31 marzo 2007

Muerto el recuerdo

No me queda más que escuchar en silencio
los ruidos de tu ausencia, aquella soledad diluida, que se cuela centímetro a centímetro
por las razones de tu piel y tu memoria.
No me queda más.
No me queda más que escuchar a Serrat en esta memorable tarde de angustias grises,
de rememorar viejas querencias sentado con los chicos en el antiquísmo patio de la
Universidad; donde fumábamos y bebíamos hasta la última gota del sudor y la desidia.
No me queda más
No me queda más que este libro de Borges, viejo libro de Borges cuando Borges
también era un viejo o se vestía de viejo para alquilarnos sus versos, echarnos en cara
su ceguera y hacernos olvidar que nada puede ser olvidado; al menos en la estantería del
para siempre.
No me queda más
No me queda más que la herrumbre de esta humedad que me calcifica los huesos y me
destila el alcohol perverso de las maldades de los pocos y muchos que nos veían
con malos ojos. Porque era fácil mirarnos con malos ojos si bien no hacíamos caso
de nada ni de nadie, juntos lo demás era mierda y sueños desflecados y muertos.
Juntos no había un minuto ni un segundo,
la noción del tiempo se deshilaba y regaba su vulva machista por encima de nuestros
cuerpos y de nuestra cama y de nuestra mesita de noche y de nuestra ducha y de nuestra
hoguera y de nuestro sexo. Terminábamos latiendo uno en el corazón del otro y viceversa,
escuchando emocionados la última canción de Sanz con Shakira: estallido insano de
gloriosos y pecaminosos movimientos de cintura: flor amarilla de sexo. Estambre y palidez
del amor.
No me queda más
no me queda más que recitar a los cuatro o cinco vientos que bebí del vaso de tu despedida
antes de que te marcharas: provoqué el vacío de tu instante único y permití que lamieras
el último reducto de una caricia tardía, que nació y murió, instantes más o instantes menos.
Daba igual que la vida se desgranara
Daba igual que nuestras diferencias
Encontraran un término medio: para vaciarnos de ilusión y mandar al carajo el recuerdo.

22 marzo 2007

Niña perversa

No he dejado de pensar en ella tal y como la vi; con su rostro de niña perversa, mala y maldita que me tiene afiebrado hasta el límite de desconocer esa fuerza inaudita que ahora se diluye por todo mi cuerpo y recorre áreas sensibles, incluso, se me hace difícil controlar la erección de las emociones, del alma y del ente viril de las verdades tímidas y mentidas de la hombría.

No he podido dejar de pensar en sus labios y en la cascada de oro de su pelo largo, mechoneado sobre su frente y su rostro y esa mirada erótica que me optimiza el deseo y me desconsidera en esta hora de vino blanco, risas y cigarrillos finos. No he podido dejarla, abandonarla en ningún momento, y es que creo que su boca me ha hechizado de manera misteriosa y fundamental, básica y regular: no ha habido forma de buscar alternativas capaces de eliminar su perfume, ella huele a lluvia y a brisa fresca de tierra fértil. Ella huele a infancia a pesar de ser mujer; huele a pecado y el pecado huele a su cuerpo, al sudor tibio de la piel que arde estremecida estremeciéndome cuando aterriza con su lengua despacio por los espacios de mi pudor de hombre afectado por el amor, por el deseo; por la fogosidad de una caricia que aletea soberbia hasta el bajo vientre, hasta la médula, hasta tu sexo...


Allí, en esa esquina de pocas luces, me prolongo en la melodía ronca del saxo que llega con sus talantes de nostalgias, con los olores de la ciudad que son nuestros olores y que son tus olores. Y la recuerdo, máxima, la acomodo a mi forma de ser para adorarla, para extenderla en toda su inmensidad de arco iris mezclado con lágrimas de sol y es cuando me atesoras entre tus senos perfectos, esos dos senos tan de mujer, tan redondos, tan deleitables, tan de mujer y tan tuyos o de ella, aunque se trate de la misma persona. Bebimos del mismo vaso de vino y nos untamos los labios de ese escozor divino y tembloroso, de esa corriente mágica de atracciones envolventes.


Porque la vi desnuda. Sí, descubrí su desnudez por encima de la ropa ceñida, el pantalón caqui ceñido, apretado, que hacía de sus formas de mujer un atentado contra los instintos, que incluso provocó un flujo de sudores.

Al verla se instaló el deseo en todo mi cuerpo y quise besarla, transmitirle la maldad de mis impulsos sobre esa cantera de poros exhalantes de azúcar quemada y pronuncié su nombre, quise hacerla mía como otras veces y que ella me hiciera suyo, que ella me abrazara y me tendiera toda la bondad de su sexo, en un solo derrame de candencias y movimientos infinitos, de viajes entre las sábanas que nos llevaron al tercer cielo cerca de Dios, cuando nos derramamos nosotros también en esa búsqueda exploratoria y explotamos también.
¿Qué recuerdo de nuestras estadías en las costas del amor? ¿Era amor, o simple sexo bañado de la más cruda pasión que pueden sentir dos seres humanos que se deshumanizan con los gemidos?



