10 mayo 2006

Doce Meses

I

Y le dijo que era un demonio. Un ser desalmado y sin dolores de conciencia. Pero era un hombre. De carne y hueso como todos los pobres mortales que conocía. Permaneció de rodillas, con las mejillas quemadas por el paso ardiente de las lágrimas que también eran arrasantes.
Él permaneció inconmovible, como una roca. Eres una roca, insensible, nada te afecta, le dijo con palabras tropezadas y arduas. Peinó su cabellera larga, tan larga y vistosa que parecía una mujer. Encendió un puro y guardó silencio. Eres un demonio, le repitió. Su voz le partía el hueco de los oídos. Arregló el nudo de su corbata y miró a través de las persianas. Escuchó detenidamente el fragor de la lluvia que caía abierta sobre el follaje verde del jardín. Ella se deshizo en lágrimas. Su llanto estremecía los cimientos del aposento. Él la escrutó. La analizó con esa nostalgia que a veces se desflecaba en sus entrañas, allí, donde permanecían ocultos algunos rastrojos de la emotividad perdida. ¿Qué has hecho con mi vida? Preguntó. Estaba vestida con una bata transparente. Sus pezones y las vellosidades del pubis-siempre-humedecido-lo confundían ligeramente.
Era una mujer hermosa, con treinta y cinco años no consumidos y un cuerpo que comunicaba esencias y aromas lujuriosos. Independiente. Con una vida repleta de actividades, con un trabajo de alto nivel, que la envolvía en un clima de apetencias también de alto nivel.
Ella estaba realizada cuando la conoció.
Todo ocurrió un martes en uno de los cafés selectos de la capital. Ella llegó acompañada de un grupo de amigas liberadas, vestidas al último grito de la moda, lanzando risotadas estrepitosas que entorpecían la quietud de la gente. Se sentaron en el bar, en el mismo centro de atención. Él llegó envuelto en una estela de humo. Serpenteado con el haz multicolor de las luces, se detuvo frente al bar y pidió una Heineken. Acarició varias veces su melena recogida en una trenza, y con ademanes de alta graduación sacó un puro del bolsillo de la camisa, mordisqueó la punta y lo encendió alumbrando su rostro. Su mirada fue directa. Ella lo tropezó mientras bajaba por la garganta el líquido fresco de una Presidente. Sus miradas se toparon y se difundieron; ambos sintieron ese revoloteo desesperante y sudaron al sentir que sentían lo mismo. Él se rascó la frente y sonrió con esa carcajada callada e intimidatoria.

Dos horas fijas tropezando miradas, tomando cerveza e impregnando el entorno con su personalidad arrebatadora. Reía, enclavada en una especie de imbecilidad. Sus amigas se incorporaron, arreglaron sus atuendos y se marcharon zigzagueando disimuladamente.
Madonna entonaba una de sus primeras canciones. El café se exhibía repleto de gente que fumaba, retozaba y bebía entre sorbos.
Ella quedó sola en la mesa, desamparada y grandiosa. Parecía un espejismo, confesaría él doce meses después. Cuando apuró el último trago, la precisión matemática con la que actuó siempre, le hizo ver que el momento era propicio para abordar a la mujer y se acercó.
-¿Puedo acompañarte?- preguntó.
- Este lugar es público- respondió ella haciéndose la desinteresada.
-Y tú, ¿eres privada?
-Eso depende.
Quince minutos después salían juntos.
A partir de entonces quedaron entrelazados por una relación que nadie objetó. Organizaron una vida excesiva. Fabricaron nuevos códigos para conectarse en el sexo; reinventaron lo inventado para fortalecer el placer y no escatimaron esfuerzos para ser felices. Era lo que apreciaba la gente.

Ella, incluso, casi perdía el juicio por él. Él la domaba y la exprimía. Le sacaba hasta la última gota del deseo.
Era un pintor sin recursos económicos que vivió una vida destemplada y miserable, hospedado en un estudio que había rentado en la parte alta de Santo Domingo. Ella lo ayudó a desempolvar sus obras. Montaron exposiciones individuales y colectivas, y en pocos meses él amasaba una importante fortuna. Varió su estilo de vida. Con la fama se amontonó el dinero y luego más dinero. Después los pleitos, las desavenencias, las infidelidades y los conflictos. No obstante, los momentos amargos siempre se endulzaban con sus argucias de galán adiestrado. Bebían juntos, veían televisión juntos, comían juntos.
Ella se desprendió de sus viejas amistades para seguirlo a tientas por el mundo convulso que ahora los amenazaba. De los itinerarios apasionantes y las esquelas amatorias promovidas durante el romance, él sacó la mejor parte.
Ella le ofreció toda la entrega de que era capaz una mujer enamorada. No puedes crear arte para beber cerveza en los cafés todo el tiempo, le diría.
Él que no. No podía aprovecharse de su bondad. Tenía un código de ética demasiado estricto, como para tomar de su dinero y satisfacer sus ambiciones artísticas.
No podía hacerlo. ¿Qué diría la gente, por Dios?
- Quiero ser tu socia- cortó ella, decidida- tú te encargas de pintar, de plasmar tu arte en obras hermosas y yo me encargo de los contactos, de las exposiciones, del mercadeo.
Él bajó la cabeza, afectado por la propuesta.
El éxito no se hizo esperar, las pinturas que exhibió en las salas de mayor relieve del mundo y las críticas de los expertos, los triunfos en bienales europeas y africanas, permitieron que su nombre retumbara con un eco sobrecogedor. A la parafernalia se sumaron los homenajes, las entrevistas en las revistas y publicaciones especializadas, las conferencias, las visitas a los palacios de gobiernos y los reconocimientos concedidos por universidades y las academias de esos países.

