Néstor Medrano
Te he visto posar tu mirada sobre la mía, discretamente. Eres así de especial. Joven mujer de edad indefinible, te acercas y me dices, casi al ras del silencio, cómo estás. Te mueves con todo tu cuerpo como loba que busca su presa, o que espera que este lobo que soy te busque como presa, y nos hemos descubierto a las seis en punto de la tarde, buscándonos ambos.
Cuando te acercas, que te espero entre el gentío y te aproximas con tu micrófono de periodista de tv para que te interprete lo que dijo el tipo, preparar el reporte y seguir tu camino, me miras y nos miramos porque te he mirado antes desde que me miraras antes de las cinco de la tarde. Luego tu edad: cuántos años tienes, me sale de adentro preguntar, me miras con esa malicia que inunda tu rostro que quiero como mi rostro para empalmarlo a mi rostro y palpar como palpa la lluvia al mojar la tierra seca, cuál es el sentido del amor. Pequeña. Si pareces una niña, fabricada con la belleza que a veces no creemos posible si alguien más nos cuenta. Eres punto de origen de todos mis orígenes desde esa tarde a las seis, tránsito entre tarde y noche o noche y tarde y ambos o ambos a la vez, como nosotros que somos la aspiración de ser un todo, cosmos, sangre, torrente, torbellino, luz, sombra, amor, clarividencia y sexo. Y me respondes la edad suficiente: así de simple. La suficiente para enternecerme los rincones congelados del alma, aquellos reductos vírgenes donde todavía mora la pasión, que al morar hace morada y desea que su moradora esencial seas tú para que mores conmigo en la punta de tu carne y tu espíritu; necesito transpirarnos, chiquita, ilusionarnos y luego meternos en el pellejo de ambos para hacer el viaje juntos, unidos, adheridos a los besos. Besos rojos con carmín azucarado. Y te veo en la punta de la noche. En medio de una luna que divide en dos tu rostro, ese rostro virgen de mujer inicial que se busca en mi búsqueda y me refiere a sus labios, a su sonrisa sonora sin maquillajes. Ven, te necesito, me dices. Para qué te digo. Para lo que quieras que te necesite, para convidarnos al martirio de los ritos secretos, conocernos y descaracterizarnos desde la punta de la madrugada bajo los rayos de luna, hasta desconvertirnos en parte de lo que somos cuando ambos nos miramos y quedamos alelados, víctimas de algo sublime, casi al ras del amor, con sus ungüentos y olores, con sus brisas azules bifurcadas en mitad de nuestra cama que es tu lecho de rosas, mi lecho de palmas a la orilla de una playa, mi lecho de emociones reposadas e instintivas, descorridas de tu pelo y de tu boca que descienden hasta ambos.
Y, lo mejor de todo es que te recuerdo, de aquella época cuando me acompañabas a mí y te acompañabas a ti a Casa de Teatro, o muy posiblemente al Centro de Cultura Hispánica, hoy con otro nombre y luego de escuchar y de hablar y de oír y decir y desdecir, nos corríamos hacia el parque Colón, nocturno, ensombrecido, con sus bancos a menudo cagados por las palomas que salían de las antiquísimas hendijas de la Catedral, y bebíamos, whisky, whisky o ron, fumábamos y nos embriagábamos después de la universidad. Y nos recordamos chiquita. Con esos labios que quise y quiero regar de crema de guayaba, para luego probar a mitad de la esquina y en el punto final de la madrugada...
Te he visto llegar y partir, reconfortarme en un trago de lluvia y en una mirada expresa, al borde del colapso y tus labios han concitado en mí la aventura, la desventura de la desmitificación de los cuerpos, porque el tuyo no es un cuerpo, es un espacio de esponjas traspuestas en planos suaves de tu piel y mi piel que es la piel de ambos al despuntar las cinco de la madrugada.
Pero al verte no puedo más que quedar expectante, aletargado en la gracia de tus labios y en el moño que has hecho sobre tu pelo negro que me estremece al inmiscuirme en tus interioridades humedecidas.
Y te veo llegar, verme como me has visto y ser responsable del surgimiento de una alegría única y maravillosa: si pareces una flor. Una flor bajo la lluvia, bajo los hilos y los cristales de las caricias, pero esta vez caricias escritas con la saliva de nuestras almas, con el sudor de nuestros pensamientos, con el colapso de la intensidad de los quejidos, enquistados en tu barbilla que beso y asumo, como responsabilidad de hombre y mujer. Ya ha pasado el tiempo. Definitivamente has crecido, han crecido tus senos y el temor de la inocencia no nos arrebata la pasión, transfiere a nuestra vena vital, allí donde tiemblan y parpadean nuestros sexos, arremolinados en la unidad visceral del temblor de la gloria, del paseo desgranado de las ansias y nos queremos, y nos amamos hasta donde alcancen nuestras vidas, nuestros cuerpos, nuestros alientos, nuestros suspiros, nuestra devoción, nuestra entrega.
