29 diciembre 2008

Fragmento de Dónde está Johnny Lupano













Néstor Medrano
El Presidente cayó de rodillas, abrumado por su debilidad; la debilidad propia de los seres ordinarios que suelen enfermarse cuando llegan a la ancianidad. Pero yo, coño, no puedo darme el lujo de estar babeando, de ser humillado por una incontinencia propia de los carnales mortales. Se descubrió en su propia realidad y quedó ofuscado. Nadie podía enterarse, coñazo, que no podía contener la orina y que me había orinado los pantalones nuevos de casimir inglés.
Una hora después de ese trágico acontecimiento, que le permitió enterarse por primera vez en su vida faraónica, que era vulnerable como cualquier hombre de cuarta categoría, convocó un consejo de gobierno con carácter de urgencia.
Una vez reunido con sus ministros y jefes de seguridad nacional, esbirros y funcionarios del más alto nivel, ordenó que se buscaran en toda la capital del país, provincias, municipios, barrios y parajes urbanos y rurales, a los médicos, hechiceros, curanderos y prepara yerbas, para que entre todos obtuvieran una fórmula inmediata que curara su humillante desarreglo.
-Otra cosa, señores-dijo al terminar la sesión-, si alguien fuera de estas cuatro paredes se entera de esta vaina, o escucho algún rumor que traiga el viento, alusivo al tema, me encargaré personalmente de matarlos a todos con mis propias manos y luego a sus hijos, hermanos, sobrinos y nietos. Nadie más que yo puede saber la magnitud del dolor que sacude a un hombre cuando es ofendido tan arteramente por la naturaleza.
Cuando se retiraron, el polvo talco que utilizaba para blanquear su rostro se corrió y al contemplarse en ese estado impúdico para un hombre que como él rendía culto a la belleza, quiso que el mundo se derrumbara con él.
-¡Demonios!- gritó-, esto no me puede estar ocurriendo a mí.



CUATRO
-Isabel, date prisa. El Presidente espera por nosotros.
-Un minuto más, sólo debo ajustar algunas cosas en mi vestido.
Johnny Lupano sudaba. No era el momento de sentir temores, aunque un gusanito de intriga se removía en sus vísceras y contoneaba sus huesos.
-Sabes que ese hombre es más peligroso que los hermanos y gusta de las mujeres ajenas. ¿Cómo enfrentar sus insinuaciones? ¿Qué haremos si me corteja?
El silencio se hizo denso. Johnny Lupano sabía que ella tenía razón; las muestras fatídicas estaban ahí. Familias enteras habían perdido la dignidad desde hacía tiempo debido a que unas ofrecían a sus hijas en la tierna juventud para que el tirano las desgraciara con su hombría de bestia, a cambio de favores y prebendas oficiales, y a otras la dignidad les era arrebatada y cuando se negaban a darlas en bandeja de plata perdían bienes, amistades y se convertían en rastrojos miserables de seres humanos.
-Debemos correr el riesgo-determinó el hacedor de canciones.

