NÉSTOR MEDRANO
No he dejado de pensar en ella tal y como la vi; con su rostro de niña perversa, mala y maldita que me tiene afiebrado hasta el límite de desconocer esa fuerza inaudita que ahora se diluye por todo mi cuerpo y recorre áreas sensibles, incluso, se me hace difícil controlar la erección de las emociones, del alma y del ente viril de las verdades tímidas y mentidas de la hombría.
No he podido dejar de pensar en sus labios y en la cascada de oro de su pelo largo, mechoneado sobre su frente y su rostro y esa mirada erótica que me optimiza el deseo y me desconsidera en esta hora de vino blanco, risas y cigarrillos finos. No he podido dejarla, abandonarla en ningún momento, y es que creo que su boca me ha hechizado de manera misteriosa y fundamental, básica y regular: no ha habido forma de buscar alternativas capaces de eliminar su perfume, ella huele a lluvia y a brisa fresca de tierra fértil. Ella huele a infancia a pesar de ser mujer; huele a pecado y el pecado huele a su cuerpo, al sudor tibio de la piel que arde estremecida estremeciéndome cuando aterriza con su lengua despacio por los espacios de mi pudor de hombre afectado por el amor, por el deseo; por la fogosidad de una caricia que aletea soberbia hasta el bajo vientre, hasta la médula, hasta tu sexo...
Allí, en esa esquina de pocas luces, me prolongo en la melodía ronca del saxo que llega con sus talantes de nostalgias, con los olores de la ciudad que son nuestros olores y que son tus olores. Y la recuerdo, máxima, la acomodo a mi forma de ser para adorarla, para extenderla en toda su inmensidad de arco iris mezclado con lágrimas de sol y es cuando me atesoras entre tus senos perfectos, esos dos senos tan de mujer, tan redondos, tan deleitables, tan de mujer y tan tuyos o de ella, aunque se trate de la misma persona. Bebimos del mismo vaso de vino y nos untamos los labios de ese escozor divino y tembloroso, de esa corriente mágica de atracciones envolventes.
Porque la vi desnuda. Sí, descubrí su desnudez por encima de la ropa ceñida, el pantalón caqui ceñido, apretado, que hacía de sus formas de mujer un atentado contra los instintos, que incluso provocó un flujo de sudores.
Al verla se instaló el deseo en todo mi cuerpo y quise besarla, transmitirle la maldad de mis impulsos sobre esa cantera de poros exhalantes de azúcar quemada y pronuncié su nombre, quise hacerla mía como otras veces y que ella me hiciera suyo, que ella me abrazara y me tendiera toda la bondad de su sexo, en un solo derrame de candencias y movimientos infinitos, de viajes entre las sábanas que nos llevaron al tercer cielo cerca de Dios, cuando nos derramamos nosotros también en esa búsqueda exploratoria y explotamos también.
¿Qué recuerdo de nuestras estadías en las costas del amor? ¿Era amor, o simple sexo bañado de la más cruda pasión que pueden sentir dos seres humanos que se deshumanizan con los gemidos?
Ella era tan esporádica y gentil. Tan de sí misma y mía al mismo tiempo, tan nuestra y cercana, que supo inaugurarme en esos lugares sólo para iniciados, cuando apenas un imberbe prometía grandes cosas pero no dejaba de ser un novato, un novicio sin amputaciones morales que deseaba tenerla, tenerla y meterla dentro de mí, mujer ideal, madura, joven y niña, con la capacidad de una picardía ancestral, con la picardía de quien desea y necesita que la hagan sentir mujer, enredada en el silencio y el bullicio, del sexo, el saxo, las luces de bajos watts y el piano lento, lento y...subliminal.
Pero quizás al perderla o perdernos, porque declaro que hice mis propios aportes a la sostenibilidad democrática del sentimiento, resbaló algo fundamental de mi esencia masculina, por un caño sin destino fijo pero dirigido al desvanecimiento de todas mis fuerzas. De nada valieron las fórmulas alternativas, ni los embates solitarios de los tragos del whisky al vapor, acompasados de viejas melodías de tiempos pasados, y la compañía protocolar de mujeres estrepitosas y momentáneas que si bien cumplieron con su rol de descarga coyuntural fisiológica, no fueron capaces de llegar a ese extremo donde la magia se une a la carne para convertirnos en poesía viva de puro amor, coito y encuentro magnífico.
Así, como se cree o se tiene la creencia de que debemos creer en lo más creíble posible, deduje que su partida o estadía en la distancia iba a trastornar el mismo origen de mis alegrías nunca conclusas, porque con ella aprendí lo que se debe aprender en el arte cruel de esa sustancia intangible que es el amor, o algo parecido al amor, la carne viva, los minutos excitantes y las horas desmañadas, sin importar nuestra desnudez, la mía que es imperfecta y la tuya que se hace afín a la plenitud, próxima a ese universo inequívoco que fue donde descubrí que el sexo nos transformó en dos animales sin razones para vivir en soledad.
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