25 diciembre 2007

Capítulo 1. Había una vez un asilo

Fragmento de mi novela inédita "Hecho de Sombras"




1

Despertó de un sueño mal dormido de media tarde con la boca amarga. Se sentó en la cama esperando que el mundo dejara de girar frente a su cabeza. Después de dormir en la tarde se sentía ofuscado; sin el sentido de la orientación. Antes, dormir en la tarde era cosa de vagos, imbéciles que no medían el valor del tiempo. ¿Quién lo diría? Pensó en escupirse el rostro. Rechazó la idea. Ya estaba bastante asqueado para continuar despoltronando contra sí mismo. Alcanzó los cigarrillos chamuscados en una vieja cajetilla Marlboro y encendió uno con una mano temblorosa que contribuía con su estado de autoconmiseración. Dos, tres, cuatro, las cinco de la tarde. La boca amarga. El sabor ingrato pero viciosamente necesario del cigarillo lo enervaba, lo levantaba, o levantaba su ánimo, o hacía que se soportara con menos odio y menos desidia. Ochenta años recién cumplidos se habían convertido en una pesadilla vaporosa, insufrible. Dispareja. Un hombre solo en medio de sus años y miserias. Enfermo y desconfiado. El último de los inquilinos del Asilo Tropical la Orden de Dios. A pesar de lo que se creía no había nada más crudo para él que el presente. Nadie se atrevió a compartir con él, a darle la mano en los últimos años, a buscarlo abiertamente, porque nadie estaba interesado en posar con un hombre hecho de sombras, de capítulos nublados, un hombre que muchos consideraban el vómito de la historia reciente.

Nadie se atrevió a respaldarlo ni a albergarlo en su casa cuando las cosas se descontrolaron y la gente decidió salir de la vaina que la mantuvo jodida durante décadas. No tuvo la capacidad de ver el futuro. Fumó en silencio. Siempre fumaba. Era un adicto servil a la nicotina. Se desplazó también en silencio hacia un extremo de la habitación, encorvado y con las manos temblorosas y puso a funcionar el tocadiscos. Una canción nostálgica. Nostálgica. Las seis de la tarde.
A esa hora las enfermeras acudían al aposento. María, Juana y Petronila, sus enfermeras asignadas, se turnaban en el día, la tarde y la noche para dispensarle sus cuidados. No les hablaba. Las consideraba unas entrometidas que podían incluso espiarlo y vender la información al mejor postor. Lo creía. Bajo sus temblores y sus resabios constantes el tipo tenía enemigos hasta en el aire. Desconfiaba de todo el mundo. Más que eso: no confiaba en nadie. María lo miró, lo divisó en el extremo más penumbroso de la habitación, en medio de una niebla de humo. Afilando los oídos para escuchar aquella canción que de tan antigua había perdido el color de su poesía.
Entró a la habitación en silencio. Tratando de incomodar lo menos posible al anciano que se ocultaba para no ensuciarse con el calor humano que emanaba la mujer. Ellas, María, Juana y Petronila, habían intentado ser agradables, serviciales y amables, porque a decir verdad, un viejito siempre nos recuerda a nuestro padre, o al abuelo, pero vaya con éste, un cascarrabias puro, puro mal genio. ¿Hay abuelos y padres tan cascarrabias y antisociales como ese anciano del cuarto 14?, se preguntaba María.
Lo veía de soslayo y contemplaba a un espectro brumoso detrás de un cigarrillo que miraba con pupilas apagadas e intrigantes.

¿Quién lo entendía? Un hombre antisocial, solitario y hosco no encajaba en aquel lugar, donde los ancianitos compartían una vida de frustraciones y abandonos, anestesiados por el dolor colectivo y el olvido de sus familiares. Porque muchos de ellos llegaban de sectores exclusivos de la capital, con una carta de recomendación bajo la manga de alguien que, en la mayoría de los casos resultaba ser un hijo, un nieto o un sobrino, que previa comunicación con la administradora, acordaban las condiciones de estadía y los compromisos futuros de ambas partes.
El viejito del cuarto 14 tenía ese hábito, esa mala costumbre. Lo demostraba en las ocasiones en que debía hacer galas de mayor educación: en las fiestas y comilonas organizadas por el asilo, en las actividades de recreación, en cada cosa resaltaba su malhumor.
-Limítense a hacer su trabajo- les advirtió la administradora a las tres mujeres, la tarde que el viejito cascarrabias sacó el pene descompensado frente a ellas para orinar una tarta helada que las muy intrusas le regalaron con motivo de su cumpleaños.
-Es un hombre extraño- continuó-, algo excéntrico, pero gracias a él se subvenciona el asilo y gracias a él todos tenemos un trabajo que agradecer, y lo último que queremos es que lo saquen y lo lleven a otro lugar.
La mujer escupía al hablar. Se enardecía. Las muchachas pensaban en comprar un paraguas para tenerlo cerca en aquellas ocasiones, la muy babosa no deja de escupir, pensaba Petronila. Loca por hacer pública esa declaración.
- Sólo queríamos agradarle-, se defendía María con ese acento cursi que sacaba del arsenal en momentos especiales.