Cuando te acercas, que te espero entre el gentío y te aproximas con tu micrófono de periodista de tv para que te interprete lo que dijo el tipo, preparar el reporte y seguir tu camino, me miras y nos miramos porque te he mirado antes desde que me miraras antes de las cinco de la tarde. Luego tu edad: cuántos años tienes, me sale de adentro preguntar, me miras con esa malicia que inunda tu rostro que quiero como mi rostro para empalmarlo a mi rostro y palpar como palpa la lluvia al mojar la tierra seca, cuál es el sentido del amor. Pequeña. Si pareces una niña, fabricada con la belleza que a veces no creemos posible si alguien más nos cuenta. Eres punto de origen de todos mis orígenes desde esa tarde a las seis, tránsito entre tarde y noche o noche y tarde y ambos o ambos a la vez, como nosotros que somos la aspiración de ser un todo, cosmos, sangre, torrente, torbellino, luz, sombra, amor, clarividencia y sexo. Y me respondes la edad suficiente: así de simple. La suficiente para enternecerme los rincones congelados del alma, aquellos reductos vírgenes donde todavía mora la pasión, que al morar hace morada y desea que su moradora esencial seas tú para que mores conmigo en la punta de tu carne y tu espíritu; necesito transpirarnos, chiquita, ilusionarnos y luego meternos en el pellejo de ambos para hacer el viaje juntos, unidos, adheridos a los besos. Besos rojos con carmín azucarado. Y te veo en la punta de la noche. En medio de una luna que divide en dos tu rostro, ese rostro virgen de mujer inicial que se busca en mi búsqueda y me refiere a sus labios, a su sonrisa sonora sin maquillajes. Ven, te necesito, me dices. Para qué te digo. Para lo que quieras que te necesite, para convidarnos al martirio de los ritos secretos, conocernos y descaracterizarnos desde la punta de la madrugada bajo los rayos de luna, hasta desconvertirnos en parte de lo que somos cuando ambos nos miramos y quedamos alelados, víctimas de algo sublime, casi al ras del amor, con sus ungüentos y olores, con sus brisas azules bifurcadas en mitad de nuestra cama que es tu lecho de rosas, mi lecho de palmas a la orilla de una playa, mi lecho de emociones reposadas e instintivas, descorridas de tu pelo y de tu boca que descienden hasta ambos.
Y, lo mejor de todo es que te recuerdo, de aquella época cuando me acompañabas a mí y te acompañabas a ti a Casa de Teatro, o muy posiblemente al Centro de Cultura Hispánica, hoy con otro nombre y luego de escuchar y de hablar y de oír y decir y desdecir, nos corríamos hacia el parque Colón, nocturno, ensombrecido, con sus bancos a menudo cagados por las palomas que salían de las antiquísimas hendijas de la Catedral, y bebíamos, whisky, whisky o ron, fumábamos y nos embriagábamos después de la universidad. Y nos recordamos chiquita. Con esos labios que quise y quiero regar de crema de guayaba, para luego probar a mitad de la esquina y en el punto final de la madrugada...
Te he visto llegar y partir, reconfortarme en un trago de lluvia y en una mirada expresa, al borde del colapso y tus labios han concitado en mí la aventura, la desventura de la desmitificación de los cuerpos, porque el tuyo no es un cuerpo, es un espacio de esponjas traspuestas en planos suaves de tu piel y mi piel que es la piel de ambos al despuntar las cinco de la madrugada.
Pero al verte no puedo más que quedar expectante, aletargado en la gracia de tus labios y en el moño que has hecho sobre tu pelo negro que me estremece al inmiscuirme en tus interioridades humedecidas.
Y te veo llegar, verme como me has visto y ser responsable del surgimiento de una alegría única y maravillosa: si pareces una flor. Una flor bajo la lluvia, bajo los hilos y los cristales de las caricias, pero esta vez caricias escritas con la saliva de nuestras almas, con el sudor de nuestros pensamientos, con el colapso de la intensidad de los quejidos, enquistados en tu barbilla que beso y asumo, como responsabilidad de hombre y mujer. Ya ha pasado el tiempo. Definitivamente has crecido, han crecido tus senos y el temor de la inocencia no nos arrebata la pasión, transfiere a nuestra vena vital, allí donde tiemblan y parpadean nuestros sexos, arremolinados en la unidad visceral del temblor de la gloria, del paseo desgranado de las ansias y nos queremos, y nos amamos hasta donde alcancen nuestras vidas, nuestros cuerpos, nuestros alientos, nuestros suspiros, nuestra devoción, nuestra entrega.
fotos forosenplenitud.com/imágenesyoreme.wordpress.com
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