28 diciembre 2006

LA MUERTE NO CONOCE RETORNO

(Fragmento novela)

Lo que puedo decir es que me marcho lejos, Rosina. Ni un minutos más seguiré soportando esta situación que es dañina, muy perjudicial para todos. No estoy conforme y creo que nunca lo estaré; no lo estaremos. Tú, ustedes dirán que es incomprensible, sin lógica, pues, y se preguntarán si los años, los meses, las semanas, si el tiempo no cuenta.
Pero no es eso. Ni los años, los meses, las semanas, tienen nada que ver. Es un problema del entorno. De esta maldita sociedad que todo lo asume con hipocresía: repleta de prejuicios, inconsciente e irrespetuosa de la intimidad de los demás. ¿Por qué hurgar en la vida ajena y mantener esas expectativas insanas? De todas maneras, Rosina, hay cosas que jamás olvidaré. A ti, por ejemplo, te recordaré por los perfumes, la diversidad de perfumes y de aromas con que te rociabas el cuerpo desde que amanecía.
Esa sonrisa que es tan tuya, y que cuando se convierte en risotada puede hasta enloquecer al otro y contagiarlo de tu propia alegría. Recuerda mi dirección electrónica, mis tres correos. Espero recibir los mails dos y tres veces al día.
Sé que no tienes computadora, pero el centro de internet de la esquina es barato, 30 pesos la hora, por lo que es difícil que la distancia pueda convertir en hielo nuestra relación. Sabes que odio estas vainas de las despedidas y por eso te escribí esta carta: ¡ tampoco me gusta escribir!
Es la edad. Ya sobre los treinta se comienza a madurar: las cosas son vistas con un criterio distinto y a veces nos sorprende un período de crisis. A nosotras nunca dejará de enloquecernos una buena noche en el Malecón, bebiendo los tragos largos de cerveza fría, mientras se baila un buen merengue o una buena salsa.
Esta parte me llena de nostalgia, Rosina. Eras loca con los rumbones y con esas noches que nos dábamos con los muchachos. Cuando decidí marcharme me dije que lo haría en silencio y sin dolor; a puro silencio, sin decirle a nadie, pero es obvio que me asaltaría un mal de conciencia si no me despedía de ti, Rosina, mi única amiga. Y te lo digo: no es fácil despedirse aunque sea de lejos. Voy a quedar en la más perfecta o imperfecta soledad del tiempo y del espacio. Borraré un pedacito de este ahora que en pocos días será pasado. A los muchachos, sobre todo a él, diles que ni te imaginas mi paradero; además, para evitarte compromisos, tampoco te diré mi rumbo.
Chao.