La administradora, una mujer delgadísima, con rostro varonil y apariencia de bibliotecaria, se quitó los lentes recetados y las miró a las tres:
-Escuchen- masculló- no traten de intimar con él, ni de ganarse su aprecio; evítense sufrimientos, a ese hombre no le interesan las amistades.
María salió pensativa. Un desliz. Haber escuchado involuntariamente, siempre era involuntariamente, no por el chisme ni por amor a inmiscuirse en vainas ajenas, haber escuchado involuntariamente aquella conversación, dio pie al incidente. Una de esas tardes, mientras organizaba la habitación, llegaron unos hombres más jóvenes que maduros, con atuendos de gente de categoría y aunque hablaban susurrando, masticando las frases y simulando las oraciones, ella logró, involuntariamente y por casualidad, por supuesto, escuchar algunas cosas o creer que escuchaba algunas cosas; es decir, destapó los oídos sin disminuir el ritmo de lo que estaba haciendo.
“Mañana es su cumpleaños’’, fue la frase que escuchó, escupida en voz baja, dicha por uno de los hombres al viejito en esa nublada escena de humos, risas y maldiciones.
“Mañana celebraremos su cumpleaños. Es una lástima que no podamos volver, pero le aseguramos que todo saldrá a pedir de boca’’.

El día que llegó al asilo hubo mucho revuelo. La administradora ordenó que pintaran el plantel y que acondicionaran con un fervor casi obsesivo la habitación más amplia, donde horas antes operaban las oficinas. Violó los códigos internos elaborados por un consejo de asesores, que impedían los privilegios particulares, dotando el cuarto 14 con los favores de una suite presidencial.

Su habitación parecía entonces un oasis placentero. Una ducha, una tina de aluminio, un lavabo y un inodoro sin estrenar para el nuevo inquilino. También disponía de otras comodidades como agua caliente, equipo de música con componente estéreo, un televisor de 19 pulgadas y una alfombra esponjosa tendida a lo largo y ancho del aposento. Una cama postopédica y tantos almohadones como se hacía posible para reclinar el cuerpo y descansar la cabeza. Pero las cosas no quedaron ahí; un teléfono privado y una nevera surtida de jugos naturales, leche, queso blanco, almíbar, y otras delicias para satisfacción del anciano de estatura reducida, ojitos minúsculos y nariz de gente fina y perfilada. La envidia del lugar lo constituyó el sillón de leather mullido, donde desde que hizo acto de presencia acompañado de un puñado de hombres vigorosos, se sentaba a blasfemar y maldecir al mundo con sus glorias y penas.
Los jardines cobraron un verdor nunca antes visto; el frente exterior fue adornado con seis palmeras gigantescas, que afirmadas del suelo con tablas clavadas de soporte, anunciaban en un letrero de gran dimensión: Asilo Tropical la Orden de Dios. Ninguno de los viejitos que vivían en el albergue fue notificado de las transformaciones.

A nadie se le ofreció una explicación. La administradora dijo: Los ancianos no piden explicaciones. Sólo les importa que los alimenten, que les den sus medicamentos, y cagar luego de las comidas.
Para culminar con la etapa de remodelación, la administradora realizó una gran fiesta. Allí se desbordaron los ánimos con vinos añejos, comida abundante y música en vivo con un grupo de cámara. Un compendio de viejitos ebrios que mal durmieron por el inusitado hartazgo y la larga espera del nuevo inquilino, que nunca apareció en el festín.

