17 noviembre 2008

HURACÁN






(Fragmento de mi novela inédita)

NÉSTOR MEDRANO




¿Quieres ir a dar una vuelta conmigo?
El obrero se puso en guardia:
¿Quién eres? ¿Un riquito a quien le gusta que los negros le hagan el amor?
No. No soy un degenerado, si a eso te refieres.
Pues lo pareces. Pareces afeminado.
No te dejes confundir. Soy periodista. Hago una investigación sobre la vida de los obreros haitianos en las construcciones. Creo que tú tienes buen razonamiento.
No me interesa. Además, después del trabajo voy a la universidad, estudio, trabajo.
Te puedo llevar y comemos algo en el camino. ¿Cómo te llamas?
Baptiste. Pero me puedes decir Jacques.
Me quedo con Baptiste.
Baptiste bebió otro trago de ron. El sudor brillaba sobre su frente, sus ojos cuarteados de sangre lo hacían parecer alguien peligroso.
No confío en periodistas. Escriben cosas para jodernos; dicen que nuestras costumbres son de bárbaros, primitivos...
¿Y no es cierto?
Rafael Meléndez miraba al sudoroso obrero, ponía especial atención en su arrogancia natural y no hacía más que reír en sus adentros. Se preguntaba cómo una persona que padecía tantas vicisitudes en un país extraño se soportaba en una actitud como aquella...de pedantería. Era diferente. Los otros masticaban con ansiedad, como si la comida quisiera escapar de sus manos; tragaban los trozos de víveres mezclados con arroz como si el mundo terminara en los próximos cinco minutos. El obrero todavía lo creía un gay.
Creo que buscas a alguien que te haga el amor, le dijo.
Meléndez, ahora un poquito más turbio, le soltó:
Te aseguro algo, si fuera maricón, mi tipo de hombre no tendría esa fragancia a diablos que emanas, ¿entiendes?
Te puedes largar de aquí, respondió el haitiano, no es tu hábitat. Vete antes que llame a la policía y te acuse de hostigamiento.
Meléndez hizo un gesto de desagrado y le habló en tono duro:
Oye, maldito mierda, no he venido aquí por ti, sino por ellos. Has monopolizado la situación y no me has dejado hacer mi trabajo. Será mejor que te apartes y punto.
Ante el cambio radical el haitiano se quedó callado.
Disfruten de su comida, deseó Meléndez al grupo de obreros que se atragantaba con los comestibles y salió de allí sin mayores intenciones.
Rafael Meléndez fumó sereno antes de darle al encendido de su automóvil. Reía en sus adentros. Confiaba en sus tácticas. ¿Qué podía perder? El sol se extendía en medio del lugar y arriba las nubes blancas llenaban el inmenso azul. Pronto se nublaría. No quería encender el celular. Debía tener mil mensajes a esa hora de la mañana. No se había reportado y las tardanzas sulfuraban al viejo Asdrúbal Santos.
Por otro lado la ciudad espejeaba con el clásico tapón del congestionamiento. Hileras de vehículos de todo tipo frenados en los semáforos. Cientos de niños varados en las esquinas, unos limpiando cristales delanteros de carros privados, otro vendiendo chucherías y algunos, simplemente pidiendo dinero. Meléndez siempre había notado el cuadro, pero ahora, que se involucraba en un caso de la especie del que investigaba descubría a las mujeres andrajosas, también haitianas que, con bebés de poca edad sembrados en sus pechos sudados, pedían dinero a los conductores de vehículos, que se desplazaban por las avenidas.
Esa misma mañana, entre las ocho y las nueve, una joven flaca, entre huesos notables y ojos desencajados, labios resecos y vestido descolorido, con un niño de entre cuatro y cinco años, se le acercó tanto que por poco los atropella. No era uno de esos tipos sensibleros a quien se le revolteaba el espíritu con facilidad, pero aquello le pareció surrealista. En los últimos años las principales avenidas de la capital y de las ciudades del interior estaban inundadas por mujeres limosneras, explotadas por criollos y haitianos que se encargaban de buscarlas en avanzado estado de gestación, las ayudaban a cruzar la frontera domínico-haitiana y las conducían a hospitales públicos donde alumbraban, creando un problema de repercusiones poco analizadas. Estas bandas se las arreglaban para establecer a las madres en casuchas clandestinas de los barrios marginados y luego las incorporaban en grandes grupos a pedir dinero, utilizando a las criaturas como carnadas. Meléndez reía de sorpresa. Descubría que nadie hacía caso del problema y asumía que las complicidades protagonizaban la impunidad. Sus investigaciones eran archivadas. A nadie parecía importarle que las haitianas hicieran turno en las avenidas, cumplieran un horario y se sustituyeran unas con otras, como si se tratara de un empleo oficial.
