allí, hasta el lugar común donde se juntan los cuerpos. ¿Qué hacer previamente en el lugar común donde se juntan los cuerpos que no sea descifrar los códigos azules y humedecidos de la pasión arremolinada entre sábanas blancas? ¿Cómo no desear sujetar tu mano delgada y correr junto a ti, como cuando yo era delgado y me portaba como un tipo desentendido y sin perturbaciones? Correr. Marcar nuestros pasos, tumbarnos en la yerba que recién crece sobre la acera de adoquines de cualquier sitio de la ciudad intramuros, para invadirnos de nostalgias y recordarnos a los dos, como éramos en aquellos tiempos de labios febriles y lenguas amarradas entre cantos lascivos de guitarras desentonadas de armonías físicas, roce de cuerpos, gotas de néctar de una transpiración que nos conducía al infinito de la locura o de la cordura sin fundamento; horizonte de línea amarilla mojada por el sol, o los tibios rayos de luna que se deslizaban por tu ombligo y tu vientre desnudo, como el resto de tu cuerpo, que me hacía temblar de emoción, que me hacía soñar que había muerto y renacía entre los vulgares pero humanos y divinos humores sexuales de esos cuerpos que eran nuestros y míos y tuyos, porque éramos mutuos de amor y consentimiento.
Y al apagar el cigarrillo y verme a punto de tomar el último trago de cerveza que se agita en una botella verde, que refleja un proyecto mortecino de rayo de sol, bajo la cabeza para ver caer esa lágrima que sobre su cuerpo acuoso lleva su nombre, regresan aquellos años. Todo es tu sonrisa y tu pelo negro que se esparcía sobre mi rostro con esta misma brisa navideña; esta brisa navideña que disfrutábamos, que nos torturaba, que nos hacía recogernos en nosotros mismos en un abrazo con fuerza y con advertencia de transformación inicua en acto de amor hasta el amanecer. Esa brisa navideña que nos alborotaba, que nos llevaba por delante hasta la llegada de la noche desnuda en los bancos del parque Independencia y de allí al infinito, donde gemías como mujer de ébano y me ayudabas a morir y nacer... en cada caricia.
Néstor Medrano

05 diciembre 2007

Pedro Mir; Poesía en luces de arco iris


Hay
un país en el mundo
colocado
en el mismo trayecto del sol
oriundo de la noche.
Colocado
en un inverosímil archipiélago
de azúcar y de alcohol

Hay un universo de signos, ritmos y huellas que identifican a un determinado autor con su obra, que lo señalan directamente, y es que, en el caso de la poesía, una de sus dificultades fundamentales es el manejo de la técnica. Es por eso que hablar de poesía en República Dominicana siempre será tarea ardua y sin embargo gratificante, sobre todo cuando el poeta se vincula tanto a su creación que puede convertirse en el protagonista del tono, que es el caso de Pedro Mir. El Poeta Nacional. Este tono se relaciona no solo con el manejo técnico de sus versos sino con la temática de creaciones fundamentales como “Hay un país en el mundo”.
El mismo Juan Bosch, uno de los cuentistas y narradores mejor dotados de las letras hispanoamericanas del siglo veinte, que legó una teoría sobre el arte de escribir cuentos, como lo hicieron Julio Cortázar y Horacio Quiroga, consideró a Mir “El poeta social dominicano”, al descubrir que en sus obras, sobre todo en Hay un país en el mundo, “la preocupación social del poeta, no es una máscara con la cual sale por esos mundos a estrenar una moda”. Pedro Mir, a quien el Congreso Nacional declaró Poeta Nacional en 1984, había nacido el 3 de junio de 1913, en San Pedro de Macorís y su padre, un cubano con su mismo nombre, trabajaba en un central azucarero, donde según el propio Bosch “ hay que buscar la razón de la poesía social de Hay un país en el mundo”. Ese universo de ritmos, signos y huellas, al que se hacía referencia en la introducción de este trabajo, y el manejo de la técnica, describen a Pedro Mir, ya no sólo en textos como su máxima creación Hay un país..., sino en otras producciones de profundo arraigo entre la palabra y el ritmo, como ocurre en su El Huracán Neruda, y la también rítmica solvencia de la evocación, cuando escribe Contracanto a Walt Whitman.
Se trata, como bien explica Bosch, de un poeta que llevaba en el alma una carga emocional que brotaba de la situación de su pueblo.
En su obra esencial, Hay un país en el mundo, publicada por primera vez en la Habana, Cuba, en 1949, aparecen el central azucarero, el trabajo y la explotación de los hombres en los bateyes y un micromundo de injusticias mezcladas con el sudor, el azúcar y el alcohol.
“Nuestros campos de gloria repiten
son del ingenio
en la sombra del ancla persisten
son del ingenio
y las leyes calladas y tristes
son del ingenio...”

