
Son jornadas simples, untados de nuestros cuerpos, bañados de nuestras ansias, gateando por los bordes resbaladizos del sudor y la lujuria: la lujuria y la caricia, los cuerpos y el alma. Al verte no puedo decir lo que en realidad quiero decir, las palabras pueden ser sustituidas en cualquier momento: por tu voz. Por la cadencia de tus caderas y por la cascada de tu pelo de oro, regado o esparcido sobre mi rostro, una vez, repitamos hasta la extenuación la jornada primordial, el acto esencial y sublime, la construcción del amor, entre fluidos y quejidos universales. Así estaremos en la permanencia de los dos, en la presencia de tus ausencias cuando me llames como mujer necesitada de caricias, de mordidas y caricias, de lamidos y caricias, de adoraciones y caricias; hasta el estallido, la locura, la ilusión construida sobre las planicies de tu pecho, tus marcas infinitas de mujer, tu pecho, tu marca. Nuestros lamidos y caricias.
Antes de alejarme del balcón y de la lluvia vuelvo a soñarte como hace unos minutos cuando te miré a los ojos y fumaste tu cigarrillo en silencio, bebiste tu café en silencio, pensativa pero pensando en mí y en la posibilidad existencial de anexarnos a la una de la tarde, entre sorbos más largos y templados del vino; entre abrazos más estrechos y apretados, entre contactos prohibidos por esas zonas donde se ha prohibido transitar a los extraños, a los que la voluntad no invita ni la pasión corresponde.
Puedo decirte ven, acuéstate a mi lado en esta tarde que de vulgar y sabatina se transformó en un año de espasmo y locura, de temblores y coitos, de amor y lascivia. Ven, puedo llamarte aunque descubro que desde tus besos me he quedado sin voz y sin articular palabra, con el torrente enmudecido de vida que nos grita sobre los pecados nuestros y nos invita a seguir pecando entre las explanadas de tu piel y los recodos de tu cuerpo. El cigarrillo se gasta; congelo tu rostro para mirarlo y besarlo, Hasta descongelarlo y derretirlo, en una tarde sabatina de excesos, amor y lujuria.