NÉSTOR MEDRANO
Desde que era chiquito, siempre me gustó la claridad en las relaciones con las demás personas, lo que quizás en esta época de superestrellas con mujeronas fenomenales y envidiable teleaudiencia, como el bonitillo de Alberto Cutié, no tenga mucha importancia, como muchas otras cosas que, por jodida desgracia se han perdido. Esa claridad se refiere a esos valores que se tienen guardados, que nos filtraron desde la edad de la inocencia en nuestras casas, que nos hace remontar a los tiempos inmemoriales de la universidad o la secundaria, donde las cosas eran un chin más puras que antes. A nosotros los que escribimos, siempre nos han acusado de ser muy vulnerables, sensibles-que nos pasa algo y no nos duele, pero si es a un amigo, una amiga, a quien pica un mosquito, nos preocupamos. A veces esa sensibilidad es cierta. Nos volvemos una vaina, por no decir otra cosa, acaso este texto lo lee algún niño interesado en cosas sin sentido, o alguna persona que sabe que nos interesa, de alguna manera nos interesa más allá de lo cotidiano y que, en ocasiones crea un muro, una coraza de aislamiento tan potente que la desproporciona chin a chin, solo por miedo a errar, a cometer alguna equivocación: mi mensaje es, debemos equivocarnos de vez en cuando para reconocernos como seres humanos. Y es que, qué cosa, no me gusta ser infalible. A veces hay quienes creen que puedo ser infalible, certero al cien por cien, sin fallas y yo, como un grandísimo imperfecto, me río y me remito a la canción del viejito Franco de Vita, que habla de su humanidad, su piel de gente común y corriente, que vive y siente como ser imperfecto, aunque su diva lo vea como estrella. Claro que mi inmenso ego-casi de mi tamaño-, nunca me haría sugerir que me comparo con Franco de Vita. Yo no soy cantante. A lo que quiero llegar, sin que me vean como un plasta antes de finalizar esta reflexión de casi medianoche, sin café, con un aire acondicionado que me acojona la piel desde esta redacción de Listín Diario, y con la tortura de no tener cigarrillos, es al hecho de que ella debe abrirse un poco más y expulsar los demonios de sus temores. Que existen personas que a la hora de ofrecer su apoyo, de ofrecer disponibilidad para cuando es necesario, en momentos de dificultades, merecen la oportunidad sin ningún prejuicio, de dejarlos actuar, sobre todo si hay una intención de protección, de aplicar condenas por un agravio lamentable.
Pero, del mismo modo hay quienes opinan que las palabras pueden ser cortantes, desangrar la voluntad de alguien-qué puedo pensar si la palabra es nuestro instrumento, digo, de los que escribimos-, si la palabra de vez en cuando puede saturar, llenarnos tanto que no hay manera de hablar bien del tipo este que nos tiene hartos de tantas cuchilladas expresadas en verdaderos mensajes extraídos del forro de los adentros. Pero esta jodienda es así.
Esta claridad, para retomar el camino de inicio de este combo de palabras, está cimentada en la búsqueda de un punto común. Que ella entienda que hasta que no me mire de frente y me diga a la clara “No quiero nada contigo, no quiero saber nada de ti, ni quiero seguir leyendo tus palabras nunca más”, voy a seguir, pues está escrito “la voluntad de Dios se expresa por distintas vías, perdón, no es ese, es este, lo que no se prohíbe no está penalizado”. Pero, qué hacer. Debemos esperar a que las cosas también sean claras en todas partes. Pero, ¿qué es la claridad divina?, preguntaría el padre Alberto Cutié. ¿Dónde están las razones para no razonar más allá del simple razonamiento humano?
Lo que quiero decir, antes de retomar nuevamente a Roncagliolo en la lectura de su novela Pudor y abandonar esta redacción hasta el día siguiente, e ir a mi casa a dormir, es que todo es una vaina y no hay que dar tantas vueltas, ni hacernos campeones de la indiferencia, porque con ella, hay quienes saben golpear, hasta sangrarnos los labios.
Pero, del mismo modo hay quienes opinan que las palabras pueden ser cortantes, desangrar la voluntad de alguien-qué puedo pensar si la palabra es nuestro instrumento, digo, de los que escribimos-, si la palabra de vez en cuando puede saturar, llenarnos tanto que no hay manera de hablar bien del tipo este que nos tiene hartos de tantas cuchilladas expresadas en verdaderos mensajes extraídos del forro de los adentros. Pero esta jodienda es así.
Esta claridad, para retomar el camino de inicio de este combo de palabras, está cimentada en la búsqueda de un punto común. Que ella entienda que hasta que no me mire de frente y me diga a la clara “No quiero nada contigo, no quiero saber nada de ti, ni quiero seguir leyendo tus palabras nunca más”, voy a seguir, pues está escrito “la voluntad de Dios se expresa por distintas vías, perdón, no es ese, es este, lo que no se prohíbe no está penalizado”. Pero, qué hacer. Debemos esperar a que las cosas también sean claras en todas partes. Pero, ¿qué es la claridad divina?, preguntaría el padre Alberto Cutié. ¿Dónde están las razones para no razonar más allá del simple razonamiento humano?
Lo que quiero decir, antes de retomar nuevamente a Roncagliolo en la lectura de su novela Pudor y abandonar esta redacción hasta el día siguiente, e ir a mi casa a dormir, es que todo es una vaina y no hay que dar tantas vueltas, ni hacernos campeones de la indiferencia, porque con ella, hay quienes saben golpear, hasta sangrarnos los labios.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario