16 junio 2009

PIQUIÑA


fragmento de mi novela infantojuvenil

Néstor Medrano

Presentación de credenciales

Me dicen Piquiña. Es lo primero. ¿Por qué? Porque vivía rascándome. Me rascaba la cabeza, me rascaba la barriga, me rascaba el cocote. Mucho, todo el día. Con decir que una vez me quedé sin un pelo en la cabeza y parecía un centavo. La cabeza aplastada, la nariz pequeña y la frente chata. Son los nervios, dijeron dos o tres médicos de Salud Pública, locos por salir de mí para ir a sus consultas privadas. Nunca pueden venir antes de las diez aeme, decían. Me miraron a la cara, la cabeza como una pelota sin pelos, los ojos hundidos por el hambre crónica de mi dulce infancia y las piernas largas, como dos reproducciones de zancos. El estrés le ha provocado la pérdida de pelos, estatuyeron. Mi madre, que apenas pudo hacer un segundo curso de primaria, no entendió ni jota de eso del estrés, de los nervios, y nunca supo que los pleitos en la casa con Jualberto, su marido que no era mi padre, las peleas de boxeadores que planificaban a doce asaltos en las madrugadas y a cualquier hora hábil, las malas palabras y otras groserías que caían como granizadas entre ellos, me estaban vulnerando los nervios. Desde que me pusieron el cariñoso apelativo de Piquiña, las madres chismosas de los patios y callejones del barrio, me alejaron a sus hijos como si yo fuera víctima o padeciera una peste.
Decían: “ ese carajito es un piojosito. No se roba lo suyo porque Dios es grande, y tiene más malas costumbres que los senadores y diputados”. Me sentí magullado. Ofendido en mi dignidad de adolescente. Pues, si bien es cierto que nunca he armonizado mucho con el agua y el jabón-desde chico sufría de resfriados- y siempre despedía un olorcillo a humo y a orines de vago, que cogía para mí cualquier cosa u objeto que estuviese mal puesto, aunque fuera ajeno, y que en tal virtud muchas y amplias eran las denuncias en mi contra cada vez que se perdía o extraviaba algún dinerito, he creído toda mi vida que hablar en contra de la gente, sobre todo si tenía alguna mañita, era un asunto de mala educación.
Esas madres fueron claramente maleducadas conmigo y, una noche de San Andrés, preparé una botella con dos huevos de gallina hueros, o terriblemente podridos, hojas de repollo con sus días de descomposición y agua combinada con algunos líquidos poco respirables, e hice un peo químico. Trátese, para quienes son poco eruditos en la materia o legos de las festividades juveniles más apasionantes, aunque antihigiénicas y tentativas contra las buenas costumbres, de un artefacto que al ser lanzado contra una pared-cuyos efectos son más satisfactorios si se trata de una bien pintadita- esparce un olor de mil demonios que obliga al inmediato abandono de la morada escogida. El peo químico fue lanzado una madrugada serena y de brisa espesa, contra la puerta de entrada de la casa de la madre que planificó la iniciativa de alejar de mí a los otros chicos. Por mis condiciones-un poco destacadas y difundidas con la malicia natural de la gente de los barrios marginales-entiéndase la rasquiña y algunas mañitas, que sin base de sustentación real, me atribuían. La doña Freddy, madre soltera de siete de mis carnales callejeros, fue la víctima de mi venganza. Recogió sus motetes y abandonó el hogar por siete días con sus respectivas noches. El clima irrespirable de la casa se extinguió con la aplicación en paredes y pisos, de ácido muriático, cinco galones de Mistolín y tres galones de cloro oxigenado, con lo que la dama perdió la cifra de 2, 500 pesos.
El día que fue a mi casa, acompañada de dos policías de uniformes desteñidos y gastados por las tantas lavadas , y que llamó a mi madre para acusarme de “la acción terrorista”, Juallberto, que cuando no estaba borracho o drogado ejercía algunas poses públicas de padre, me preguntó frente a ellos:
-¿Es cierto que tú hiciste eso, Piquiña?
Yo, con mi mejor cara de niño que salía de los diez años,-aunque ya tenía casi catorce-, puse la mejor cara de inocencia del mundo, e inicié un llanto torrencial, me lancé al piso de cemento y negué todo sin emitir una palabra.
-No es por nada, señores-continuó el marido de mi madre-, no puede ser culpable de un crimen un pequeño que llora de esa manera ante las injusticias.
-¡Ese maldito muchacho es un criminal!-acometió doña Freddy con todas las fuerzas de su corazón.
Los dos policías se miraron a la cara y luego miraron a doña Freddy y se encogieron de hombros. Pensaron, luego supe en el destacamento, que si ese viciosito era capaz de explotar una bomba hedionda en casa de una vieja, qué no les ocurriría a ellos, simples mortales del orden público.
Cuando se marcharon, doña Freddy se me acercó, más calmada, por lo menos por fuera, me apretó los cachetes:
-No te apures “rasquiña”, algún día la pagarás.
Se marchó movilizando de un lado a otro su muy portentosa corpulencia. Entonces la acusé de otra agresión moral en mi contra: me llamó “rasquiña”, cuando era universalmente aceptado que ya mi fama y nombradía atravesaban calles y callejones a diez kilómetros de distancia con el impactante nombre de Piquiña.
-Cuidado Piquiña- me advirtió Jualberto- te defendí una vez, pero esa mujer irá detrás de ti.
Le agradecí al granuja por su acertada intervención, con lo cual él, que no era una plasta de pupú, ni un imbécil, ganaba unos puntos. Su defensa, más que gesto caritativo de un padre putativo responsable, buscaba granjearse los afectos, mis afectos, ante las peleas y las constantes olimpíadas de pleitos suscitados entre él y mi madre. Quizás creía que teniéndome como aliado evitaba el riesgo de caer en mis gestiones vengativas, y en este momento, claramente estaba frío conmigo, situación que por supuesto, no era definitiva y oscilaba en términos de las acciones y exigencias del futuro.