1
La carta era así, con su tono alocado y sin firma. Parecía el texto de alguien que jugaba una broma pesada. Cuando la encontré no dudé en abrir el sobre: “para Rosina”, decía, escrita con un viejo y barato bolígrafo Paper Mate azul, que dejó dos o tres manchas de tinta regadas en la cabecera del papel del cuaderno en el que anotaba sus cosas. Desde las compras en la tienda de comestibles, hasta sus más íntimas reflexiones. Busqué en todas partes, por lo menos su nuevo e-mail, ya lo había cambiado quince veces y, como que el culo de una anciana es canoso, debía tener dos tres nuevas direcciones electrónicas: hotmail, yahoo, gmail, quién sabe cuáles más.
Busqué en todas partes porque necesitaba comunicarme, decirle que las decisiones no pueden ser tan apresuradas y que en toda relación hay etapas de crisis, de disfunciones, de mierdería sensibleras y otras perogrulladas más. Estoy seguro que lo lamentará. Es inexperta, no conoce del mundo más que aquellas cosas que le hemos enseñado los chicos y yo, nuestra cofradía, que es su cofradía y su propia amiga, Rosina.
Lo dejó todo: los dos perfumes Paloma Picasso, sus zapatos de Gucci e incluso la caja de cigarrillos Marlboro sin abrir que compramos anoche en el Hard Rock Café del parque Colón.
Imaginé su imagen: la desesperación viva que debía sentir para agarrar sus cosas y largarse de forma sorpresiva.
“Lo que puedo decir es que me marcho lejos, Rosina, ni un momento más seguiré soportando esta situación que es dañina, muy perjudicial para todos”. No entiendo a qué se refería con esas palabras. ¿Qué situación es dañina? Me senté en uno de los bordes de la cama, Rosina no tardaría en llegar de una de sus insospechadas diligencias. Era tan perversa que no guardaba las formas; sabía con exactitud que yo vendría por aquí y me guardó la carta, a propósito, con el único fin de hacerme ver que era un desgraciado. Un maldito sin remedio, capaz de provocar dolor intenso en segundos y terceros con mis acciones desmedidas. Pero esta vez no hice nada. Se marchó, porque, quizás, no soportó que la gente hiciera de juez y nos juzgara, que ella viviera conmigo sin estar casados, que nos reuniéramos a cualquier hora con los chicos y armáramos un bonche, una fiesta sin término de jueves en jueves, o que cantarámos desnudos bajo la lluvia, cuando los tragos nos alfombraban el espíritu. Quizás se cansó de esperar que la gente tuviera mente abierta en estos tiempos; porque el ser humano debe tener mente abierta para poder vivir en esta revolucióndiaria y cibernética, en estas ciudades que nos quitan la calma como rodillos y la gente no entendía que nosotros habíamos escogido el estilo de vida que más nos convenía.
¿Por qué hurgar en la vida ajena y mantener esas expectativas insanas?, se pregunta, casi filosóficamente, en la carta dirigida a Rosina.
No pude enterarme. Al parecer, no quería que me enterara. Es lo inexplicable, pero también es un proceso imperceptible, porque muy despacio noté un enfriamiento de nuestras relaciones. Asumo la responsabilidad: utilizo el cliché del trabajo, la atmósfera de los negocios y ese mundo exigente que cada día quiere más y más tiempo hasta robarnos la vida y el tiempo de los demás.
No lo dice en parte la carta dejada a Rosina, pero uno puede imaginarlo. Algo extraño: nunca me reclamaba y yo seguía como si nada. Quizás fue la falta de atención. La computadora, los archivos, los cidís y la oficina- además del café espeso y rancio-, lo han sustituido. La gente vivía de metiche, murmurando y murmurando; el tipo llega tardísimo en la madrugada, o tempranísimo en la madrugada y vuelve y se marcha en las primeras horas de la mañana. Además, no le pone seriedad a las cosas. Sale en pantalones bermudas y franelas deshilachada un lunes en la noche; se aparece en el supermercado junto a los amigos desaliñados y pecosos, que parecen drogadictos, porque fuman y beben cerveza como si se tratara de un rito de acercamiento a Dios, o quién sabe qué cosa. Que cuando viene a ver son hasta maricones y esas dos, incluían a Rosina en sus diatribas, son dos locas a las que ponen a hacer cositas malas y prohibiditas.
Y eso es todos los días. Esa mujer es joven y la piel de las mujeres jóvenes grita, clama por un buen polvazo; la piel de las mujeres se encandila, arde. Es injusto que no haya quien las atienda cada momento.
-Aquí estás-, dice Rosina, que llega con esa cabellera lloviendo sobre sus hombros y los labios carnosos, rojos y apetecibles, que llaman, dicen, ven, muérdeme macho, muérdeme joder. No puedo más que mirarla con duda y escepticismo. Puede ser, quizás, nadie sabe, una jugada maestra de ambas, para sacarme de la rígida cordura que me he impuesto durante todos estos años.