País inverosímil
donde la tierra brota
y se derrama y cruje como una vena rota...
En tan solo esos versos subyacen las huellas y el tono de una poesía en que la voz es un tono rítmico y el tema una muestra de la honda sensibilidad que inunda al vate petromacorisano. A Pedro Mir le llovía la admiración por el nicaragüense Rubén Darío, de quien dijo admiraba la cadencia rítmica de sus creaciones. Es por ello que algunos han encontrado muchas semejanzas entre fragmentos de Hay un país en el mundo y trozos de la obra de Darío, a nivel rítmico. Mir publica sus primeros versos el 19 de diciembre de 1913 en la página del Listín Diario, que fueron tres poemas: A la carta que no ha de venir, Catorce versos y Abulia. En su poema El Huracán Neruda se recoge su admiración por el Nobel chileno, que es un canto a su obra y a la propia coyuntura histórica que lo rodeaba.
“Y esto nos explica la situación Neruda.
Dicen que Salvador Allende era de color de rosa con algunas
tonalidades aborígenes y suaves matices amarillos sobre
ondulaciones negras...”.Pedro Mir no solo fue poeta. Fue un gran narrador , ensayista, periodista, abogado. Graduado y docente de la Universidad de Santo Domingo, que debió salir del país por razones políticas, estamos hablando de la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo



Néstor Medrano

03 diciembre 2007

Porque te llevo en las entrañas


Sí. Eres mi confusión

Hay muchas palabras. Quizás, pocas. No sé. No sé si las palabras pueden conducirme a ti, porque te muestras difícil, soberbia y difícil. Hermosa. Surgen las preguntas y las respuestas y me dices: es confusión lo tuyo. Sólo confusión. Puede ser confusión amarte desde que despierto hasta la última gota del día. Puede ser confusión si me pregunto por ese perfume que me embriaga a cada instante, que viene con la brisa navideña y se cuela por toda mi piel; es el olor de tu piel que imagino de mujer en carne viva, con pasiones contenidas, con la sangre en constante ebullición, con los poros suspirando ardores de amores todavía no experimentados. Es tu piel con la que quisiera cubrir mi piel; son tus labios, con los cuales quisiera confundir los míos, bañar tu sonrisa con la mía, hundir tu cuerpo con el mío. Es confusión me dices. Y te sueño como si fueras esa experiencia vital que esperaba, esa parte que me inyectará las energías y los bríos que ya estaban guardados en algún lugar de la soledad, de esta soledad que, a pesar de mis bullicios y mi risas sonoras, siempre me rodea. Hay muchas palabras para definir esto que siento: incontrolable. Lo preciso, en este momento es que quiero quererte y en el fondo dejar de amarte; porque amarte es abandonarme a la deriva, dejarme solo conmigo mismo y tu indiferencia de mujer bella, diabólicamente bella, con el poder en las manos para decidir sobre mí. Puedes hacerlo y confirmarlo. Nadie más importante que tú en estas horas; fuera de todo mi entorno normal y rutinario, mis cosas cotidianas, mis costumbres de hombre encerrado en mí mismo y en dos o tres amigos casi inclasificables. Nadie más importante que tu sonrisa, nadie más importante que tu boca; nadie más importante que tu origen y tu fin, que tu procedencia y tu rasgo femenino, que tu propia debilidad de mujer infinita. ¿No sabes que al despertar en las madrugadas me motiva el hecho de verte en los próximos minutos? ¿Ignoras que me acuesto con tu sonrisa fija entre ceja y ceja, como si la hubieses pintado con un beso de tus labios? Eso para mí es el amor. Un amor de una vía. Pero amor al fin y al cabo; hacerlo de dos, depende, de ti.


Néstor Medrano
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Acerca de mí

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Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.