El nuevo de la familia

El día que Jualberto llegó a mi casa pidiendo un vaso de agua, que mi madre lo recibió con la cabeza llena de rolos y una bata manchada de grasa por los afanes de la cocina, intuí, en alerta roja, que el peligro era inminente. No por las coincidencias, ni por las casualidades del destino, sino por un desarrollado olfato que venía incrementándose en mis estados de precaución ante las eventualidades de la vida.
Dos horas antes, luego de aventarme uno de sus zapatos, con un brazo de pitcher de grandes ligas y un mensaje explicativo de “muchacho del diablazo”, añadió: “voy a buscarme un hombre para que te meta en cintura”.
Jualberto llegó con su tijera de jardín, embadurnado de un sudor perfumado a cloaca, un sicote que subía directamente de sus pies hasta las narices de los pobres mortales, y recorriendo con su cara de borrachín los pocos trastos y tereques del recinto hogareño.
Dijo, “¿aparece una agüita para este infeliz? Mi madre no solo le dio el agüita, sino que al buscar en mi comida la carnita guisada que acompañaba al arroz, el plato parecía un lugar triste con el cereal solo tapizado por una grasita vacía. Mientras, Jualberto chorreaba mordiscos sobre los suculentos muslos, la jugosa pechuga, hasta el cocote y las patas-piezas desdeñadas estas últimas en mi tradición de comensal exigente. Es así que, sospeché, ligeramente, que mi santísima madre me había quitado la carne para ofrecérsela al nuevo adonis del lugar. Ella me miraba de reojo y yo, con mi carita de desplazado no pude evitar hacer las bembitas correspondientes y protocolares y tragarme el dolor de mi culpa.
Puedo decir que, a la inversa, de tal palo tal astilla, Jualberto fue fruto de una venganza de mi madre. Dos días antes, yo, un infeliz chico incomprendido, con gran estrés por la situación escolar, abatido por mis calificaciones de arbolito de Navidad, todos los números en rojo, decidí visitar al cura párroco del barrio, con un claro interés de hacer mi acción del día.
El padre Lorenzo, con los ojos ingobernables, porque mientras uno miraba hacia la izquierda, otro lo hacía hacia la derecha, rezaba de rodillas bajo el Cristo crucificado. Bañado en llanto-yo soy un chico sensible desde mi temprana niñez-lo toqué en uno de sus hombros. Padre, padresito y sollocé, me soné la nariz con mucho ruido y me recriminó: “¿qué quieres Piquiña, no ves que estoy orando?
-Usted, padresito, debe suspender cualquier cosa que haga para atender a las almas en pena.
-¿Y dónde está el alma en pena, Piquiña?
-Usted lo está viendo en persona, padre Lorenzo.
El padre, reacio ante cualquier actitud que atentara contra la fe de le feligresía y comprometido con la búsqueda de espíritus atribulados, se levantó:
-¿Qué es lo que ocurre, Piquiña?
