Néstor Medrano
Bajas la cabeza y ocultas el rostro para que Joaquín no descubra ese torrente de lágrimas que deja una huella de fuego en tus mejillas. Él ignora que has llorado toda la mañana, desde el amanecer. No tiene por qué saber. El dolor es uno y él, con sus siete años de edad, tampoco entenderá mucho de las razones que tienen los adultos para llorar. Has llorado, llorarás, porque palpas en carne propia lo difícil que ha sido sobrevivir como madre soltera, pobre y sin esperanza, en ese pueblo donde la brisa sopla un polvazo caliente y la lluvia, ni siquiera aparece de vez en cuando.
Has padecido hambre en la piel y el estómago y estás a punto de colapsar. El niño, con sus ojazos negros grandes pasa por tu lado quitado de bulla, porque los niños nunca saben de pobreza y de riqueza, ellos viven, juegan con sus amiguitos, aunque sientan esos gruñidos en sus estómagos, que a veces braman, vacíos.
De repente se detiene. Los niños pueden ser inocentes pero observadores, y según has notado, es un niño observador, observador y curioso. Camina en círculos, imitando los sonidos de los autos que compiten en carreras y acelera, corretea, disminuye, se detiene en seco. Te mira y tú tratas de mirarlo, pero no puedes porque te hiere la tristeza. Él se coloca a tu lado, presiente tu dolor, porque tu dolor está regado en esas cuatro paredes descascaradas de la pieza en la que vives con más penurias que risas y risas.
Mirándolo a él también miras los dos panes duros que esperan a ser devorados sobre la mesa, y el plato de ensalada de mangos verdes que has preparado con algo de aceite de oliva, porque, por lo menos le darás algo similar, remotamente, a una ensalada.
Bien lo decía doña Anastasia, esa anciana enclavijada y huesuda que era tu madre: “no te aloques, muchacha, no andes por el mundo entregándote a cualquier hombre, busca responsabilidad, que los gusticos de cama, después duelen”. Pero tú, naturalmente, eras joven, con ganas y deseos de vivir, no querías estar en la vaina esa de la estudiadera, perdiendo tiempo metida en un liceo, si podías buscar un macho que te mudara y mantuviera.
Doña Anastasia no podía contigo. Tu padre menos. El viejo don José, curtido con el tizne de la experiencia, vivía escrutándote, analizándote. Se desarrollaba tu cuerpo. Tus senos se inflaban y se hacían protuberantes, tus caderas daban a tu cuerpo características de mujer golosa y apetecida, era algo en tu comportamiento: “esa muchacha está viviendo con un hombre”, le dijo una vez, de manera cortante a tu madre.
Cuando saliste embarazada no hubo forma de contenerlo:
-¡Se va de mi casa, carajo!
Doña Anastasia, con algo de esa sensibilidad desempolvada de madre, intentó intervenir:
-No puedes echarla, ¿de qué vivirá?
-Que busque al vago que le aventó la barriga y la mude.
Ya no hay vuelta atrás y Joaquín está ahí, a tu lado, llenando esos espacios desolados con su risa de niño avispado. Que te mira. Quiere decir algo; algo y si fijas bien tus pupilas en las suyas te darás cuenta de que quiere decir algo coherente. Es el temor. Te embriaga el temor ahora: ¿y si pregunta algo para lo cual no estás preparada? ¿Si hace alguna de esas preguntas fundamentales, qué le dirás? No le dirás que su padre es un tecatico de Ciudad Nueva, que cuando supo del embarazo huyó a la tierra de sus tíos en Dajabón y se escondió entre los montes, y nunca quiso saber nada de él, de ti. Realmente no estás preparada para responderle. Sólo lo retratas con tu mirada y ves ese rostro de ángel, tan parecido a tu padre que es su abuelo y que nunca quiso saber nada, para no involucrarse, tampoco quiso que visitaras a tu madre, doña Anastasia estaba muy enferma y “ tu no me la matarás, maldita”.
