03 marzo 2009

LA ÚLTIMA EVOCACIÓN

NÉSTOR MEDRANO


Para mí es motivo de inmensa satisfacción que la revista Mythos, de Santiago, en su nuevo número ofrezca al país la publicación de mi cuento La Última Evocación, junto con otros valiosísimos trabajos que incluyen una entrevista con el novelista Manuel Salvador Gautier, varias veces premio nacional de novela, cuentista y un artista de la arquitectura con una obra eternizada desde hace décadas en muchos puntos y localidades del interior.
Para un escritor siempre será motivo de júbilo encontrar el canal de tránsito de sus creaciones, sobre todo en un mundillo literario extremadamente hostil y de pocas oportunidades para los que iniciamos este periplo con intenciones serias de que República Dominicana vaya más allá de su “creacionismo insular”, y emerja entre las nuevas corrientes del pensamiento, como un país todavía joven y con esperanza de florecer en el ámbito cultural. El agradecimiento es para la directora de la prestigiosa revista que se edita en Santiago, Rosa Julia Vargas y todo nuestro aprecio. Este texto pertenece al libro "Cuentos de Vapor y de Sombras", mención de honor en certamen de La Alianza Cibaeña en diciembre pasado.



Nadie, a propósito, es dueño de su destino.
A. Bunsburry


Nunca, como en ese momento, deseó tenerla tan cerca. Un viento frío de nostalgia y evocación se metió primero en su estómago y luego en sus entrañas. De repente su mente quedó despejada: la necesitaba a su lado. Sólo para amortiguar el vacío y las brumas de esos últimos 80 segundos. ¿Por qué ahora? ¿Para qué la necesitaba en un momento tan crucial en su vida? Era una locura. Más de 25 años respirando su transpiración medicamentosa, contemplando su rostro señorial y escuchando las insufribles tonadas de sus ataques de tos en la madrugada, casi sufriendo un suplicio que sólo las escapadas milagrosas a los recintos prostibularios de ocasión amortiguaban.
Ella, su esposa, una de esas mujeres que en la juventud gastó su belleza y su vanidad en complacerlo en todos los caprichos y que, posteriormente, cuando el paso del tiempo dejó marcados estragos en su piel y en su espíritu, la calle, la vida alegre y las mujeres fáciles, fueron el precio que con su hombría imponente, pagó el inefable Federico Navarro.
Se convirtió en un hombre de la calle. En las noches, específicamente los lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábados, salía en su automóvil Lincoln negro y rechinaba los neumáticos, quemando el asfalto de las avenidas nocturnas y penetrando en los barrios céntricos de la ciudad, donde las mujeres, rebosantes y hermosas, feas, raquíticas o escuálidas- no había distinción- lo esperaban para, sin muchos ruegos ni esfuerzos superfluos, abrir sus piernas y darle, a cambio de buenos fajos de billetes, los placeres que ya no encontraba en el hogar.
Esa rutina, como se dijo, consagrada de lunes a sábado, era suficiente, pues los domingos estaban destinados a vomitar durante horas y a tratar de librarse de las resacas faraónicas que le cuarteaban la cabeza.
A pesar de su ingratitud en el hogar, odiaba a doña Miosotis Merejo de Navarro, su esposa, porque nunca pudo darle un hijo, aunque doscientos quince ginecólogos, refrendaron en todos esos años de búsqueda infructuosa que ella se encontraba en perfectas condiciones para la concepción. Permaneció atado al lazo matrimonial porque convenía a sus sagrados principios éticos y morales. En los minutos que pasaba en la casa la ignoraba. Sólo intercambiaba las palabras elementales y en una de esas madrugadas de domingo llegó a desear que un acceso de tos se la llevara definitivamente del mundo.
Ella nunca lo entendió ni entendió su actitud. No podía asimilar que él, que había desplegado esfuerzos inauditos para que la encumbrada familia de ella lo aceptara y aceptara que la hija unigénita se marchara vestida de mujer en sus brazos, tantos años después la rechazara con tal fiereza.
Ella se mantenía tranquila. Recibía en la casa a sus amigas de la alta sociedad a quienes atendía por su incondicional apoyo en las buenas y en las malas: “Miosotis, yo no quiero intranquilizarte, pero Polanco, el mecánico de Arturo, me dijo que vio a tu marido borracho, como con quince mujeres en el Malecón.” le decía Juana Aquelarre, una de sus más íntimas amigas, tan sincera y celosa de los engaños contra sus seres queridos. “Ay, pero Dios mío, lo levantaron de entre un charco de vómito y mierda, el muy asqueroso amaneció como un perro con el carro atravesado en el bulevar de la 27”, le recitaba Jacinta Paniatowska, sin el deseo de sembrar la discordia en el corazón abrumado de Miosotis Merejo.
Ella, con sus ataques de tos no había dejado de fumar nunca, y a veces, con el pretexto de cambiar las zapatillas, subía hasta su alcoba y lloraba, luego señalaba que el humo le irritaba los ojos.
A Federico Navarro le importaba poco el sufrimiento de su esposa. Tampoco le interesaba guardar las formas frente a la sociedad, porque consideraba que en su seno reposaba como en ningún otro lugar, la tara de la hipocresía.