La espera valió la pena. Baptiste, sudando grasa y con los anteojos recetados empañados tocó la ventanilla del asiento del acompañante. Cuando abrió la portezuela lo notó nervioso. Su peculiar olor inundó el interior del auto. Baptiste sabía del olor, pero era inevitable. Le dijo que las cremas y los desodorantes no le probaban, que su padre le proveía de todo eso y que no había manera de que el grajo se le quitara de encima.
¿Qué ocurre, te noto preocupado?
Vamos a otro lugar, pidió el extranjero. Si alguien nos ve juntos, puedo tener problemas.
¿Por qué?
Porque se sabe que estuviste por aquí investigando la muerte de Francoise. Hay ojos escondidos. Obreros de mi propia tierra nos vigilan. Son chivatos de Fernando Albarraza, el dueño de la construcción. Es una historia muy larga, muy complicada, cuyos detalles, dudo que desconozcas.
Rafael Meléndez tragó en seco. El haitiano muerto se llamaba Francoise, lo averiguó sin proponérselo. Baptiste era un hombre clave, ahora lo sabía. El investigador especial se metía en un problema del gordo del dedo del pie izquierdo. Una situación espinosa que, si lo analizaba con detenimiento, debía retirarse en cinco minutos. ¿Por qué no dedicarse a los trabajos intrascendentes de todos los días y olvidarse del asunto? Baptiste, ¿se llamaría realmente así o era un falso nombre para protegerse? ¿Quién era? ¿Un obrero? Regularmente todos los haitianos que vivían indocumentados en el país tenían el apellido Pié. Meléndez interpretaba que se trataba de un degenerativo mal pronunciado de Pierre, aunque, le importaba un carajo la procedencia de ese dato.
¿Francoise? ¿Se llamaba Francoise el joven muerto?, preguntó ovacionado por un calor que de repente le subía por todo el cuerpo. Baptiste se derramó en llanto. Un llanto nervioso. Jadeaba. Rafael Meléndez midió la intensidad de los nervios y temió que sufriera un colapso.
Cálmate. ¿Qué sucede?
Vámonos, arranca, por favor.
Meléndez pisó el acelerador y descendió calle abajo hasta las inmediaciones de la universidad estatal, una zona que en los últimos años se había llenado de negocios de comida rápida y restaurantes sencillos a los que acudían los estudiantes, antes o después de las clases. A Rafael Meléndez le agradaba esa parte de la ciudad. Le gustaba el movimiento de los universitarios, la agitación de los autobuses del transporte público, las chicas que exhibían sus mejores atuendos para recibir la docencia.
Orilló el vehículo y pidió a Baptiste que bajara. El obrero lo hizo maquinalmente. Secó sus mejillas y los bordes bajos y ojerosos de sus ojos antes de recuperar su compostura natural. Meléndez lo analizó al detalle, mientras Baptiste bebía con ansiedad un café con leche y masticaba el sandwich de jamón y queso. Buscaba algo en esos ojos pequeños y en esa mirada turbada y despectiva. Sin embargo, el tipo le inspiraba confianza. Quizá lo engañaba o se burlaba de él. Sin lugar a dudas, por la expresión del primer momento, cuando le habló de la muerte de Francoise, sabía que era policía, a menos que fuera un idiota, cosa que dudaba.
¿Qué sabes de la muerte de Bonsoi?
Bonsoi no, Francoise.
Sí. De Francoise.
Lo tiraron.
¿Lo mataron?
Baptiste asintió con la cabeza mientras tragaba una porción del sandwich.
¿Por qué decidiste hablar del tema, si en ningún momento lo sugerí.
Meléndez bebió su cerveza. Le gustaba degustar una cerveza bien fría en esas ocasiones de almuerzos ligeros y compulsivos. El haitiano se mostró preocupado.
Era mi amigo. Y...tu gente sabe lo que está sucediendo.
¿Qué está sucediendo?
Francoise era...