Aunque lo has intentado no has logrado aligerar la carga. ¿Qué puede hacer una mujer que no sabe hacer nada, que no sea planchar, lavar o fregar en alguna casa de familia? Ya no hay manera de devolver la cinta. De hacer un stop a esa historia triste que cuentas sin mover los labios, esa historia triste que tu hijo está a punto de descubrir, porque se ha colocado a tu lado, con su pantaloncito corto marrón y su camisita de cuadros azules, obsequio de alguien que hoy no recuerdas y temes que abra la boca y haga una pregunta reveladora sobre tus padres, sobre sus abuelos, sobre su familia.
Joaquín vuelve a hacer con la boca un ruido de motor Yamaha, antes de acelerar y correr alborotado por toda la pieza. Los demás niños juegan frente a sus casas, también corren, sus madres han comprado algunos pollos para asar, otras guisan espaguetis y preparan arroz blanco, porque sus maridos han utilizado la poca ganancia de las chiripas del día, junto a otros ahorritos, para cenar en esa noche especial.
“Tanto que te lo dije, no jodas en la calle para que no sufras, muchacha”, le escribió doña Anastasia hace dos días, cuando le mandó un sobre con veinte pesos para que se ayudara en esos días festivos.
Tu padre no quiere saber nada. De noche se sienta en la entrada de la casa, bebe ron a pico de botella y te maldice, “esa vagabunda del diablo, no sirvió para nada”, dice cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo.
Ya no puedes ocultar más el llanto. Has desfigurado el cartón azul que llevaba impresa la imagen de la virgen de La Altagracia de tanto acariciarla y tu niño ha visto fijamente esas mejillas ardidas, con el fuego de las lágrimas, porque hoy es un día especial y no tienes lo más mínimo para brindarle, más que esos dos panes duros que amenazan sobre la mesa.
Las mujeres de los alrededores lavan sus casas, echan agua a sus plantas y reciben a sus maridos que se sientan en las salitas a echarse los tragos, a descansar y hueles la brisa, una brisa caliente que hoy ha variado ligeramente y tú te abrumas y lloras. Entonces, él, Joaquín, el hijo de tus entrañas, se acerca y por fin, mira hacia todos los rincones y suelta lo que tanto ha querido decirte:
-Feliz Navidad, mami.
Bajas la cabeza y ocultas el rostro para que Joaquín no descubra ese torrente de lágrimas que deja una huella de fuego en tus mejillas. Él ignora que has llorado toda la mañana, desde el amanecer. No tiene por qué saber. El dolor es uno y él, con sus siete años de edad, tampoco entenderá mucho de las razones que tienen los adultos para llorar. Has llorado, llorarás, porque palpas en carne propia lo difícil que ha sido sobrevivir como madre soltera, pobre y sin esperanza, en ese pueblo donde la brisa sopla un polvazo caliente y la lluvia, ni siquiera aparece de vez en cuando.
Has padecido hambre en la piel y el estómago y estás a punto de colapsar. El niño, con sus ojazos negros grandes pasa por tu lado quitado de bulla, porque los niños nunca saben de pobreza y de riqueza, ellos viven, juegan con sus amiguitos, aunque sientan esos gruñidos en sus estómagos, que a veces braman, vacíos.
De repente se detiene. Los niños pueden ser inocentes pero observadores, y según has notado, es un niño observador, observador y curioso. Camina en círculos, imitando los sonidos de los autos que compiten en carreras y acelera, corretea, disminuye, se detiene en seco. Te mira y tú tratas de mirarlo, pero no puedes porque te hiere la tristeza. Él se coloca a tu lado, presiente tu dolor, porque tu dolor está regado en esas cuatro paredes descascaradas de la pieza en la que vives con más penurias que risas y risas.
Mirándolo a él también miras los dos panes duros que esperan a ser devorados sobre la mesa, y el plato de ensalada de mangos verdes que has preparado con algo de aceite de oliva, porque, por lo menos le darás algo similar, remotamente, a una ensalada.
Bien lo decía doña Anastasia, esa anciana enclavijada y huesuda que era tu madre: “no te aloques, muchacha, no andes por el mundo entregándote a cualquier hombre, busca responsabilidad, que los gusticos de cama, después duelen”. Pero tú, naturalmente, eras joven, con ganas y deseos de vivir, no querías estar en la vaina esa de la estudiadera, perdiendo tiempo metida en un liceo, si podías buscar un macho que te mudara y mantuviera.