Sabía llegar a las fiestas de los clubes exclusivos de la calle San Agustín y romper la melancólica monotonía en los conversatorios sostenidos por los ejecutivos de importantes corporaciones, con los chillidos y vociferaciones vulgares de las mujeres pornográficas de las que se hacía acompañar y, en ese plano, armaba los más sonados escándalos que eran el festín de los diarios y medios de comunicación presentes.
Muy tarde Federico Navarro comprendió que su esposa, lejos de ser una mujer anodina y sin carácter, poseía una fortaleza única.
Había sobrevivido a él. Con estoicismo, en silencio; sin romper un solo plato. No supo qué hacer: no tenía calidad moral ni siquiera para desear que en ese momento estuviera presente: pero la evocó sorprendido, le hacía falta, por primera vez en la vida, transpirar su aliento alcanforado.
Los 80 segundos transcurrieron . Miosotis no estaría junto a él. Las cosas se nublaron, se hacían espesas a sus ojos. Fue cuando la llamó. Desvalida, humillada y olvidada siempre. Mi Miosotis. Nunca como en ese momento deseó tenerla tan cerca, era un momento crucial en su vida. Deseó con todas las fuerzas de sus pulmones tenerla a su lado para pedirle perdón, para decirle que había sido un canalla, para reconocer ante ella su mezquindad.

La imaginaba. Seguro estaba en la casa, sentada leyendo el libro de los salmos en silencio y reflexión. Sus ojos se apagaban. Oscurecía.

REPORTE POLICIAL
El empresario Federico Navarro fue encontrado muerto en una de las habitaciones del hotel Cuasimodo Imperial, ubicado en las afueras de la ciudad de San Agustín del Río.
Al momento del hallazgo del cadáver los agentes de la Policía Nacional que patrullaban la zona en su rutina nocturna, informaron que junto a él había una botella de ron semivacía , una cajetilla de cigarrillos Marlboro sin abrir y varias monedas de cinco y un pesos.
La Oficina Nacional de Patología Forense, previo informe del Departamento de Balística, manifestó que el nombrado murió de inmediato por el impacto de un disparo en el pecho, que atravesó su corazón y dañó otros órganos vitales.
El arma utilizada corresponde a un revólver calibre 38, que había sido robado a un oficial de la Marina por la conocida como Juana La Treceojos, quien fue detenida luego de haber confesado la comisión del crimen por razones pasionales.





Sin mayores ponderaciones, por la contundencia de los resultados de la indagatoria, esta comisión sugiere traducir a la acción de la justicia a la inculpada, atendiendo su naturaleza reincidente con amantes que siempre resultan ser hombres ricos o políticos reconocidos.

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Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.