-Ni lo pienses siquiera- dice Rosina adivinando mis pensamientos, que al estar a su lado se tornan pecaminosos,-no tengo nada que ver con esa decisión.
Antes de levantarme del borde de la cama, lanzo la carta sobre la mesita de noche y me doy ánimo para encender un cigarrillo.
Ella es una mujer fuerte, voluntariosa y decidida, me acerca el fuego con su encendedor de muestra, metálico y me acorrala con una sonrisa suspicaz:
-Déjala ir-recomienda-, ni siquiera te menciona en la carta...
-No menciona a nadie...
-Sí, menciona situaciones, menciona circunstancias, incluso habla de sociedad de hipócritas.
No concibo esta situación. Rosina me provoca, me insta a pensar en las circunstancias:
-Todo está frente a tus narices-remata.
Entonces salgo apresurado de esa habitación. De la casa. Subo mi automóvil Mitsubishi Lancer y me desplazo sobre el lomo de la ciudad agujereada por la noche. No sé cómo se me ocurrió ir a la casa de Rosina; su mordacidad es mortal por naturaleza, no dice las cosas, pero las insinúa: “pone a trabajar las neuronas”.
-¿Por qué te interesas ahora si la tuviste cerca todos estos años?- me pregunta, más maldita que nunca, a través del teléfono móvil, cinco minutos después de salir enfogonado de su casa.
-Porque sí. Sin más explicaciones.
Conduje toda la noche. Los muchachos seguro ignoraban la novedad y quise decírselos, como nos decíamos todo siempre o la mayor parte de las veces, sin anestesia y con estilo directo. Llamé a Joaquín, a Renaldo y a Frank Félix y les pedí reunirnos en el Malecón, preferiblemente frente al hotel Hilton, que es una zona más discreta y menos bulliciosa en estos días. Son las diez de la noche de un viernes y no les importará conversar dos o tres horas, mientras bajamos el diálogo con un par de cervezas. Todos somos amigos; una gran cofradía desde los tiempos de la secundaria, la escuela de artes, los inventos, los experimentos ilícitos de todo tipo; a nadie le caerá el mundo encima por admitir que entre fiesta y fiesta también nos dábamos nuestros tabaquitos prohibidos. También son sus amigos: lo mismo de Rosina. Pero, en este momento prefiero no convocarla, porque noté una implacable llovizna de recriminación; tal vez sólo lo imaginé, porque entre nosotros existe una historia, pero noté que estaba como están las mujeres en sus períodos de luna llena. Es mejor hablar con los chicos. Ellos llegaron juntos en la antiquísima Van Ford Aerostar de Frank Félix, con el mismo desparpajo de siempre, desaliñados, con jeans gastados y polohirts recién comprados de Metallica y de AC-DC. No cambiaban, eran los mismos adolescentes, claro, ahora sobre los treinta y cuatro años, pero en esencia los mismos jevitos riquitos que nunca cambiaron ni cambiarían.
Nos saludamos con un cómo estás sereno, pero admonitorio de que algo “poco común” ha sucedido en nuestro círculo.
-Josefina se fue-, anuncié de golpe, cortando la respiración por tres minutos. Frank Félix terminó de consumir la última gota de una birra Presidente y mantuvo la vista en Joaquín y Renaldo, como preguntándose: “¿qué fue lo que dijo?”.
-¿Qué dijiste?-pregunta Joaquín, con ese rostro redondo y engrasado por el barro de la adolescencia que permaneció para siempre en su cara. No era que les interesara “el incidente” de una ruptura entre una mujer de trayectoria lunática y un hombre a quien nunca le importó nadie más que él mismo por encima de Dios y de todas las cosas, lo que les importaba, pero más que eso los impactaba, era saber que Josefina tenía la suficiente energía para zafarse de un tipo que sólo la tenía para echarle uno o dos polvos al mes y que lo hiciera sin mayores traumas.
-Que se marchó Josefina-vuelvo a decir. Yo mismo estoy enterado de que lo que busco es, probablemente, la complicidad de la comprensión liberadora, la exculpación de todos los pecados, para no sentirme culpable.
Necesito hacerles ver que no entiendo un pepino las razones de su partida. Nadie más que ellos puede iluminarme.
-Y Rosina, ¿qué te dijo?-. Pregunta inteligente de Frank Félix. Cuando se habla de Josefina en nuestro grupo, también debe hablarse de Rosina y viceversa; porque son como causa y efecto efecto y causa de un mismo argumento. Ellas dos iban más allá de nosotros, lo que si se analiza, resulta hasta lógico, porque son mujeres y entre mujeres existen ciertos códigos, complicidades que a nadie más atañe.
Rosina y Josefina son tan amigas que de inmediato supe: cuando quiera aparecer, o que la ubiquemos, será a través de ella.
-Le dejó una carta-revelé-. Una carta estúpida en la que le dice que se marcha porque no soporta más la situación dañina y perjudicial para todos; pero no entiendo.

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Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.