Ella era tan esporádica y gentil. Tan de sí misma y mía al mismo tiempo, tan nuestra y cercana, que supo inaugurarme en esos lugares sólo para iniciados, cuando apenas un imberbe prometía grandes cosas pero no dejaba de ser un novato, un novicio sin amputaciones morales que deseaba tenerla, tenerla y meterla dentro de mí, mujer ideal, madura, joven y niña, con la capacidad de una picardía ancestral, con la picardía de quien desea y necesita que la hagan sentir mujer, enredada en el silencio y el bullicio, del sexo, el saxo, las luces de bajos watts y el piano lento, lento y...subliminal.

Pero quizás al perderla o perdernos, porque declaro que hice mis propios aportes a la sostenibilidad democrática del sentimiento, resbaló algo fundamental de mi esencia masculina, por un caño sin destino fijo pero dirigido al desvanecimiento de todas mis fuerzas. De nada valieron las fórmulas alternativas, ni los embates solitarios de los tragos del whisky al vapor, acompasados de viejas melodías de tiempos pasados, y la compañía protocolar de mujeres estrepitosas y momentáneas que si bien cumplieron con su rol de descarga coyuntural fisiológica, no fueron capaces de llegar a ese extremo donde la magia se une a la carne para convertirnos en poesía viva de puro amor, coito y encuentro magnífico.


Así, como se cree o se tiene la creencia de que debemos creer en lo más creíble posible, deduje que su partida o estadía en la distancia iba a trastornar el mismo origen de mis alegrías nunca conclusas, porque con ella aprendí lo que se debe aprender en el arte cruel de esa sustancia intangible que es el amor, o algo parecido al amor, la carne viva, los minutos excitantes y las horas desmañadas, sin importar nuestra desnudez, la mía que es imperfecta y la tuya que se hace afín a la plenitud, próxima a ese universo inequívoco que fue donde descubrí que el sexo nos transformó en dos animales sin razones para vivir en soledad.

12 marzo 2007

Te vas si vuelves

Antes todo era igual. Tan igual como ahora; incluso las calles estrechas de la ciudad eran rociadas con la luminosidad de neón de las lámparas silentes y los bancos encadenados en los márgenes de la vía de adoquines que servían para sentarnos como dos chiquillos también rociados de alguna sustancia cercana al amor.

Creíamos que el amor era una sustancia intangible que nos transmitíamos de boca a boca, que iba germinándose entre nuestros líquidos vitales cuando nos retorcíamos en la cama fría repleta de agua, en una habitación también rociada de luz de neón y de brisas tenues que se filtraban por entre las persianas; porque la sentíamos. La sentíamos en nuestra epidermis, en nuestra piel y en nuestros puntos prohibidos abiertos al calor de un diluvio universal en el que iniciábamos el mundo y lo matábamos al mismo tiempo para no morirnos en el éxtasis que, sorpresivamente, también era de lluvia y de salpicaduras de neón.

Tu cuerpo era de neón. Me gustaba verlo al contraluz del aposento, entre el filo de la puerta del cuarto de baño y el aposento, porque te sentabas extenuada, con el Marlboro a flor de labios, echando humo como una chimenea, exhalando. Pensando. Miraba tu perfil; tu nariz embarrada de sombra y tu cuerpo de virgen infernal trastornando cada resquicio de mis sentidos latentes. Me insuflabas al extremo de impulsarme, abalanzarme sobre ti y desear inundarme de tus poros, ahogarme en uno de tus besos y resucitar más tarde, luego de vencidos todos los capítulos de la orgía perpetua de lo que era junto a ti y de lo que no era cuando estaba sin ti o cuando no estaba, porque, fluías como el sol y traspasabas mi cálamo, te sumergías en ese mundo torrentoso y magnífico donde surgía la sustancia del amor; húmedo filosófico, germinal y seminal.
Pero todo esto no es más que un recuerdo gris. Gris como el amanecer metálico que dejó la lluvia anoche o tal vez una noche pasada o futura que quizás no llegará o que llegó y nos minimizó en sus aguas, sin reducirnos completamente, porque pudimos derretirnos y solidificarnos una y otra vez en un incierto acontecimiento de deseos pasajeros que permanecieron y se marcharon al mismo tiempo, porque éramos lluvia, éramos agua y finalmente éramos una maquinaria de suspiros azules que nos legaron el sexo, la lascivia y el culto a la carne.

Volvimos a caminar por esa calle adoquinada, irradiada de neón y te vi tan cercana y lejana, sujetando tu ron con Coca-Cola y tu cigarrillo, adelantando los pasos y permitiendo que te persiguiera, que corriera detrás de ti, que me sumieras en tu sombra y que ascendiera hasta descubrirme solo en el aniversario de tu muerte.

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Acerca de mí

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Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.