-Es un maldito pedante-,escupió Otto Valencia al percatarse del desplante hecho por el anciano del cuarto 14-. Ni siquiera tuvo la amabilidad de venir a su fiesta de bienvenida.
La administradora hizo una mueca con el rostro. Un mohín de esos característicos de su personalidad de trepadora:
- Sí - admitió-, pero gracias a él no tendremos que quejarnos de necesidades durante mucho tiempo.
Otto Valencia, el presidente del consejo de asesores del Asilo Tropical la Orden de Dios, la miró con ganas de darle una bofetada. Se bebió con el trago de whisky sus intenciones, sonrió y le dijo:
- Tienes toda la razón, como siempre.

La música surgía y resurgía del fondo de la habitación. El anciano, vestido con una bata de estar marrón, a cuadros, calzando unas zapatillas de piel, negras, se servía whisky. Reclinaba la cabeza y escuchaba la melodía de las canciones antiquísimas, evocadoras de un tiempo, su tiempo…un tiempo. Allí estaba, solo.
Se sentía más solo que la una de la tarde, entre las brumas del cuarto apagado y las volutas zigzagueantes del humo del cigarrillo.
Llegaba a cualquier lugar rodeado de hombres celosos, enfoguecidos, locos por protegerlo del universo de enemigos que se gastaba. Los periodistas sudorosos se tropezaban, desesperados por entrevistarlo sobre cualquier tema. Era un hombre de tal importancia que lograr una exclusiva convertía al reportero y a su medio en santos del prestigio nacional periodístico.

Los simios ametrallados de su escolta impedían el acercamiento. Pero valía la pena recibir un puñetazo, un codazo o una bofetada si se alcanzaba el propósito. Lo perseguían. Las mujeres lo respetaban con miedo, odio, amor, rencor y los demás hombres o se rendían a sus pies o lo aborrecían, porque removía pasiones. Era de esos hombres carismáticos, incontrolables; magnéticos. Desfilaba junto al presidente, se reunía con congresistas, mediaba en los conflictos con los empresarios.
Las explosiones. Los gritos. La noche encendida por la balacera y los atentados en los que estuvo a punto hasta de perder las nalgas, de ser borrado de la faz de la tierra. De cruzar a la próxima ciudad sin pagar peaje.
Los hombres de su seguridad hacían un círculo cerrado para protegerlo. Muchos de ellos morían, caían abatidos a tiros al formar una pared de contención e impedir su asesinato. Pero, efectivamente, eran gajes del oficio. Enemigos peligrosos por doquier, gente desquiciada que se resiste a los cambios y a los logros de nuestras ejecutorias. Luego la violencia se incrementaba. La tensión mezclaba la política con el bajo mundo. Desfiles, carnavales, andanzas, oropeles, gloria, poder. La música lo adormecía y él reía con sus vestiduras engalanadas, con las mujeres flotando sobre sus piernas, besuqueándole el rostro, la boca, mordiendo sus orejas…
En los bajos fondos se decía que él era el poder. Gobernaba, llevaba la batuta, conducía las estrategias, el poder detrás del trono. Ni él ni el Presidente lo ratificaron o lo negaron nunca. Era bueno mantener en vilo a la gente. Era saludable la especulación.

Sicario de sicarios. Matón de matones. Liquidador de liquidadores. Gritos. Es un mundo de gritos. De llantos descojonantes, de torturas sangrientas y matanzas. Una lucha de poder y el poder es violencia, desgarro, imposiciones, el poder es él.

El cuarto 14 a oscuras. En los pasillos de la galería los demás ancianos dormitaban o jugaban barajas, o escuchaban algún programa en un rústico radio de transistor. Otros hablaban consigo mismos, se preguntaban cosas; movían los labios, derramaban palabras, se pedían explicaciones y se respondían con naturalidad. María, Juana y Petronila caminaban en silencio, como celadoras de una prisión sin motivos, pasillando, desviando su atención para atender al viejito tal con un ataque de asma, a Pascual con náuseas y vómitos provocados, o a Juan para cambiarle el pañal porque había evacuado una diarrea delgada por quinta vez en el año.
La administradora detenía su magra contextura física frente al ventanal que daba al pasillo central, desde donde asumía el control de la perspectiva visual y vigilaba el más leve movimiento de la tarde. El suyo era un oficio arduo. Lo primero que hacía desde que el mundo se aclaraba con la luz del día era formar a las enfermeras en dos filas frontales y advertirles, sobre las obligaciones de la jornada. El mismo mensaje, las mismas amenazas y el mismo rostro avinagrado y macho que las mujeres soportaban porque necesitaban la limosna que recibían de salario. Después, unas llamadas obligatorias a los familiares de pacientes- así llamaban a los ancianos-, que ella sabía obedecían más a una mofa de la hipocresía que al sentimiento filial que profesaban a voz de cuello.