La lluvia de balas fue repentina, concisa y mortal. Dos sujetos penetraron al restaurante, vestidos de civiles, anteojos negros y botas embarradas de lodo. Caminaron y al acercarse a la mesa que ocupaban abrieron fuego. Meléndez fue salvado por unos reflejos a toda prueba que le permitieron maniobrar, lanzando la silla al lanzarse al suelo, resguardándose en el hueco que había entre dos neveras. Hizo varios disparos, pero los sujetos corrieron con una velocidad pasmosa. No recuperó el aliento en mucho tiempo. La cabeza de Baptiste cayó ensangrentada sobre la superficie de la mesa. La agitación entre los estudiantes y los clientes fue dramática: muchas de las chicas que vivieron el momento lloraban temblorosas. En pocos minutos hubo una aparatosa presencia de patrullas policiales, cuyos agentes acordonaron el área y sacaron a la gente que se había amotinado, señalando a Meléndez, comentando que salvó su vida por un pelito, que había llegado junto al infeliz que ahora yacía perforado a balazos. Antes que verse embargado por los nervios, a Rafael Meléndez se acumuló en él una rabia minada de impotencia que no lo dejaba respirar. Apretaba los puños hasta el dolor. Su mirada penetrante cortaba. Los agentes se acercaron a él para que ofreciera su versión y los mandó a freír tusas con el culo. Fumaba con una expresión grave y descompuesta.
Asdrúbal Santos, con su porte de desasosiego, fumando como murciélago corrió hacia él. Lo observó con detenimiento, al darse cuenta de que no estaba herido, le recriminó de inmediato.
¿Qué diablos hacías con ese hombre?
Meléndez lo miró con una brasa de odio.
Ese hombre está muerto. Lo ejecutaron, ¿no hay manera de tener otra actitud?
Asdrúbal Santos mostró su rabia, una rabia que podía hacer combustión y tornarse violenta en circunstancias apremiantes. Buscó algo indescifrable en el rostro de Meléndez, y encontró una lámina de impotencia.
Te dije muy bien que olvidaras todo lo relativo al haitiano muerto...es que nunca escuchas, coño.
Francoise. Se llamaba Francoise, pero dudo que no lo sepas. El haitiano muerto en la construcción se llamaba Francoise.
¡Estás suspendido de manera indefinida! Desaparece antes de que quieran indagar qué hacías con este otro haitiano.
Entre el humo del cigarrillo y el enrojecimiento de sus ojos, parecía otra persona. No le importaban los comentarios. Es más, no le interesaba estar al lado de Asdrúbal Santos en esos momentos. El maratón de policías y ahora el maratón de periodistas que esperaba en la calle buscando una versión oficial de los hechos, le impedían procesar la tragedia. Pensar.
¿Por qué matar a Baptiste?
Volvió a hacer uso de su ironía más afilada.
¿Por qué estoy suspendido? ¿Es un delito comer con un amigo haitiano?
Santos se sentó en una silla, próximo a ellos el desorden de policías, los flashes de las cámaras fotográficas, las estampas numeradas de la escena del crimen, el calor sofocante, a poca distancia del cadáver, para calmar a Meléndez le dijo que se había tratado de un ajuste de cuentas. Un pleito particular entre la víctima y un hombre cuya mujer le era infiel.
¿Me dices que este tipo le cogía la mujer a alguien y ese alguien mandó a matarlo. ¡Estupendo! Ese señor era un play boy. ¡Recórcholis!
No quiero verte más. Ve a tu casa. Navega en Internet. Busca mujeres desnudas, mastúrbate sobre ellas, crea un blog, pero vete de aquí. No te inmiscuyas más en esta vaina.
Meléndez rió de buena gana:
¿Un blog? Excelente idea.
Cuando se iba Asdrúbal se sonó la garganta:
¿Me entregas el arma, please?
Mintió para joderle la paciencia:
Me la robaron los tipos antes de largarse.
Se levantó con su parsimonia y su irreverencia habituales y al salir, un enjambre de periodistas lo rodeó; le dispararon mil preguntas, tropezadas, unas encima de otras. Finalmente volteó la cabeza para ver si Asdrúbal Santos lo miraba, se detuvo en actitud de dar una declaración, los periodistas expectantes, lo escucharon decir:
Todos, váyanse a la mierda.

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Acerca de mí

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Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.