Le expliqué: mi madre resbaló al salir al patio, usted sabe que los malditos patios-perdón por la palabrota-, cuando se mojan se enlodan y mi santísima madre, al resbalar se rompió la boca, perdió dos dientes y está tan avergonzada, no quiere que la gente, los hijos del Señor, vean a una de sus siervas en tales condiciones. Necesita, padresito, dos mil pesitos para arreglarse la boca y colocarse las piezas caídas.
El padre, inicialmente de alma pura, fue a la caja que tenía bajo llaves en una habitación y sacó el dinero que entregó al menor preocupado, es decir a mí, en misión redentora.
-Dale un buen uso. Eran para pintar la imagen de la madre de Dios.
Bajé la cabeza en señal de reverencia para escuchar el balsámico mensaje del pastor de almas.
-Mi madre-dije- como sierva de Cristo, podrá, con estos chelitos, brindar su mejor sonrisa al Señor.
Como yo era un ser universalmente coherente con la solidaridad en la vida, el dinerito fue utilizado en varias causas importantes de enaltecimiento espiritual. Busqué a Jonás, mi compinche y mejor amigo, por la misma suerte del destino hijo de la ya inmortalizada doña Freddy y tomamos un taxi para la Torre Acrópolis. ¿Qué podían hacer dos llagados lameplatos, excluidos de la sociedad, pobres y marginados, en un lugar de riquitos plastas? Me pregunté filosofando un poco y respondiéndome: nada más que gastar los productos del Señor. Los guardias de seguridad de las distintas tiendas, al ver nuestras fachas, yo con mi cabeza plana y mi nariz abollada, con unas bermudas cortadas de un viejo jeans, otrora propiedad del marido de mi madre y Jonás, con un afro y un arete en la nariz, se pusieron en alerta. Los veía en cámara lenta hablando por sus radios, cubriendo los pasillos y trasladándose discretamente hacia los lugares donde nos deteníamos. Nos sentamos cómodamente en uno de los Fast food y pedimos dos hamburguers que masticamos como si el mundo estuviera en sus finales. Luego dos vasos enormes de Coca-Cola, con sus posteriores y salvajes eructos que impulsaron a más de tres o cuatro padres que compartían con sus chiquillos, a mirarnos con ojos de asesinos y decir entre dientes, “malditos puercos”. Después, los guardias de seguridad subieron a toda marcha al tercer piso, donde Jonás y yo penetramos a un muy bien iluminado salón de juegos electrónicos. Dos o tres horas después salimos extenuados y sin un centavo en los bolsillos.

1 comentario:

Blanca Miosi dijo...

Néstor, este fragmento de tu novela es sólo una pequeña muestra, pero indicativa de tu calidad.

Me ha gustado mucho leerte:

" Nunca pueden venir antes de las diez aeme, decían. Me miraron a la cara, la cabeza como una pelota sin pelos, los ojos hundidos por el hambre crónica de mi dulce infancia y las piernas largas, como dos reproducciones de zancos."

Qué manera tan genial de introducir al lector en la historia, es casi cinematográfica, pero relatada con gracia y con una prosa muy de estos lares.

Te felicito,
Blanca

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Acerca de mí

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Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.