II

Y le dijo que se amarrara. Se desnudó. Buscó para ella una bata blanca de seda, removió sus ropas interiores y la dejó desnuda. Llovía. Un aguacero relamía los techos del barrio y resonaba como una cascadas hueca y definitiva. Él la miró enfoguecido. La sujetó del espaldar de la cama, vació sobre su cuerpo un frasco de vino.
Ella se adhería a los retorcijones del placer; se guarecía entre mares de sensaciones. Se le erizaba la piel. Parecía vulnerable a los toquecitos y vibraciones de su lengua. Él recogió la bata y la llevó hasta su vientre, lamió su ombligo y bebió del vino que se regó en su piel. Te amo, decía ella con la voz temblorosa. Con los labios calientes.
El hombre puso a funcionar el aparato de radio. Música instrumental, melodía fluyente. Lamió su piel. Definió en ella trucos excitantes que hacían convulsionar su cuerpo. Ella sintió el corrientazo sofocante. Y la escuchó gemir. En fugaces visiones ella se vio en las plazas amotinadas de gente, en compañía de hombres y mujeres de alcurnia que contemplaban la obra, sus fotografías ocupando las portadas de las revistas... el éxtasis.
Doce meses. Ella se retorcía. Sudaba copiosamente. Terminaron el ritual con las venas saturadas de sangre; las sienes latiendo, debatiéndose en el sudor, tocándose los labios fríos y agotados.
El pintor se vistió despacio. Ella estaba allí todavía.
Amarrada del espaldar de la cama, con la resaca de los temblores, los besos y las caricias impúdicas.
Encendió un puro que se gastaba lentamente. Bosquejó una sonrisa desatinada y terminó de ponerse la chaqueta.

Ella lo miraba, lo miraba con extrañeza. ¿Por qué te vistes? Preguntó tratando de desasirse del espaldar de la cama. La correa empezó a molestarla, a apretarle dolorosamente las muñecas. El sudor que bajaba a cántaros por su cuello también la molestaba. El puro del hombre que amaba...también.
-¿Acaso vas a salir?- volvió a preguntar. Él se peinaba con esmero, indiferente. Penetró al cuarto de baño, bajó la cabeza a la altura del lavabo y mojó su rostro.
-¿Por qué no respondes?- gritó exasperada.
La envolvió con su sonrisa impecable. Entonces lo recordó en el café, cuando sonreía como un conquistador acostumbrado y con aires de galán cinematográfico. Sus ojos emitieron un destello enceguecedor. Reía como enloquecido. Ella miraba los cambios en su rostro y las muecas de sus burlas, con expresión atónita. Presentía lo imprevisto.
-Desátame, por favor- clamó con la voz partida...entendiendo por fin que algo había cambiado...él se acercó, tocó la cara acalorada de la mujer y la levantó bruscamente. Luego la apartó con desdén.
-ME VOY- le dijo con una rudeza espantosa. Se dirigió hacia las persianas abiertas del aposento y respiró profundamente. Se insufló con aire altanero. Chupó el puro, revisó la hora en su reloj de pulsera de oro sólido.

En sus expresiones usaba un tono aguerrido, vengativo, de alguien que es liberado de una prisión.
-Te abandono- continuó- creo que tu ayuda fue valiosa, lo admito, ya no quiero estar contigo...no lo tolero.
Ella lo escuchó asombrada. Le producía asombro, a ella, una mujer liberada, en la plenitud de estos tiempos, que comprendía los distintos fenómenos que transformaban la esencia de algunos seres humanos en viles monigotes.
Aquello le parecía grotesco, una burla sádica no merecida.
-No estás hablando en serio...
-Ya no te necesito. Estoy harto de ti, de tu cuerpo y de tu compañía- fueron palabras secas, áridas y malintencionadas.

III


Y le dijo que era un demonio.
-Ahora comprendo- rezongó incrementando los esfuerzos por desatarse- debí suponerlo, es así...me utilizaste.
-Te diré algo- vociferó él con el rostro destemplado, maléfico- lo planifiqué desde el principio. Analicé todos tus movimientos.
Tus horarios, las rutinas huecas que cumplías ...por supuesto, estaba seguro de que eras rica. ¿Me entiendes? Es clásico de un patán.
La lluvia crecía. También su llanto. Quiso verlo todo como una broma de mal gusto.
-Y pensar que abandonaste todas tus rutinas, incluso a las amigas despistadas que tenías. Pobre infeliz.
Ella intentó desatarse una vez más. Escuchó sus pisadas como un eco que se alejaba por el pasillo, luego el rugido del motor de su automóvil y el sonoro rechinar de los neumáticos que marcaron el asfalto.
Ella bebió sus lágrimas saladas. Juró por Dios darle una lección inolvidable.
Pensó en todo, incluso en matarlo; pero fue una idea diabólica, y aunque contaba con los medios para hacerlo, pronto desistió de ella.
Ahí estaba el mundo. Con él o sin él lo viviría a plenitud.
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Acerca de mí

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Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.