En la galería colgante del amplio jardín de la mansión del gobernante una mesa esperaba repleta de exquisiteces y de platos exóticos, dispuesta con la meticulosidad de orfebre propia de las apetencias del tirano.
Como se esperaba, la mesa estaba lista para cuatro personas. ¿Por qué invitar a nadie más? ¿por qué meter más gente de la cuenta en un encuentro casi confidencial? De todas formas ni Johnny Lupano ni Isabel Gutiérrez se aventuraron a preguntar por qué la ausencia de su esposa, además era un elemento intrascendente, que tampoco les importaba un carajo. El jardín era extenso y cada uno de sus extremos fue adornado con un contingente de hombres armados hasta los dientes. Se trataba de hombres jóvenes, bien vestidos y de apariencia intachable que se intercomunicaban con discreción, sujetando con ambas manos las ametralladoras que formaban parte del entorno natural de la noche, junto a la vegetación tranquila y apacible.
El Presidente se sentó en una de las sillas principales; sonriente. Los invitados lo imitaron. Con un chasquido de dedos surgieron de la nada cuatro mujeres vestidas de blanco que probaron sin titubear un bocado tras otro y un trago de cada cosa que sirvieron en la mesa. El mandamás llamó a uno de los hombres de confianza y le dijo algo en el oído. El hombre salió con pasos apresurados y cinco minutos después regresó y discretamente asintió con la cabeza. Las mujeres terminaron de probar. Diez minutos más tarde fueron despedidas hasta que llegó un hombre de piel bronceada y rasgos femeninos que puso el platillo de entrada frente a los comensales.
-La vaina de ser presidente-rompió el hielo el tirano-es que uno debe mantenerse vivo y proteger a quienes dependen de nosotros. ¿Qué le parece esa jodienda señor Lupano?
El aludido lo miró con una sonrisa.
-Me parece correcto-dijo-hombre precavido vale por dos.
-En eso de los adagios-continuó el dictador-hay una marcada sabiduría humana.
Hay quienes creen que la gente del pueblo es pendeja y la gente sabe y tiene conciencia de cada cosa que hace y dice, je, je , je.
Isabel Gutiérrez se mantuvo callada toda la noche.
-A la Estrella de Fuego no le gusta hablar mucho, ¿eh?-hizo notar el anfitrión mientras llevaba la cuchara a la boca. La Isabel reaccionó con rapidez inusitada:
-Excelencia-dijo-soy una mujer que trata de escuchar para aprender...creo que no hay más que hacer cuando es el presidente de la República quien habla. Además, si los jueces hablan por sentencia, los cantantes lo hacemos en el escenario.
Johnny Lupano encendió un cigarrillo. Previamente consultó con el mandatario si podía hacerlo en su presencia. Luego intervino:
-Es una parlanchina, excelencia, lo que pasa es que está apretada.
-¿Cómo va a ser? Una mujer que se para en un escenario a cantarle a miles de personas. Debe ser un pretexto para no compartir con nosotros. Pero está bien, entiendo eso de la timidez que sienten las mujeres cuando están entre hombres.
El tirano frunció el ceño, luego sonrió; rebanó un pedazo de piña y guardó silencio. Desde allí se respiraba una tranquilidad desesperante, que salía de entre las flores y que horas después haría reaccionar a la Isabel.
“Estaba presionada por el olor a cementerio. La paz de esa casa no es una paz de sosiego, es la que viven los muertos del camposanto’’.
Terminaron de ingerir los alimentos cuando la noche se hizo intensa y la brisa se extinguió. En los árboles no se movía una sola hoja.
-¿Y bien Lupano?-inquirió el tirano con una llama fluorescente en las pupilas-¿Qué sucedió con su embajada, hubo alguna inquietud?
Isabel Gutiérrez contuvo la respiración, palideció. Era una especie de terreno minado el que pisaban ahora. En los pasadizos clandestinos se decía que muy despacio pero progresivamente el tirano estaba perdiendo la cordura, e incluso, se hizo célebre la convocatoria que realizó para que los familiares de personas enfermas condujeran a sus dolientes al Palacio Nacional, donde él, personalmente, se haría cargo de salvarles la vida y de curar enfermedades terminales, porque Dios lo había investido de poderes curativos especiales como parte de su misión redentora en la tierra.
¿Qué puede costarle sacar la pistola y darnos un tiro en la cabeza y alegar que irrumpimos en la casa con intenciones de matarlo? ¿Acaso la locura tiene razonamientos? Es como el cuento de la vieja que lleva a la casa un pavo y un cerdo en agosto para engordarlos y pasarlos por las cuchillas en Navidad. Ni siquiera invitó a la familia, o a la esposa al menos, es curioso que no haya invitado a nadie para que se vieran los niveles de empatía que existían entre nosotros, luego de la golpiza y el encierro de Johnny Lupano. Ni siquiera al hijo que se supone el heredero de la dinastía aunque se trate de un carajete sin más ambiciones que correr carreras y mariconear con sus amiguitos del poder.
-Le pregunto-insistió- porque en la embajada ni siquiera tuvieron el decoro de enviarme una comunicación agradeciendo la diligencia personal que puse en su caso. Yo soy el presidente de la República, mínimo me merecía eso.

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Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.