Estaban juntos a las cinco de la madrugada. Cuando los vi dormían como dos niños; desnudos, él con la pierna derecha sobre su cadera, arropando su cuerpo, él detrás de ella. Pensé en las cosas de la vida: las cosas ocurren, porque quizás, tienen que ocurrir, pero, cuando suceden, nos dejan un sabor agrio en la boca.
Me senté en el sofá de la habitación. En la penumbra, podía incluso escuchar las respiraciones combinadas, el dormir profundo de ambos, que al parecer, disfrutaban de un sueño imperturbable. Qué hacer. Esperar. Nunca es bueno interrumpir ese tipo de escenas, porque no hay nada más parecido a la eternidad, a la uniformidad entre la vida y la muerte que aquel espacio de tiempo en el cual uno duerme, profundamente, sin alteraciones.
Además, yo estaba cansado. Podía aprovechar y dormir un poco en el sofá; la habitación bien condensada por el acondicionador de aire y los estrépitos sutiles de la lluvia en el patio, acomodaban la intención y el deseo de hacerlo.
Iba despacio.
No había desesperación. Tres días caminando de un lugar a otro en esta ciudad enorme, de rascacielos grises y luces mortecinas en las esquinas y en los parques desiertos. Paraba en los bares, buscaba entre la gente más hermosa, porque ellos dos poseen cualidades especiales de estética y belleza, que los hacen particulares. Paraba en las discos, en los restaurantes, en los cines, en una búsqueda infatigable pero desesperante, enloquecido por encontrarlos. Debía hacerlo. No podía darme el lujo de permitir que las cosas siguieran como iban, nebulosas, sin salida.
Ellos eran amigos de toda la vida. Fueron juntos a la escuela y luego de los años del bachillerato, él se marchó del país. Su padre era un político de carrera, que joven inició una vida diplomática intensa, que lo llevó a él y a su familia, a varios países de Europa, América y África. Ella, hay que decirlo, quedó desamparada. Al principio se comunicaban a través de mails evocativos y de ascendencia nostálgica cada tres días; se enviaban fotografías y seguían como si nada. Un día él dejó de responder sus misivas. Ella, que nunca fue imbécil, aunque sí muy bella, descubrió que él tenía otra chica y que esa chica, estaba embarazada.
Fueron meses de intenso llanto para ella. Entonces me conoció.
Fue difícil sellar las heridas, que ella misma decía le habían provocado. Sin embargo, un poco de paciencia, de verla llegar a la universidad y correr apresurado a ayudarla con el morral de libros; de hacerle chistes y darle consejos dulces y sin malas intenciones, en los momentos de mayor depresión, me permitieron ganar espacio.
Fue difícil sellar las heridas, que ella misma decía le habían provocado. Sin embargo, un poco de paciencia, de verla llegar a la universidad y correr apresurado a ayudarla con el morral de libros; de hacerle chistes y darle consejos dulces y sin malas intenciones, en los momentos de mayor depresión, me permitieron ganar espacio.
La tuve en mis brazos una noche de lluvia después de cenar y a partir de ese momento fuimos uno en dos cuerpos. Juntos, ella pudo olvidarlo, se entregó en cuerpo y alma a los ardores de la pasión a mi lado. Nos mudamos en un apartamento de las afueras de la ciudad y procreamos dos niños preciosos.
La vida nos había premiado. Ella jamás pensó en otra cosa que en nosotros y en su carrera. Puedo decirlo a voz clara y definitiva, durante todos estos años fuimos felices.
Hace unas semanas supe, a través de los periódicos que él regresó al país, provisionalmente, pues su padre murió y él continuará con su vida de diplomático, porque de tal palo tal astilla.
Estoy aquí, sentado, a punto de dormir frente a sus cuerpos perfectos, con la pistola bien empuñada y concediéndoles unas horas más de sueño reparador.
Hace unas semanas supe, a través de los periódicos que él regresó al país, provisionalmente, pues su padre murió y él continuará con su vida de diplomático, porque de tal palo tal astilla.
Estoy aquí, sentado, a punto de dormir frente a sus cuerpos perfectos, con la pistola bien empuñada y concediéndoles unas horas más de sueño reparador.
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