Doña Anastasia no podía contigo. Tu padre menos. El viejo don José, curtido con el tizne de la experiencia, vivía escrutándote, analizándote. Se desarrollaba tu cuerpo. Tus senos se inflaban y se hacían protuberantes, tus caderas daban a tu cuerpo características de mujer golosa y apetecida, era algo en tu comportamiento: “esa muchacha está viviendo con un hombre”, le dijo una vez, de manera cortante a tu madre.
Cuando saliste embarazada no hubo forma de contenerlo:
-¡Se va de mi casa, carajo!
Doña Anastasia, con algo de esa sensibilidad desempolvada de madre, intentó intervenir:
-No puedes echarla, ¿de qué vivirá?
-Que busque al vago que le aventó la barriga y la mude.
Ya no hay vuelta atrás y Joaquín está ahí, a tu lado, llenando esos espacios desolados con su risa de niño avispado. Que te mira. Quiere decir algo; algo y si fijas bien tus pupilas en las suyas te darás cuenta de que quiere decir algo coherente. Es el temor. Te embriaga el temor ahora: ¿y si pregunta algo para lo cual no estás preparada? ¿Si hace alguna de esas preguntas fundamentales, qué le dirás? No le dirás que su padre es un tecatico de Ciudad Nueva, que cuando supo del embarazo huyó a la tierra de sus tíos en Dajabón y se escondió entre los montes, y nunca quiso saber nada de él, de ti. Realmente no estás preparada para responderle. Sólo lo retratas con tu mirada y ves ese rostro de ángel, tan parecido a tu padre que es su abuelo y que nunca quiso saber nada, para no involucrarse, tampoco quiso que visitaras a tu madre, doña Anastasia estaba muy enferma y “ tu no me la matarás, maldita”.
Aunque lo has intentado no has logrado aligerar la carga. ¿Qué puede hacer una mujer que no sabe hacer nada, que no sea planchar, lavar o fregar en alguna casa de familia? Ya no hay manera de devolver la cinta. De hacer un stop a esa historia triste que cuentas sin mover los labios, esa historia triste que tu hijo está a punto de descubrir, porque se ha colocado a tu lado, con su pantaloncito corto marrón y su camisita de cuadros azules, obsequio de alguien que hoy no recuerdas y temes que abra la boca y haga una pregunta reveladora sobre tus padres, sobre sus abuelos, sobre su familia.
Joaquín vuelve a hacer con la boca un ruido de motor Yamaha, antes de acelerar y correr alborotado por toda la pieza. Los demás niños juegan frente a sus casas, también corren, sus madres han comprado algunos pollos para asar, otras guisan espaguetis y preparan arroz blanco, porque sus maridos han utilizado la poca ganancia de las chiripas del día, junto a otros ahorritos, para cenar en esa noche especial.
“Tanto que te lo dije, no jodas en la calle para que no sufras, muchacha”, le escribió doña Anastasia hace dos días, cuando le mandó un sobre con veinte pesos para que se ayudara en esos días festivos.
Tu padre no quiere saber nada. De noche se sienta en la entrada de la casa, bebe ron a pico de botella y te maldice, “esa vagabunda del diablo, no sirvió para nada”, dice cada vez que tiene la oportunidad de hacerlo.
Ya no puedes ocultar más el llanto. Has desfigurado el cartón azul que llevaba impresa la imagen de la virgen de La Altagracia de tanto acariciarla y tu niño ha visto fijamente esas mejillas ardidas, con el fuego de las lágrimas, porque hoy es un día especial y no tienes lo más mínimo para brindarle, más que esos dos panes duros que amenazan sobre la mesa.
Las mujeres de los alrededores lavan sus casas, echan agua a sus plantas y reciben a sus maridos que se sientan en las salitas a echarse los tragos, a descansar y hueles la brisa, una brisa caliente que hoy ha variado ligeramente y tú te abrumas y lloras. Entonces, él, Joaquín, el hijo de tus entrañas, se acerca y por fin, mira hacia todos los rincones y suelta lo que tanto ha querido decirte:
-Feliz Navidad, mami.
Publicado originalmente en la Navidad del año 2006 en el periódico regional La Voz del Noroeste de mi gran amigo, el periodista Manuel Azcona.
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