Aunque pasaban inadvertidos, diez hombres se guarecían en las cinco garitas disfrazadas por los arbustos, tres en el frente y dos en el patio. Ocupantes armados, con equipos sofisticados dispuestos para preservar la integridad física de ese vejete que subsumía el tiempo y la capacidad de respuesta de los antiguos habitantes del asilo.
Mientras atravesaba la ciudad, el periodista fue picado por la curiosidad de la transformación del Asilo Tropical la Orden de Dios. Luego quiso indagar sobre los motivos de la remodelación, con la intención de elaborar un reportaje para la edición dominical del periódico en el que laboraba.
-No te metas en eso- le advirtió su editor- te lo aconsejo.
A pesar de la advertencia, el periodista intentó coordinar una entrevista con la administradora, y ésta, siempre indispuesta a dar la cara, buscó mil excusas para evadirlo y ante la negativa no confesada, optó por el uso de métodos menos convencionales para lograr su propósito. Se disfrazó de pastor evangélico y apareció en el ancianato predicando la palabra de Dios, lanzando advertencias sobre el apocalipsis y la guerra del Armagedón. Su verbo florido, sus palabras incendiarias y su atractivo porte físico, convocaron la atención de los ancianitos que, incrédulos, lo escucharon y aplaudieron hasta el dolor.
Fue ovacionado. Sus palabras fluyeron con un dramatismo electrizante. Los viejitos se murmuraban cosas a los oídos, reían a carcajadas, levantaban las manos y uno de ellos se quitó el sombrero de fieltro que llevaba puesto, hizo una colecta de dinero y entregó al predicador la cantidad recaudada.

En la tarde, la mujer de rostro varonil y cuerpo delgadísimo salió con discreción en su herrumbroso automóvil Chevrolet Impala hacia un destino fuera de agenda. Pensó más de una vez en cambiar de vehículo, soñaba con un Mercedes Benz y, si bien es cierto que el nuevo clima económico del asilo favorecía ese propósito, fijó en su cabeza la idea de que nadie creería que se sacó la lotería y se evidenciaría lo que se trataba de ocultar por todos los medios.
Se detuvo frente a un parque de la calle Veinte Piramidal, una zona residencial donde los niños corrían y jugaban a toda hora, vigilados desde prudente distancia por los padres; la mayoría de las veces la madre, que junto a ellos salía a coger el fresco de la tarde. En ese parque una limosina aguardaba a la administradora. La mujer salió de su monstruo metálico y mirando a un lado y a otro penetró en el vehículo que esperaba con una de sus portezuelas abiertas. Los niños correteaban.Un perrito poodle y un salchicha daban vueltas maromas, corrían, ladraban, mientras, los niños celebraban sus piruetas. Una ambulancia se desplazó como bólido por la avenida, seguida de dos patrullas policiales y dos automóviles negros en fila.
Una trifulca entre dos de los infantes fragmentó la tranquila conversación de las madres, que aceleraron las pisadas para separar a los peleadores revueltos en la arena.
Los perritos continuaban correteando y ladrando y meneando sus rabos como si nada ocurriera.
En el Asilo Tropical la Orden de Dios hasta el viento se detenía cuando la administradora no estaba.


El silencio abrumaba. El reguero de ancianitos dormía o dormitaba o echaba una pavita, al tiempo que María, tan impertinente como siempre, intentaba agradar al viejito del cuarto 14 con un cenicero nuevo; bronceado, que había comprado en el Mercado Modelo de la avenida Mella, usando parte de sus impúdicos recursos económicos.
A las 7:00 de la noche las luces del parque de la calle Veinte Piramidal se lucieron; una claridad de neón fulgurante iluminó el área. La administradora salió de la limosina, abordó su viejo Chevrolet y vomitando un humazo negro por el muffler tomó el camino de regreso.

Néstor Medrano

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Periodista, escritor, ganador del Premio Único de Poesía de la Centenaria Alianza Cibaeña de Santiago de Los Caballeros y autor de la novela infantojuvenil Héroes, Villanos y Una aldea, publicada por el Grupo Editorial Norma. Reportero del matutino dominicano Listín Diario.